Voces

Friday 2 Jun 2023 | Actualizado a 23:14 PM

El intocable

/ 20 de mayo de 2023 / 07:17

Eliot Ness era el héroe policial que comandaba las pesquisas contra las mafias ítalo-neoyorkinas en los años 60. Lo personificó en la televisión blanco y negro de entonces, el actor Robert Stack y en cada capítulo emitido por el canal estatal de aquel tiempo éramos testigos semanales de sus proezas contra esas familias que se repartieron la ciudad de la gran manzana para distribuir clandestinamente bebidas alcohólicas, narcotraficar y administrar negocios de proxenetismo para beneficio económico y placeres propios. De aquella serie televisiva semanal se podía advertir un halo de romanticismo: ese policía de traje, corbata y sombrero de paño con ala ancha nos contaba que todo crimen termina siendo descubierto, que la justicia puede tardar pero llega, digamos que la historia del crimen edulcorada y romantizada en ese clásico que se llamó Los intocables.
Ejercitando un largo salto hacia el siglo XXI, el mafioso estereotipado por ese espectáculo audiovisual maniqueo, se ha desdoblado en estilos. Hay mafias financieras de cuello blanco que lavan dinero procedente de actividades ilícitas. Hay mafias políticas que cobran comisiones o coimas para emprender cierto tipo de proyectos en nombre del desarrollo y del bienestar común. Hay mafias clericales, refugiadas en sombrías guaridas habitadas por enviados de Dios que han organizado sociedades secretas de pederastas, pedófilos y otras especialidades relacionadas con la violencia sexual. En fin, hay mafias especializadas hasta en los asuntos más inimaginables en tiempos del estallido tecnológico que todo lo simplifica y lo corrompe.
El año 2020 en Bolivia se instaló una mafia lacrimógena. Traficó con materiales para la represión policial. Parte de esa mafia está procesada judicialmente y detenida en un recinto penitenciario estadounidense que tiene al exministro de Gobierno Arturo Murillo como su representante más notable. Ese que cazaba masistas. Ese que decía no estar jugando y que sería implacable. Ese que inventó el “dispararse entre ellos” para eximirse de responsabilidades por las persecuciones política, judicial y mediática, y la consumación de masacres.
Murillo se convirtió en facilitador de todas las mafias que operaron durante el gobierno del que era mandamás, el de Jeanine Áñez, y que tiene a un connotado protagonista que hoy día es escribidor de un par de diarios conservadores y que un año después de haber sido botado por la presidenta de facto de su cargo de ministro, pasó a ejercer las funciones de Rector de la Universidad Católica Boliviana en Santa Cruz de la Sierra. Su nombre es Óscar Ortiz Antelo, militaba en su juventud en Cristiandad, una organización de origen brasileño que reclutaba jóvenes anticomunistas y temerosos de Dios y a estas alturas se podría decir que se trata de un verdadero mago porque a pesar de figurar siempre en las fotografías de la consolidación del golpe de Estado ejecutado entre el 10 y 12 de noviembre de 2019, hoy día nadie lo nombra, nadie recuerda que fue uno de los cerebros del asalto al poder, el más frío y calculador de la camarilla que coordinaba el no ingreso de parlamentarios masistas a la Asamblea para conseguir que Jeanine fuera presidenta vulnerando el procedimiento constitucional
Como el Eliot Ness de la televisión, Óscar Ortiz Antelo es un intocable, pero al revés, pues se encontraría en la línea de los transgresores de la ley y el orden. Transgresores es un decir porque en realidad se trataba de mafiosos. Se lo ha visto tomando café con el que fuera editor de El Deber, Juan Carlos Rocha, a media mañana de un día cualquiera en un centro comercial de la avenida Busch, Tercer Anillo de Santa Cruz de la Sierra. Su intocabilidad es tan extraordinaria que cuando se recuerda a los golpistas se menciona siempre a Camacho, a Mesa, a la propia Jeanine, alguna vez a Doria Medina, pero nunca a él. Parece que jamás hubiera estado en el balcón del Palacio Quemado detrás de Jeanine saludando a sus “pititas” ilusionados y luego defraudados por la gestión de gobierno que aceleró el retorno del MAS a través de elecciones en tiempo récord.
Óscar Ortiz Antelo estuvo en las reuniones de la Universidad Católica de La Paz cuando la jerarquía eclesiástica puso en evidencia de andar metida en política hasta el cuello. En dichos encuentros, siempre frío y discreto, se encontraba este que fuera en su momento operador del exgobernador Rubén Costas. Su actuación fue decisiva en la Cámara de Senadores, desde donde digitaba movimientos en las inmediaciones de la plaza Murillo, de civiles persecutores de masistas, policías y militares. Tuto era el hombre de “la embajada”, Camacho el paramilitar y Ortiz, el pensante que hizo a Jeanine presidenta. Hoy es el impávido jerarca académico de la universidad de los curas católicos, un portento de numerario del Opus Dei. Un intocable como nunca se vio en la historia política de Bolivia, milagrosamente invisibilizado por la santidad de monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer.

