Guantánamo: la colonia olvidada
Con una superficie de 117 kilómetros cuadrados, en la Bahía de Guantánamo, situada a un extremo de la isla de Cuba, se alza desde 1903 el enclave estadounidense que alberga la Base Naval (GITMO) arrendada por el tratado Estrada-Roosevelt, luego de la guerra hispano-americana (1898) que terminó con la expulsión de los españoles y facilitó la independencia cubana, aunque también consintió simultáneamente la hegemonía americana, hasta el triunfo de la Revolución en 1959. Más adelante, Fidel Castro intentó —sin éxito— recuperar ese territorio, invocando el articulo 52 de la Convención de Viena (1969), puesto que la infame Enmienda Platt estaba incluida en su propia Constitución reglamentada; además, con la adopción de un ridículo alquiler anual de $us 5.000 que el gobierno revolucionario se niega a cobrar, aduciendo que aquella ocupación es ilegal.
Lamentablemente, desde 2002 esa base ya no se usa solamente para fines navales y/o militares, sino que se instaló allí un campo de detención carcelaria donde se encierra a los más peligrosos terroristas atrapados en Afganistán acusados de planificar y/o ejecutar el ataque del 9/11 a las Torres Gemelas en Nueva York. A ellos se añaden otros capturados durante las escaramuzas militares en Irak. La razón principal de utilizar Guantánamo como prisión y no otra en territorio americano, es para evitar que esos cautivos exijan el debido proceso conforme a las normas legales que rigen en los Estados Unidos. En esa instancia, los acusados podrían convertirse en acusadores de sus captores, probando su inocencia o dando a conocer los procedimientos inmorales empleados en su captura. Pero también hay otras motivaciones, tales como las sistemáticas sesiones de tortura que se aplican a los presos para extraerles declaraciones que ayuden en las pesquisas, modalidades vetadas por la ley que comprometerían la idoneidad de las agencias de seguridad y/o de ciertos estrados militares. En suma, se escapa del límite geográfico estadounidense para poder vulnerar su propio ordenamiento jurídico.
Recientemente el New York Times reveló ciertos casos personales que resultan emblemáticos para comprender increíbles dramas humanos, por ejemplo, la odisea del argelino Said bin Brahim bin Umran Bakush, sospechoso de ser un combatiente de Al Qaeda; a sus 52 años fue liberado luego de pasar 21 años de detención sin juicio ni prueba alguna de los cargos que se le imputan. Como él, aún quedan 30 prisioneros de los 780 que pasaron por esas celdas desde 2002. Actualmente, el presidente Joe Biden declaró su intención de cerrar esa mazmorra, empeño que pese a sus esfuerzos tampoco pudo cumplir Barack Obama. El dilema que confronta la Casa Blanca es que ningún país quiere aceptar el recibimiento de tan peligrosos personajes y si se los traslada a territorio americano, así sea a recintos carcelarios de alta seguridad, ellos tendrían que ser sometidos a sendos juicios con resultados impredecibles. Entretanto, la alternativa es mantener el status quo a un costo de $us 13 millones por hombre/año. Esta situación es sin duda una vergüenza para Washington, que impúdicamente siempre condena la existencia de similares campos en China o en Siria.
Ante esta contingencia, me parece que ha llegado el momento en que la Cuba revolucionaria ponga en acción sus estridentes proclamas contra el colonialismo y el imperialismo y reclame con firmeza la devolución de esos predios que hollan su suelo patrio para cometer graves atropellos contra los derechos humanos. Es más, Cuba podría convertir esas instalaciones en una Escuela Naval destinada a la formación de oficiales marinos, preferente pero no exclusivamente provenientes de países sin litoral.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.