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Oppenheimer: Visión y revisión

Es admirable la habilidad de los estadounidenses de crear héroes y villanos, las más de las veces en narrativas fictas que facilitan el tránsito de un estatus al otro. Es el caso del científico Robert Oppenheimer (1904-1967), al que se le atribuye la paternidad de la bomba atómica y sobre quien el conocido cineasta Christopher Nolan concibe y dirige la película del mismo nombre que en sus tres horas de duración pretende resumir el poder y la gloria en la biografía de su héroe. Para quienes hemos vivido intensamente el periodo de la Guerra Fría, la exaltación de Oppenheimer como la “persona más importante que ha existido… por ser el hombre que podría destrozar el mundo”, es cuando menos una exageración muy controvertida. Fueron justamente los bombardeos atómicos a Hiroshima (06/08/1945) y Nagasaki (09/08/1945) los hechos que despertaron en la opinión pública mundial el repudio a la guerra y el apoyo a la causa de la paz. Personalmente, cuando en 1966 visité Hiroshima, aún recorrían sus calles ostentando sus horribles cicatrices los sobrevivientes al holocausto que en unos minutos causó 214.000 víctimas letales e incontables heridos y tullidos irreparables, fruto de la ebullición de la tierra a 3.900 grados Celsius. Suficiente motivación para que la juventud de todos los confines planetarios militemos ardientemente por la paz, formando comités, participando en marchas, en foros, etc. Por todo ello, la película de Nolan despierta reacciones dispares. En el fondo Nolan, en su filme, sublima la alta calidad del físico norteamericano, alegando (cuándo no) su origen judío, como condimento en su azaroso tránsito de la fama hacia la infamia de ser sospechable de haber facilitado material sensitivo a los servicios soviéticos, recelo por el cual es investigado por el panel de seguridad de la Comisión de Energía Atómica que apoya su suspicacia en la curiosa circunstancia que tanto su esposa como su amante eran miembros del Partido Comunista, en típica incriminación del terror macartista imperante en esa época. Años después Oppenheimer fue reivindicado y condecorado por la Casa Blanca.

En la forma, la profusión de flashbacks en blanco y negro induce a la confusión para el espectador poco avisado en la historia de la Guerra Fría, amén de otras inexactitudes tales como la contextura robusta de un presidente Truman falsificado o el eterno abrigo que Albert Einstein luce en Princeton, en tiempos distintos. Las escenas eróticas en calistenia poco edificante para el excelso profesor de física cuántica resultan, ciertamente, superfluas. Tampoco pasa desapercibida la fiebre complotista de Nolan que achaca a Lewis Strauss (presidente de la Comisión de Energía Atómica) el haber remarcado durante las audiencias contra Oppenheimer la extraña simpatía del joven senador John F. Kennedy hacia el indiciado, detalle que fuera de pantalla Nolan habría asociado al asesinato de JFK siete años después. Finalmente, sorprende que el resultado logrado por sus esfuerzos, o sea la explotación exitosa de la bomba atómica (apodada Little Boy), no aparezca en el filme, proyectando el famoso hongo causante de tanta desgracia humana.

Sin embargo, si algún beneficio deja la película, es llamarnos a la reflexión en momentos en que la absurda guerra ruso-ucraniana podría llevar al planeta a una hecatombe tal, que ese conflicto fronterizo se convierta en la guerra final.

Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.