Julio Peñaloza Bretel es periodista

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El intocable

/ 20 de mayo de 2023 / 06:47

Eliot Ness era el héroe policial que comandaba las pesquisas contra las mafias ítalo-neoyorkinas en los años 60. Lo personificó en la televisión blanco y negro de entonces, el actor Robert Stack y en cada capítulo emitido por el canal estatal de aquel tiempo éramos testigos semanales de sus proezas contra esas familias que se repartieron la ciudad de la gran manzana para distribuir clandestinamente bebidas alcohólicas, narcotraficar y administrar negocios de proxenetismo para beneficio económico y placeres propios. De aquella serie televisiva semanal se podía advertir un halo de romanticismo: ese policía de traje, corbata y sombrero de paño con ala ancha nos contaba que todo crimen termina siendo descubierto, que la justicia puede tardar pero llega, digamos que la historia del crimen edulcorada y romantizada en ese clásico que se llamó Los intocables.
Ejercitando un largo salto hacia el siglo XXI, el mafioso estereotipado por ese espectáculo audiovisual maniqueo, se ha desdoblado en estilos. Hay mafias financieras de cuello blanco que lavan dinero procedente de actividades ilícitas. Hay mafias políticas que cobran comisiones o coimas para emprender cierto tipo de proyectos en nombre del desarrollo y del bienestar común. Hay mafias clericales, refugiadas en sombrías guaridas habitadas por enviados de Dios que han organizado sociedades secretas de pederastas, pedófilos y otras especialidades relacionadas con la violencia sexual. En fin, hay mafias especializadas hasta en los asuntos más inimaginables en tiempos del estallido tecnológico que todo lo simplifica y lo corrompe.
El año 2020 en Bolivia se instaló una mafia lacrimógena. Traficó con materiales para la represión policial. Parte de esa mafia está procesada judicialmente y detenida en un recinto penitenciario estadounidense que tiene al exministro de Gobierno Arturo Murillo como su representante más notable. Ese que cazaba masistas. Ese que decía no estar jugando y que sería implacable. Ese que inventó el “dispararse entre ellos” para eximirse de responsabilidades por las persecuciones política, judicial y mediática, y la consumación de masacres.
Murillo se convirtió en facilitador de todas las mafias que operaron durante el gobierno del que era mandamás, el de Jeanine Áñez, y que tiene a un connotado protagonista que hoy día es escribidor de un par de diarios conservadores y que un año después de haber sido botado por la presidenta de facto de su cargo de ministro, pasó a ejercer las funciones de Rector de la Universidad Católica Boliviana en Santa Cruz de la Sierra. Su nombre es Óscar Ortiz Antelo, militaba en su juventud en Cristiandad, una organización de origen brasileño que reclutaba jóvenes anticomunistas y temerosos de Dios y a estas alturas se podría decir que se trata de un verdadero mago porque a pesar de figurar siempre en las fotografías de la consolidación del golpe de Estado ejecutado entre el 10 y 12 de noviembre de 2019, hoy día nadie lo nombra, nadie recuerda que fue uno de los cerebros del asalto al poder, el más frío y calculador de la camarilla que coordinaba el no ingreso de parlamentarios masistas a la Asamblea para conseguir que Jeanine fuera presidenta vulnerando el procedimiento constitucional
Como el Eliot Ness de la televisión, Óscar Ortiz Antelo es un intocable, pero al revés, pues se encontraría en la línea de los transgresores de la ley y el orden. Transgresores es un decir porque en realidad se trataba de mafiosos. Se lo ha visto tomando café con el que fuera editor de El Deber, Juan Carlos Rocha, a media mañana de un día cualquiera en un centro comercial de la avenida Busch, Tercer Anillo de Santa Cruz de la Sierra. Su intocabilidad es tan extraordinaria que cuando se recuerda a los golpistas se menciona siempre a Camacho, a Mesa, a la propia Jeanine, alguna vez a Doria Medina, pero nunca a él. Parece que jamás hubiera estado en el balcón del Palacio Quemado detrás de Jeanine saludando a sus “pititas” ilusionados y luego defraudados por la gestión de gobierno que aceleró el retorno del MAS a través de elecciones en tiempo récord.
Óscar Ortiz Antelo estuvo en las reuniones de la Universidad Católica de La Paz cuando la jerarquía eclesiástica puso en evidencia de andar metida en política hasta el cuello. En dichos encuentros, siempre frío y discreto, se encontraba este que fuera en su momento operador del exgobernador Rubén Costas. Su actuación fue decisiva en la Cámara de Senadores, desde donde digitaba movimientos en las inmediaciones de la plaza Murillo, de civiles persecutores de masistas, policías y militares. Tuto era el hombre de “la embajada”, Camacho el paramilitar y Ortiz, el pensante que hizo a Jeanine presidenta. Hoy es el impávido jerarca académico de la universidad de los curas católicos, un portento de numerario del Opus Dei. Un intocable como nunca se vio en la historia política de Bolivia, milagrosamente invisibilizado por la santidad de monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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El cuerpo de Cristo

