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Friday 2 Jun 2023 | Actualizado a 23:14 PM

Banco Fassil

Es elocuente, en ese sentido, el silencio criminal que guarda la prensa tradicional respecto a este asunto

Carlos Moldiz Castillo

/ 23 de mayo de 2023 / 09:59

Los acontecimientos de la semana pasada me obligan a interrumpir la reflexión que venía desarrollando sobre la crítica al extractivismo en Bolivia. Concretamente, me refiero al escándalo que provocó la intervención del Banco Fassil tras la revelación de un esquema de corrupción en el que estaban implicados no solo sus principales ejecutivos, sino también varios accionistas del Santa Cruz Financial Group. Se trata de un asunto que excede los límites de la empresa privada y que debería preocupar a la totalidad de nuestra sociedad.

No solo porque se ha dejado en la calle a miles de personas que trabajaban en la entidad financiera, sin mencionar al casi millón de usuarios a los que se ha sometido a impensables niveles de estrés durante más de un mes, frente a la desastrosa posibilidad que tuvieron que considerar de perder sus ahorros. Además de ello, este caso de estafa empresarial nos compete a todos porque no es un hecho aislado, sino uno más al que debe sumarse el caso de los ítems fantasma y la posible influencia del narcotráfico en el financiamiento de actividades terroristas. ¿Quizá las claves del modelo de desarrollo cruceño?

Es elocuente, en ese sentido, el silencio criminal que guarda la prensa tradicional respecto a este asunto, con diarios como Página Siete y El Deber publicando sendos editoriales orientados a desprestigiar al Gobierno a raíz de los innegablemente condenables hechos de corrupción que se destaparon en el Ministerio de Medio Ambiente y Agua y que culminaron con la destitución de Juan Santos Cruz como responsable de esa cartera; todo eso mientras se invisibiliza intencionalmente el alcance y los detalles más preocupantes del crimen cometido por los empresarios cruceños, que son, para el colmo de los colmos, férreos defensores de la propiedad privada, salvo cuando se trata de la propiedad de los ahorristas, está claro.

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Si uno revisa los editoriales y notas que esos medios dedicaron al tema, encuentra extremos de cinismo como los que proponían un plan de salvataje para los delincuentes de traje y corbata.

No se dice nada, o no mucho, por ejemplo, acerca de los apellidos que aparecen en este caso, como los de Marinkovic, Wille, Camacho, Barbery, Antelo y Dabdoub, todos involucrados en el golpe de Estado de noviembre de 2019. Algo que se trató de encubrir, por cierto, como la participación del padre del gobernador presidiario, como denunció una valiente periodista. Tampoco sobre el empleo del Banco Fassil para pagar a los paramilitares de la Unión Juvenil Cruceñista y la Resistencia Juvenil Cochala, como reveló hace poco el portal de noticias boliviapress.com.bo. Ni mucho menos sobre el hecho de que uno de sus clientes era nada menos que el mecánico del narcotraficante Misael Nallar. Un dato tanto más preocupante cuando se toma en cuenta que también hay nombres implicados en los Panamá Papers en todo este asunto, como se puede apreciar a partir del trabajo de la Izquierda Diario Bolivia.

De hecho, por la cobertura de este caso se puede separar al buen del mal periodismo, con algunos tristes casos como el de Carlos Valverde, para quien la culpa no es de los banqueritos sino de la Asfi por no hacerse respetar. ¿Qué dirá este hombre frente a un caso de violación?, me pregunto.

Y bueno, entiendo que muchos no quieran hablar sobre este asunto, dado que es gracias a esquemas de corrupción como este que se pudo financiar tres intentos de golpe de Estado en los últimos tres lustros, lo que no puedo comprender es por qué la Justicia (¿Justicia?) tarda tanto en procesar a todos los sospechosos de este caso, cuya presencia en las calles es un riesgo por el cual se podría pagar caro en el futuro.

(*) Carlos Moldiz Castillo es politólogo

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La ambivalente crítica al extractivismo boliviano

La actual discusión sobre qué debe hacerse con los recursos naturales está atravesada por conceptos como dependencia

Carlos Moldiz Castillo

/ 9 de mayo de 2023 / 10:08

¡Nuevo pozo! Uff… ya estaba rezando el rosario. Y ahora que no debo preocuparme por un nuevo golpe de Estado al menos por los siguientes días, creo que aprovecharé este espacio para abrir una discusión sobre la crítica al extractivismo boliviano, muy en boga estos años.

