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Banco Fassil

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Carlos Moldiz Castillo

Los acontecimientos de la semana pasada me obligan a interrumpir la reflexión que venía desarrollando sobre la crítica al extractivismo en Bolivia. Concretamente, me refiero al escándalo que provocó la intervención del Banco Fassil tras la revelación de un esquema de corrupción en el que estaban implicados no solo sus principales ejecutivos, sino también varios accionistas del Santa Cruz Financial Group. Se trata de un asunto que excede los límites de la empresa privada y que debería preocupar a la totalidad de nuestra sociedad.

No solo porque se ha dejado en la calle a miles de personas que trabajaban en la entidad financiera, sin mencionar al casi millón de usuarios a los que se ha sometido a impensables niveles de estrés durante más de un mes, frente a la desastrosa posibilidad que tuvieron que considerar de perder sus ahorros. Además de ello, este caso de estafa empresarial nos compete a todos porque no es un hecho aislado, sino uno más al que debe sumarse el caso de los ítems fantasma y la posible influencia del narcotráfico en el financiamiento de actividades terroristas. ¿Quizá las claves del modelo de desarrollo cruceño?

Es elocuente, en ese sentido, el silencio criminal que guarda la prensa tradicional respecto a este asunto, con diarios como Página Siete y El Deber publicando sendos editoriales orientados a desprestigiar al Gobierno a raíz de los innegablemente condenables hechos de corrupción que se destaparon en el Ministerio de Medio Ambiente y Agua y que culminaron con la destitución de Juan Santos Cruz como responsable de esa cartera; todo eso mientras se invisibiliza intencionalmente el alcance y los detalles más preocupantes del crimen cometido por los empresarios cruceños, que son, para el colmo de los colmos, férreos defensores de la propiedad privada, salvo cuando se trata de la propiedad de los ahorristas, está claro.

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Si uno revisa los editoriales y notas que esos medios dedicaron al tema, encuentra extremos de cinismo como los que proponían un plan de salvataje para los delincuentes de traje y corbata.

No se dice nada, o no mucho, por ejemplo, acerca de los apellidos que aparecen en este caso, como los de Marinkovic, Wille, Camacho, Barbery, Antelo y Dabdoub, todos involucrados en el golpe de Estado de noviembre de 2019. Algo que se trató de encubrir, por cierto, como la participación del padre del gobernador presidiario, como denunció una valiente periodista. Tampoco sobre el empleo del Banco Fassil para pagar a los paramilitares de la Unión Juvenil Cruceñista y la Resistencia Juvenil Cochala, como reveló hace poco el portal de noticias boliviapress.com.bo. Ni mucho menos sobre el hecho de que uno de sus clientes era nada menos que el mecánico del narcotraficante Misael Nallar. Un dato tanto más preocupante cuando se toma en cuenta que también hay nombres implicados en los Panamá Papers en todo este asunto, como se puede apreciar a partir del trabajo de la Izquierda Diario Bolivia.

De hecho, por la cobertura de este caso se puede separar al buen del mal periodismo, con algunos tristes casos como el de Carlos Valverde, para quien la culpa no es de los banqueritos sino de la Asfi por no hacerse respetar. ¿Qué dirá este hombre frente a un caso de violación?, me pregunto.

Y bueno, entiendo que muchos no quieran hablar sobre este asunto, dado que es gracias a esquemas de corrupción como este que se pudo financiar tres intentos de golpe de Estado en los últimos tres lustros, lo que no puedo comprender es por qué la Justicia (¿Justicia?) tarda tanto en procesar a todos los sospechosos de este caso, cuya presencia en las calles es un riesgo por el cual se podría pagar caro en el futuro.

(*) Carlos Moldiz Castillo es politólogo