/ 6 de mayo de 2023 / 09:03

El sacramento de la comunión es algo así como la introducción de un chip sobre la fe cristiana en una entidad humana. Para ello, la Iglesia Católica ha inventado esta especie de certificado de compromiso que data del siglo XIII, “recibiendo a Cristo en el corazón” entre los 12 y 14 años, cuando nuestras familias nos preparan para un acontecimiento social parecido al de una fiesta de cumpleaños, en este caso, para celebrar nuestra adscripción a la fe cristiana a través de la matrix comandada desde El Vaticano.  Eso sí, el acceso a la inaugural ingesta del cuerpo y la sangre de Cristo solo es posible si se ha producido el bautismo, a poco de nacer, con los nombres que padres, madres y abuelos deciden llamarnos, y que dan fe de nuestra existencia terrenal anexada al cordón umbilical de la fe. Si nos bautizan y recibimos la primera comunión, se puede decir que quedamos graduados para siempre como católicos apostólicos romanos.

Criados y formateados en la cultura del registro civil igualado al certificado de bautismo de la parroquia en la que nos hicieron chillar con la helada agua bendita que nos vierte un sacerdote en la fontanela, transcurrimos nuestra primera década y algo más de vida, encaminados hacia la comunión, y cuando esta llega, quedan habilitadas las condiciones para decir que somos por igual ciudadanos con cédula de identidad y seres humanos de fe con nuestra comunión color azul desfile para los niños y vestidos blancos angelicales para las niñas. Sobre estos certificados religiosos no estamos en condiciones de decidir por nosotros mismos, a los pocos días de haber llegado a la vida o cuando nos aprestamos a superar el umbral de la infancia hacia la adolescencia. Son nuestros padres o custodios los que deciden que seremos católicos, que creeremos en Dios y en su enviado para salvarnos del pecado por los siglos de los siglos, y de esta manera construiremos en nuestra memoria una conciencia de culpa que conduzca a una existencia condicionada por la salvación que permite el triunfal pasaje hacia la vida eterna. Así reglamentadas las creencias, católicos y católicas practicantes han admitido que la vida no se construye en libertad y autonomía, sino que viene prefigurada por nuestros progenitores.