Aunque la discusión sobre qué hacer con los recursos naturales de su suelo tiene largo recorrido en la historia de Bolivia, la irrupción del término extractivismo durante la segunda década de este siglo reactualizó el debate más allá del ámbito académico, para sacudir los ánimos de la política tanto partidaria como no partidaria, alcanzando un alto momento de intensidad durante aquello que algunos recuerdan como la coyuntura TIPNIS, entre finales de 2010 y mediados de 2012.

La forma de inserción del país en el mercado internacional o la economía mundial es un dato objetivo de la realidad a partir del cual puede explicarse mucho sobre cómo funciona nuestra sociedad, razón por la cual resulta natural que también sea un tópico sumamente contencioso cuando se trata de formular posibles caminos para la política de nuestro Estado.

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La actual discusión sobre qué debe hacerse con los recursos naturales está atravesada por conceptos como dependencia, desarrollo, extractivismo y sus correspondientes neologismos para aplicarse a la siempre cambiante modernidad, sin dejar de ser, a mi juicio, un elemento consustancial a este periodo histórico de la humanidad inaugurado por el capitalismo. Así, cuando se discute sobre la relación del Estado boliviano con la explotación primaria de recursos naturales, es inevitable llegar a otros problemas como el tipo de economía que quiere construirse según parámetros más o menos extendidos sobre lo que significa ser una sociedad desarrollada y cómo llegar a ella.

Lo curioso es que ambos lados del espectro político ideológico boliviano, y tal vez global, coinciden en que lo deseable es que ninguna sociedad dependa exclusivamente de la extracción de materias primas de su suelo; existen, no obstante, notables divergencias acerca de cómo debe afrontarse este problema, rasgo característico (aunque no exclusivo) de las sociedades subdesarrolladas del sur global, o lo que antes se conocía como el Tercer Mundo. Un panorama que se ha complejizado notablemente desde principios de este siglo debido a la emergencia de otro problema de carácter más global, es decir, que va más allá de los desafíos que normalmente deben enfrentar los Estados subdesarrollados: el calentamiento global, eufemísticamente llamado cambio climático.

Este nuevo contexto histórico suma a los conceptos antes señalados nuevas nociones que tienen capacidad de movilizar las consciencias y la propia acción política de millones de personas alrededor del mundo, más allá de la legitimidad de sus prácticas y reivindicaciones: algunas de ellas son casi corrientes ideológicas como el ecologismo, el conservacionismo y conceptos como el de bienes comunes de la humanidad, de contenido ambiguo cuando se trata de beneficiar al mundo desarrollado o al subdesarrollado.

Cuidar el medio ambiente puede terminar justificando desde la desnacionalización de la Amazonía en beneficio de las economías del norte global, así como sustentar la necesidad de que este se comprometa a realizar transferencias financieras y tecnológicas al sur global. Por lo tanto, las ideas del ecologismo terminan siendo tan válidas como desestabilizantes para los ejes que hasta muy recientemente ordenaban el debate político y establecían los límites entre la izquierda y la derecha, y sus correspondientes centros y extremos tanto a nivel local como mundial.

Ambigüedades que fácilmente abren paso a la hipocresía, como la de quienes se olvidaron criticar la práctica carbonización de la Chiquitanía durante los días de Áñez. (Sí chicos, no me olvidé de ustedes; Virginio, descansa)

Más las siguientes semanas.

(*) Carlos Moldiz Castillo es politólogo

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Estado de bienestar y capitalismo asistido

/ 25 de abril de 2023 / 00:47

Antes de iniciar, debo expresar mi vergüenza por la equivocación de mi anterior artículo, en el que confundí el nombre de un respetado escritor, Gonzalo Lema, con el de la persona que debía ser el blanco de mis críticas: Virginio Lema Trigo. Al primero, mis más sinceras disculpas, al segundo, solo le advierto que esto no ha terminado.

En fin.

No soy un experto en economía, pero tampoco confío en los supuestos “analistas independientes” que vienen profetizando un Armagedón para Bolivia desde hace más de tres lustros y cuyos diagnósticos “profesionales” suelen venir acompañados por una crítica elitista hacia el proceso de inclusión social que se viene disfrutando en todo ese tiempo. Sus conclusiones apuntan siempre hacia la condena de la intervención del Estado en la economía, cuando las consecuencias de la aplicación del modelo neoliberal que defienden con tanta vehemencia llevaron a nuestro país a un completo colapso social a inicios de este siglo.

