El evismo a pesar de Evo
Ni Bolívar se hubiera atrevido a reclamar lealtad luego de mostrar que la libertad era posible

Carlos Moldiz Castillo
Cuando Evo Morales fue derrocado por un golpe de Estado en 2019 muchos diagnosticaron el fin del evismo, quizá anticipadamente. El impacto que provocó la conquista del poder por un indígena con trayectoria sindical no era un hecho a ser subestimado en la historia de Bolivia, un país con antecedentes tan conservadores y enraizados en su cultura política que hacían impensable tal acontecimiento. Un hecho tan trascendental que incluso su propio protagonista estaba lejos de comprender a cabalidad. A partir de aquel día, todos eran factualmente iguales, incluso más allá de la ley, y ciertamente más allá de quien abrió la puerta.
Sus detractores esperaban que su alejamiento de la presidencia debilitara el mito de su ejemplo incluso a pesar de sus propios intereses de clase, razón por la cual recibieron a su sucesor electoral con más tolerancia de la que cabría esperar después de un gobierno de facto. Se dejaron engañar por sus prejuicios más vergonzosos, creyendo que el color de la piel del nuevo presidente podría conducir hacia una mayor empatía racial. Así de estrecha era su inteligencia.
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No obstante, las masas no renunciaron a su dominio sobre las calles y las urnas, y pronto los celosos guardianes del abolengo comprendieron que ya era tarde para tocar las puertas de los cuarteles, que sólo desenfundan sus armas cuando el oponente carece de toda legitimidad. No era el caso: más del 50% de la población había preferido arriesgarse a un futuro incierto que a un pasado que hasta Pizarro hubiera encontrado difícil de justificar.
Pero la situación resultaba en todo extraña incluso para el propio Evo, todavía cautivado por el reflejo del espejo y sus glorias pasadas. Muy pronto llegó a advertir que la maquina que despertó se movía por si sola, independientemente de quien estuviera en la cúspide del Estado. Ya no era el evismo limitado a Evo, sino el evismo más allá de Evo y a pesar de él. Como sucede siempre en la historia, el movimiento termina por comerse a sus propios hijos, sin ninguna consideración afectiva ni gratitud emocional. La lucha de clases requiere pragmatismo. Ni Bolívar se hubiera atrevido a reclamar lealtad luego de mostrar que la libertad era posible. En eso consiste, pues, ser libre: libre contigo o libre sin ti.
Las clases medias, en tanto, acostumbradas a recibir el poder por inercia, tampoco podían advertir la transformación cualitativa de la realidad. Ya no se trataba de masas confundidas guiadas por una dirigencia sobornable, sino de verdaderos creyentes en la movilidad social del capitalismo, que no es daltónico. Sólo unos pocos son demasiado estúpidos como para pensar en términos de blancos y morenos. Pronto ser burgués dejará de ser sinónimo de rubio y ojos azules, sino de pelo negro y párpados almendrados.
Por otro lado, y por mucho que los máximos representantes sindicales juraran lealtad a un proyecto o a un caudillo, todos sabían que una vez que el Estado entrara en crisis, serían ellos y sólo ellos quienes podrían enfrentarse a las armas. Todas las crisis previas terminaron en masacres, pero ninguna masacre se llevó alguna vez a un blanco en Bolivia. Tal vez en la Harrington. No es indios contra indios, sino indios contra todos los demás. Los hijos de Sopocachi pelean sus guerras en cafés, no con armas.
Sin embargo, una parte de la dirigencia todavía era incapaz de superar la emocionalidad que evocaba la imagen de su caudillo caducado, y se aferraron a su figura como si se tratará de la única salvación de un naufragio del que ya habían escapado hace mucho. Más temprano que tarde, comprendieron que estaban realmente solos, pero no solos de sí mismos. Aunque nunca se lo propusieron, aunque trataron de venderse a una tradición prebendal o a consignas de lealtad, eran por fin libres para escribir su propia historia. Ya dirá el futuro si será la historia de un fracaso o de una victoria.
Y así es como llegamos a nuestro actual predicamento. Ni el carisma de un líder ni el frío cálculo político de sus otrora seguidores tienen el peso suficiente como para inclinar la balanza hacia una solución definitiva, porque en definitiva este rompecabezas es más grande que cualquiera de sus fichas, que solas no valen nada, pero juntas al menos pueden darle algo de coherencia a un destino que para el resto del país carece de sentido.
(*) Carlos Moldiz Castillo es politólogo