Para que todo esto pueda suceder, figuran las vocaciones de renunciamiento a los placeres mundanos que harán de los sacerdotes católicos, organizados en distintas congregaciones, nuestros guías y formadores humanistas. Así tendremos consejeros espirituales, trabajadores sociales y en órdenes como la Compañía de Jesús y la de los Salesianos, pedagogos, profesores, labradores del espíritu y guías para descubrir vocaciones.

Los que pasamos por las aulas de colegios católicos sabemos perfectamente que todo lo hasta aquí descrito está bien para los papeles y las apariencias, porque el descarnado mundo nos ha dado ingentes cantidades de ejemplos acerca de que los curas son tan pecadores como quienes no nos sometimos a los votos de castidad y al celibato,  y que detrás de las antiguas sotanas y los modernos cuellos clericales pueden esconderse monstruos como Pica —Alfonso Pedrajas Moreno—, un jesuita ya fallecido al que se ha puesto al descubierto por haber abusado-manoseado-violado a casi 90 niños/adolescentes en centros educativos de Cochabamba.

Para decirlo de manera estremecedora, el cuerpo de Cristo ha sido introducido en nuestras osamentas y almas con el sacramento de la comunión, para que en determinado momento, las noches cómplices en los internados de colegios y escuelas sirvan para que ese recibimiento, digamos espiritual, se materialice en una de las más aberrantes prácticas de las que podamos tener memoria en la historia de los seres humanos y sus creencias: El falocentrismo sacerdotal ha desgraciado tantas vidas infantiles y adolescentes, esas que lucharán hasta el fin de sus días para intentar superar los traumas, tantas veces sin conseguirlo.

La nauseabunda Iglesia Católica boliviana ha demorado más de 72 horas en pronunciarse acerca de este caso narrado con pelos y señales en El País de España y dicen ahora los jesuitas que han separado a ocho de sus componentes y que la investigación debe servir para encontrar a los encubridores, tan violadores por su conducta corporativa como el propio Pica.

Si no se hubiera producido el descubrimiento del caso a través de un familiar indignado, este tema seguiría enterrado en las catacumbas de la impunidad, esa misma con la que en Bolivia se auspiciaron reuniones en la Universidad Católica Boliviana para derrocar a un presidente constitucional en noviembre de 2019. Infiltrados en todos los órdenes de la vida cotidiana, de la vida laboral y en los pasadizos de los poderes político y económico, lo único contundente y definitivo que han conseguido estos curas católicos es que pongamos en profundo entredicho las promesas de un más allá paradisiaco y esplendoroso. Quienes sabemos de diosas y dioses, tenemos la obligación de combatir a estas iglesias tenebrosas hasta el fin de nuestros días.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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El imperio desvencijado

/ 22 de abril de 2023 / 02:38

Llegó un día en que Washington se vistió de república bananera. Desquiciado por la derrota, al más puro estilo de las estrategias intervencionistas en nuestros países, Donald, no el pato de Disney, sino Trump, el truhán millonario arropado por los republicanos, aceptó que había que contratar especialistas en destrozos para asaltar el Capitolio cuando la victoria electoral de Joe Biden era irreversible y no quedaba otra que aducir fraude, por no decir demencia.

Deberíamos desternillarnos de carcajadas vengativas: Después de cinco décadas de producir cine neocolonial en el que latinoamericanos, asiáticos, árabes y africanos éramos estereotipados como categoría de salvajes pintorescos, ingobernables y corruptibles, llegó al poder un neoyorkino de origen alemán y estilo folklórico que a punta de negociaciones e indemnizaciones perpetradas en los garajes de sus towers sofocó rencores femeninos producto del acoso, el abuso y una dominación sexual abyecta y abominable practicada durante toda su vida de empresario todopoderoso e imbatible. Todo un portento fálico hipernacionalista que soñaba con reponer algo así como un Muro de Berlín, muy racista y antimigratorio para que mexicanos y todo tipo de sudacas la pensaran dos veces si pretendían convertirse en indocumentados en busca del “sueño americano”.