No obstante, a pesar de su terquedad a prueba de toda evidencia empírica, su posición resulta más coherente respecto a sus intereses, que apuntan a la concentración de la riqueza en pocas manos privilegiadas, que la de quienes actualmente aprovechan insólitamente las dificultades que atraviesa nuestro gobierno para posicionar sus ambiciones electoralistas por encima de las clases populares que dicen representar, sin tomar en cuenta que el fracaso de la actual gestión de gobierno se traduciría en la derrota de todo un movimiento que logró, esforzadamente, dar al traste con un régimen de privatizaciones y despojos que lo único que hizo fue multiplicar a los hambrientos. Su mezquindad no será olvidada, ni mucho menos perdonada.

Por un lado, están los partidos de oposición que fustigan al modelo económico implementado por el MAS-IPSP desde 2006, que descansa fundamentalmente sobre la propiedad soberana del Estado sobre los recursos naturales que se encuentran en su territorio. Por el otro, se encuentra una facción desubicada de oportunistas que ahora acusan al Gobierno de un supuesto manejo deshonesto de los recursos de todos los bolivianos, sin tomar en cuenta tres acontecimientos con innegables consecuencias sobre el bienestar de nuestra hacienda pública: un golpe de Estado que llevó al poder a una pandilla que acumuló más de una veintena de casos de corrupción y desfalco económico en tan solo unos meses; una pandemia que obligó a paralizar la economía global de forma total y simultánea; y una guerra en Europa del Este que entre sus primeras consecuencias está el encarecimiento de los alimentos y los combustibles. No son estúpidos, pero la población tampoco. Ésta se percata de sus inocultables pretensiones políticas, que calculan equivocadamente que adelantar el fin del mandato de Luis Arce colocará el poder en sus manos. Aspiraciones peligrosamente estúpidas.

En su ceguera partidaria, ambas posiciones fracasan en identificar la verdadera raíz del problema. No es que el modelo de nacionalización de los recursos naturales y la distribución de la riqueza que estos generan sea equivocado, ni mucho menos que se haya “robado” la riqueza de los bolivianos para sobornar dirigencias sindicales. El modelo económico es inicialmente correcto, pero tiene una contradicción: la distribución de la riqueza vino acompañada por una subvención de los intereses empresariales a través de los carburantes, que distorsiona un germinal Estado de bienestar con un capitalismo asistido que beneficia a élites económicas que se apropian de toda la riqueza que su actividad genera. Una contradicción que está llegando a su límite y que tendrá que resolverse hoy o en 10 años.

El resto son interpretaciones engañosas que tratan de llevar agua a su propio molino, solo que una de ellas está respaldando los intereses de sus enemigos de clase. Vaya líderes. Quieren que el gobierno que ellos mismos eligieron fracase para que su candidato circunstancial vuelva a la presidencia. Lo más curioso es que nadie que haya votado por el MAS se opone a ello en principio, pero sí el resto de la sociedad boliviana, que encuentra como un gesto de mal gusto la desesperación por el poder.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.

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Lema

/ 11 de abril de 2023 / 01:05

Hace unos días leí un artículo sobre Virginio Lema y su programa El Bunker en que se lo pintaba muy cómicamente, presentándolo más como un síntoma de la decadencia mediática que como la causa del declive democrático que viene atravesando el mundo entero, con la irrupción de las nuevas derechas. El artículo, aunque seguramente bienintencionado, peca de ingenuo. Virginio Lema no es la causa de la radicalización conservadora y reaccionaria que se ha estado dando en el país, pero contribuye a ello en no poca medida. Hitler también era un payaso, al igual que Mussolini, pero aquello no evitó que sus disparatados mensajes cuajaran en ingentes masas de resentidos sociales que luego contribuyeron a uno de los episodios más terribles de la historia europea.

Tratemos de tener presente aquello que decía Arendt sobre la banalidad del mal, por la cual los peores actos podían ser perpetrados no por personas guiadas por una ideología o doctrina particularmente perversa, sino por aquellas quienes justamente por carecer de ideas y sentido común les resultaba muy fácil prestarse a literalmente lo que sea, como los oficiales administrativos que gestionaron el Holocausto creyendo que se salvaban de toda responsabilidad solo porque “seguían órdenes”. El movimiento “pitita” fue una versión caricaturizada de un hecho históricamente grotesco, el fascismo de entreguerras, cuyos miembros son incapaces de percibir la magnitud de sus atrocidades porque no fueron sus propias manos las que jalaron del gatillo en Sacaba y Senkata, aunque hayan aplaudido las masacres.

¿Qué tiene todo esto que ver con Lema? No solo es una musa de la ira, sino que también sintetiza todo lo que hay de malo en el campo de los medios de comunicación y las redes sociales el día de hoy: como su inclinación a la desinformación, la incitación a la violencia y la simplificación de la realidad a partir de datos parciales o irrelevantes. Invitó a su programa a desinformantes profesionales sobre el COVID, insiste en que las elecciones de 2020 fueron un fraude y no hay programa suyo que no tenga alguna amenaza (violenta) contra el masismo.