Los Estados Unidos de Norteamérica es puertas para adentro, un interesantísimo país de contrastes culturales e identitarios muy plurales. El problema surge luego del triunfo en la Segunda Guerra Mundial cuando se ingresaba de lleno en la Guerra Fría, y las élites políticas, empresariales y militares deciden que había que controlar, dominar, penetrar y si fuera necesario saquear otras tierras y otros pueblos cuanto se necesitara de ellas a partir de esa vocación extraterritorial que ha tenido como respuesta la conformación de colectivos de resistencia en los cinco continentes que comúnmente se conoce como antiimperialismo, palabra que las izquierdas social demócratas ya no pronuncian, porque en el siglo XXI parece más prudente no utilizar el lenguaje de los años 60 cuando la URSS y su satélite Cuba amenazaban la democracia, la paz y la libertad entendida e impuesta desde la Casa Blanca.

La URSS se desintegró, Rusia se reinventó con desideologización pragmática y el Partido Comunista se convirtió en un viejo recuerdo dejado por Lenin, Stalin, Kruschev, Brézhnev gracias a la Perestroika de Gorbachov, mientras la China no dejó de ser comunista en el control político del sistema, pero se hizo más capitalista y liberal transnacional que la propia Estados Unidos. Superada la hegemonía bipolar de mediados del siglo XX, resulta que ahora tenemos un mundo en que la disputa por riquezas y mercados tiene como mandamases al ochentón Joe Biden, representante de la gerontocracia del bipartidismo gringo; a Xi Jinping, que concentra el manejo político como Secretario General del Partido Comunista, el poder militar y la expansión económica mundial asiática, y a Vladimir Putin, un experto en inteligencia y espionaje que no ha dudado medio segundo en plantarle una guerra a Ucrania y a toda la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), manejada por Estados Unidos.

En este nuevo contexto internacional, el imperialismo norteamericano quiere recuperar su vigor debilitado por la nueva correlación geopolítica planetaria, utilizando la vieja fórmula: Gravitación económica a través de sus resortes crediticios, penetración política militar y recuperación de la iniciativa para volver a hacerse del control de nuestros recursos naturales que hoy consisten, fundamentalmente, en petróleo, agua, litio y ese pulmón biodiverso cada vez más amenazado llamado Amazonía.

Estados Unidos quiere volver a hacer de las suyas en nuestra América morena, pero se va encontrando con líderes respondones que le hacen muy pedregosa y infranqueable esta nueva incursión que tiene a personajes como la generala Laura Richardson, cabecilla del Comando Sur, y a Mark Wells, el secretario para Brasil y Sudamérica del Departamento de Estado, en una estrategia combinada de ataque y tanteo. La una recordándonos nuestra condición irreversible de patio trasero y el otro justificándola por “descontextualización”, utilizando viejas recetas, argumento perfecto para desplegar nuevamente nuestras banderas antiimperialistas.

Desvencijado, pero no muerto, el imperialismo norteamericano compite hoy con China y Rusia en desigualdad de condiciones, debido a que a dichas potencias no les interesa imponer ministros, comandantes militares y menos agentes y activistas anticomunistas, porque el mundo ha cambiado. Lo que a chinos y rusos les interesa es hacer negocios, invertir para ganar, sin meterse con las soberanías y las autodeterminaciones nacionales, fórmula sencilla que evidencia cuán actualizada es la lectura del mundo de unos, frente a la anacrónica política estadounidense porfiada en imponer recetas que no encajarán más en los tiempos que corren. Por eso, seguimos siendo antiimperialistas y en esa convicción a quienes más debemos combatir es a sus obedientes agentes locales.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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El MAS como el MNR

/ 8 de abril de 2023 / 01:03

El caudillismo pazestenssorista condujo a fragmentar el proyecto de la revolución de 1952. Incubó a los “emenerres” respondones que desdoblaron al partido en variaciones que terminaron engendrando a las dictaduras militares de los años 60 y 70. Con el propósito de retener y prorrogarse en el poder, la alianza de clases fue activada con la patraña de la conversión del indígena a campesino, no en un genuino reconocimiento a su existencia e identidad libertaria, sino para funcionalizarlo como ciudadano a fin de que una burocracia heredera de señoritos usufructuara del poder, primero con los 12 años de “período revolucionario” (1952-1964), luego con los 18 años de dictaduras militares (1964-1982) y a continuación con 20 años de neoliberalismo (1985-2005) precedidos de una accidentada coalición como la UDP (1982-1985), que con socialdemócratas y comunistas de la órbita soviética queriendo cogobernar, anunciaba un fracaso de partida que terminó con hiperinflación y la sustitución de esta con el recetario surgido del Consenso de Washington.

Vistas las cosas en tiempo presente, el Movimiento Al Socialismo (MAS), que parecía inscribirse en el “socialismo del siglo XXI”, terminó jugando al “capitalismo andino”, utilizando el transformador expediente de la inclusión social en un dispositivo que a estas alturas se caracteriza por haberse posicionado como funcionalizador del supuesto sujeto histórico, a la manera del MNR, con el que surgía un auténtico nuevo paradigma en la política boliviana.

La sórdida disputa por el liderazgo electoral en el MAS está confirmando que para muchos entusiastas y muy militantes defensores y activistas del “proceso de cambio”, el sujeto histórico queda circunscrito a la figura de un jefe y de nadie más, cuando el manual del buen revolucionario dice que el sujeto histórico de un proceso transformador es un colectivo multifacético con características sociales y económicas, y en el muy particular caso de Bolivia, de una variopinta identidad étnica y territorial. Resulta hasta caricaturesco: el sujeto histórico había tenido nombres y apellidos personales registrados en un documento que puede guardarse en una billetera, y no había sido el resultado de los procesos encarados por soberanía y autodeterminación, por indígenas convertidos en campesinos, por campesinos que van del mundo rural hacia las ciudades para convertirse en obreros y en obreros que conforman una vanguardia minera que ha luchado poniendo el cuerpo, la sangre y los muertos contra el imperialismo que saquea y despoja, que consagra el orden establecido para que los niños bien sigan convencidos que por derecho hereditario son dueños de vidas, de haciendas, del estaño, del oro, del petróleo y hasta del agua.

Los formadores ideológicos, los capacitadores en militancia partidaria parecen no haber hecho su trabajo desde 2006. Porque de lo que se trataba era de explicar y empezar a practicar lo que Jorge Sanjinés nos enseñó con su primer cine y que pasa por la construcción colectiva y comunitaria de un proceso político con cadenas humanas solidarias enfocadas hacia el mismo horizonte. Cuando nos enteramos que un entorno de poder llega a la conclusión que al jefe máximo no hay quién lo sustituya, retrocedo mi mirada y recuerdo las actuaciones de Paz Estenssoro, Siles Zuazo, Guevara Arce, Bedregal Gutiérrez y hasta el mismísimo general Barrientos Ortuño. Con semejante escenografía el Movimiento Al Socialismo (MAS) se está pareciendo cada vez más al MNR burocratizado en que una rosca partidaria terminó sustituyendo a la rosca minera de Patiño, Hochschild y Aramayo.

Con este cuadro histórico político, no tiene que alarmarnos las cada vez más destempladas actuaciones de Carlos Romero denostando al que fuera su compañero de gabinete ministerial, ahora presidente del país. Juega a una ironía desangelada llamándole políglota porque “está callado en siete idiomas”, en alusión a presuntos actos de corrupción de su gestión gubernamental. En este sentido, Romero ha terminado actuando a la manera en que lo hacía el movimientismo de estilo opositor triturador e inconsecuente, tan funcional a los intereses de la derecha más reaccionaria, y con esto ha quedado claro que su práctica política ha consistido en formar parte de una rutina política que lo ha hecho tóxico y hasta perverso, conducta desconcertante si se tienen en cuenta sus antecedentes de activista defensor de derechos de pueblos indígenas de tierras bajas del país.