Tal como Hitler y Mussolini, contribuye con su programa a la radicalización de una sociedad profundamente polarizada, pero a partir de sus peores prejuicios, como el racismo, que se sublima de forma nada sutil en el antimasismo. Que sus argumentos sean absurdos no quita que su mensaje sea perverso: “a los masistas hay que hacerles pedir perdón de rodillas”. Lastimosamente, a él llegan cientos de incautos ya predispuestos a creer sus estupideces tal como son susceptibles para unirse a círculos kukluxcanistas, terraplanistas, antivacunas, niega-holocausto, píldora-roja, defensores de la familia y demás modas derechistas. Es decir, todos los fracasados y perdedores que pueden simpatizar con él, inofensivos individualmente, pero peligrosísimos en masa, como los nazis.

Por todo ello, deberíamos preguntarnos si debería ser legal que tipos como él tengan libertad para decir cuanto se les venga en gana, sin ninguna consecuencia. ¿No le hace daño a la democracia cada vez que este tipo abre la boca? Miente, amenaza e incita a la violencia con cada una de sus palabras, como los que aplaudían y vitoreaban la apertura de los campos de concentración. Los payasos también pueden ser peligrosos con un megáfono o poder de decisión ¿Se acuerdan de Murillo?

Una vergüenza para el ámbito periodístico y una peor para los que recurren a él… como Romero, Carlos.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.

Mea Culpa

El autor lamenta que en la versión impresa de este artículo confundió el nombre de Gonzalo Lema por Virginio Lema. Pide disculpas a los lectores y, sobre todo, a Gonzalo Lema, premiado novelista y exvocal de la Corte Nacional Electoral.

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El lapo de Archondo

/ 28 de marzo de 2023 / 01:43

Rafael Archondo tiene fama de hombre elocuente, y lo es, como un sopapo. Es capaz de confundir al lector con su hábil retórica hasta que es muy tarde cuando uno se da cuenta de que acaban de insultarlo. Así me hizo sentir, como si me dieran un lapo, su última columna titulada No fue golpe ¿entonces qué?, publicada en Página Siete, en la que intenta clasificar el derrocamiento de Morales como cualquier cosa menos como lo que fue, un golpe de Estado.

Cambiar de gobierno no es algo que hagan las sociedades todos los días, así que no debería resultar difícil clasificar a uno a partir de la simple observación del cumplimiento de los mecanismos formales establecidos para ello. Tanto el proceso que llevó a la renuncia de Morales como el que llevó a Áñez a la presidencia estuvieron lejos de los procedimientos formales que debían seguirse, incluso bajo los parámetros más dilatados. Archondo sabe eso, pero decide ignorar selectivamente los elementos que no se ajustan a su confusa tesis.

Primero, cómo se sacó a Evo: no, policías y militares no se escondieron para dejarlo a merced de las masas insurrectas, sino que se sumaron activamente a la conjura en contra del presidente, primero con un motín iniciado en Cochabamba y luego reprimiendo selectivamente a los partidarios del gobierno expulsado. ¿Cómo que escondidos, Rafo? Dile eso a los masacrados de Sacaba y Senkata. Pero además de ello, queda por explicar las transferencias monetarias realizadas por el padre de Camacho a altos mandos de la Policía y las FFAA justamente por esos días, admitidas por su junior ante las cámaras. Es decir, las fuerzas represivas del Estado estuvieron implicadas en la confabulación antimasista, ejerciendo el uso de la violencia y retirando su apoyo al presidente que estaban obligadas a respaldar. El golpe vino con complicidad del Estado… golpe de Estado.

Segundo, cómo llegó al poder el gobierno sucesor: si se hubieran seguido los mecanismos de sucesión legales, la presidencia debió haber caído en el presidente de la Cámara de Senadores o en la de Diputados, cuyos titulares ambos fueron obligados a renunciar mediante la violencia durante aquellos días de 2019. Luego la futura presidenta es elegida no en el único espacio con la facultad para hacerlo, la Asamblea Legislativa, sino en una universidad privada con la participación de personas sin cargo alguno para intervenir, como Tuto. Un amante del Estado de derecho como Archondo debería haber sido el primero en denunciar aquello, pero bueno, en todo caso, la forma en la que los “pititas” llegan al poder termina siendo tan inconstitucional como la forma en la que se saca a Morales.