Hoy día, el MAS-IPSP se perfila como una entidad con dos cabezas y hasta tres, en la que el horizonte de una estrategia transformadora en la correlación de fuerzas de la sociedad boliviana está comenzando a perderse. Y en ese sentido, la nacional popular puede terminar convirtiéndose en el artefacto que acabe con su existencia como sucedió con el movimientismo empoderado en los años 50 que parió una revolución tutelada e inconclusa.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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Futbolero perfecto

Julio Peñaloza Bretel

/ 26 de marzo de 2023 / 20:03

Jugar. Competir. Ganar. Persistir. No desistir. Sufrir. Ser feliz. Luchar. Fracasar. Perder. Volver a empezar. Díganme si el fútbol no se asemeja a la vida misma por fuera del verde césped, solo que sin la ilusión del partido del próximo domingo, sin la posibilidad de la revancha en el próximo lance.

Hemos aprendido a caminar con vitalidad y pasión en todos los territorios de este mundo, gracias a este invento inglés con raíces ancestrales de nuestros pueblos indígenas de la América indígena.

Desde 1977-78 supe que el fútbol podía ser una narrativa. Un cuento. Un poema. Una fotografía del entrenador apoyado en una pared fumando tabaco y cavilando acerca del próximo desafío. Ese entrenador se llama César Luis Menotti y cuando leía las notas de Juvenal y Eduardo Verona en El Gráfico, esa revista que con sus textos y fotografías me condujo hasta la final Argentina-Holanda, supe que el fútbol era en primer lugar un discurso de palabra bien dicha, de coherencia entre el hacer y el decir, de lucidez y potencia persuasiva.

Años más tarde aprendí también que el fútbol puede ser esa emboscada de cederle el balón al rival para intentar ganarle a partir de sus errores y no de las virtudes propias. El catenaccio italiano me dijo un día, esta manera de interpretar y ejecutar el juego no es para ti. Dicho y hecho, me aferré a la idea de que el fútbol es tener el balón desde el que se gestan mil y una fantasías, algunos goles memorables, pero sobre todo, esa posibilidad humana de dialogar con el otro, y con el de más allá, y en tanto sea posible con todo el equipo a partir de un interminable número de pases que conducen inevitablemente, si esa práctica es ejecutada con perfección de engaño y de terminación de la jugada, a trasponer la puerta contraria.

Ganar, qué sensación especial, pero cuán más valiosa si ganar ha sido producto del genio personal en asociación, de esa magia que conjuga talento individual y equipo que es capaz de gestarse desde los botines de una buena gente que recibe y entrega balones con la felicidad inexplicable e incomparable que esto produce, o de la atajada imposible que paraliza por milésimas de segundo corazones al borde del paroxismo.

Con Brasil 70, Holanda 1974, y Argentina 78 comencé mi búsqueda del juego perfecto que me permitiera alcanzar el estatus de futbolero perfecto. Tres décadas más tarde sucedió: Lionel Messi, Xavi Hernández y Andrés Iniesta nos avisaron desde el Barcelona que la santísima trinidad ocupaba todos los espacios del Camp Nou. Que Messi era el hijo de Dios y había llegado para salvarnos del tedio de fin de semana, que Xavi era el padre que jugaba a hacer jugar a los demás con una perfección que fabricó legiones de seres que quedábamos boquiabiertos con su sabiduría de campo abierto y exactitud para jugar el balón, e Iniesta era el Espíritu Santo porque parecía invisible pero con una de sus apariciones fantasmales, por ejemplo, hizo campeón del mundo a España en Sudáfrica en 2010.

Me ufano de sentirme futbolero perfecto porque es el juego el que me ha convencido, que está primero que la competencia. Si se juega bien las posibilidades de ganar son siempre mucho mayores, aunque perder también sea parte de la esencia, como me lo recuerda siempre el genio de genios de la táctica  que se llama Johan Cruyff y que jamás pudo ser campeón mundial con la naranja de Holanda. Ganar-perder es parte del artefacto mundano del capitalismo. Jugar es inherente a la esencia humana en toda su profundidad.

¡Salud a Marcas de La Razón en los treinta años de su vigencia periodística!

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