Pero lo que más me irrita de su columna no es su intento por encubrir una verdad que, dice, es un invento de una operación mediática global, puesto que, de alguna manera, está obligado a seguir aquel relato del fraude que hasta ahora no pueden comprobar, sino aquella contraposición que hace al final de su columna entre el “desemboque plebeyo de la ‘guerra del gas’” y la “acción ciudadana de 2019”. ¿Acción ciudadana? Pacos (no exactamente el sector más honorable de nuestra sociedad) y pandilleros como Yassir Molina tomando las calles no me suena muy ciudadano. Le recomiendo leer a Arendt: pueblo no es lo mismo que populacho. Los pueblos hacen revoluciones, el lumpen hace parodias siniestras de revolución.

A la provocación de sus palabras, respondo con estas… sí lo fue (golpe), pero… a ver, traten de nuevo…

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.

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Sopesar el evismo/antievismo

/ 14 de marzo de 2023 / 00:42

El campo nacional popular en Bolivia está compuesto por un sinnúmero de sujetos colectivos organizados generalmente de acuerdo con la forma sindicato. El MASIPSP es un medio por el cual una parte de aquel campo popular ha logrado organizarse eficazmente para competir por el poder político en Bolivia, tradicionalmente capturado por las élites.

El MAS-IPSP se ha estructurado durante casi dos décadas en torno a la figura de Evo Morales, tras su llegada al poder en 2006. Su estilo de gobierno y su tipo de liderazgo carismático dieron paso al surgimiento de un movimiento político centrado en su figura llamado evismo. Al mismo tiempo, las pulsiones racistas de las élites y su fobia al componente indígena casi transversal a todo el campo nacional popular dibujaron el reflejo invertido del evismo: el antievismo.

El evismo se convirtió durante un tiempo en la máxima expresión de las aspiraciones por igualdad de mayorías sociales largamente excluidas y estigmatizadas por la ideología colonial de las élites: “puedo ser como él, carajo”. El antievismo, por otro lado, se reveló como la sublimación más actual del racismo de las élites en Bolivia, que no por velado deja de ser extremo, a juzgar por sus manifestaciones prácticas: “estos indios masistas”.

En este contexto que va de la suma admiración al desprecio radical, es muy difícil adoptar una posición relativamente imparcial respecto a la figura de Evo Morales en su papel de dirigente del MAS-IPSP. Pero sí es posible señalar objetivamente algunos rasgos distintivos de su estilo de gobierno, tal como lo hace Fernando Mayorga en su libro Mandato y contingencia. Rasgos de entre los cuales destaca su decisionismo, quizá el más definitorio de sus últimas dos gestiones.

En ocasiones, dicho decisionismo resultó necesario para garantizar victorias políticas sobre la oligarquía y sus clases aliadas, pero en otras contribuyó a la construcción de escenarios menos ventajosos, como el que precedió al golpe de Estado de 2019, alimentado en no poca medida por su negativa a aceptar los resultados del infame 21F, más allá de si los mismos fueron producto de una intensa campaña de manipulación mediática y posverdad en las redes sociales.

Su decisionismo, al mismo tiempo, fue el resultado de una correlación de fuerzas con respecto a la oposición y un arreglo institucional del poder que era proclive al fortalecimiento de su influencia desde la cúspide del Estado, específicamente gracias a un sistema político de partido predominante orientado al presidencialismo que le dio a su investidura poderes casi irresistibles, pero que en todo caso eran la consecuencia de un arreglo específico y temporal de los factores que dominan el gobierno en Bolivia. Circunstancias que no serán fáciles de reproducir en el futuro.

Pero hay una razón más para poner en duda si es incluso deseable volver al pasado, y esta consiste en que el grado de concentración del poder a la que llevaron las circunstancias durante casi una década también hicieron del instrumento de las organizaciones sociales un espacio muy poco receptivo a la crítica revolucionaria y constructiva, siendo más comunes las expresiones de obsecuencia y conformismo que evitaron que se expresen opiniones fuera de las líneas establecidas por el discurso oficial, como las siguientes: “esto del TIPNIS es una mala idea” o “no deberíamos hacer tratos con los mismos empresarios que trataron de dividir el país”.

Opiniones críticas que, de haber sido oídas, seguramente hubieran evitado el derrotero al que llegamos en 2019. Es decir, aquel modelo decisional, por muchas victorias que haya cosechado, también demostró tener sus limitaciones y debe quedar claro para todos que, en orden de mantener con vida el Proceso, será necesario corregir todo aquello que deba ser corregido. Los conceptos de líder, liderazgo, vanguardia, partido y militancia deben ser reflexionados.

Y solo, por cierto, cuando recomendé arreglar todos nuestros desacuerdos a puñetes estaba bromeando.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.

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