Voces

Friday 6 Dec 2024 | Actualizado a 13:33 PM

Desatando los demonios

/ 23 de septiembre de 2023 / 00:34

El conflicto político está contaminando nuevamente y de una manera aún más peligrosa el proceso constitucional de renovación de las autoridades del Poder Judicial. El riesgo es la consolidación de un suprapoder en ese ámbito, que busque preservar sus propios intereses a cambio de prestar favores políticos e intervenir incluso en procesos cruciales de la democracia como son los que garantizan elecciones libres y competitivas.

La crisis del sistema judicial ya es un dato en el funcionamiento del Estado boliviano, fenómeno ya casi crónico que no podemos resolver desde hace décadas. La mayoría de los ciudadanos vamos aprendiendo a vivir en ese mundo disfuncional, pero, lo preocupante es que esa enfermedad sigue mutando a formas cada vez más riesgosas para la gobernabilidad del país.

Hay consenso en que la elección por voto de magistrados del Poder Judicial no ha mejorado en nada la situación. De igual modo, desde hace décadas observamos injerencias del poder político en la Justicia y la instrumentalización de decisiones judiciales en favor de intereses particulares.

El desorden político que se produjo desde 2019 parece haber complicado aún más la situación en la medida que los operadores judiciales descubrieron las delicias de una autonomía parcial y vieron cómo eran imprescindibles para los políticos de todo signo empeñados en destruirse con cualquier instrumento. Como en otros ámbitos, el debilitamiento del poder gubernamental y de los partidos favorecieron el potenciamiento de las corporaciones de todo tipo.

Es decir, los tratos entre políticos y operadores judiciales se volvieron más horizontales, el juego se complejizó, con poderes judiciales que pueden instrumentalizar en su favor los bajos deseos y miedos de los políticos. Y así llegamos a este momento, con una elección de altas autoridades del Poder Judicial bloqueada por una pantomima de movimientos de moros y cristianos que parecen conducir a una prórroga de las actuales autoridades del sector a cambio de quién sabe que compromisos inconfesables. A lo que se agrega una oleada de judicialización de todo tipo de decisiones y conflictos políticos de la que ya uno va perdiendo el hilo.

El problema es que ese jueguito no está aislado y está afectando incluso segmentos críticos del sistema democrático. Está, por ejemplo, interfiriendo cada vez más en la estabilidad del Órgano Electoral y en las garantías para que los futuros comicios se realicen en condiciones razonables. Por tanto, sus impactos y costos políticos se van acrecentando.

A ratos da la impresión que a los que andan en esos menesteres se les está pasando la mano, están exacerbando la incertidumbre, debilitando aún más una gobernabilidad que debe lidiar con un tiempo de insatisfacción social, desconfianzas en todas las instituciones y de dudas sobre la economía y ad portas de un proceso electoral que se pinta como el más competitivo desde hace décadas.

Todo eso puede acabar mal, un ejemplo reciente de ello es cómo los excesos en la intromisión política y judicial en el proceso electoral guatemalteco están derivando en una compleja crisis y en una descomposición acelerada del esquema de poder que esas intervenciones buscaban justamente preservar. Al final, la gente no es tonta, en todo hay un límite y toda acción tiene costos, particularmente las arbitrariedades de los que se creen todopoderosos.

Escenario no tan alejado de nuestra realidad, basta recordar que detrás de la convulsión de 2019 estaba nomás la molestia de muchos ciudadanos con un poder percibido como abusivo y al que había que ponerle límites. Factor psicosocial que tuvo una contribución significativa a las dinámicas de conflicto que vivió el país en ese horrible año. Y eso en un contexto económico y social mucho más estable que el actual. Estamos pues advertidos antes de que algún ocurrente decida terminar de abrir la caja de Pandora judicial que posiblemente libere a todos los demonios, los cuales puede que terminen incluso de comerse a los imprudentes brujos que los dejaron escapar, en una de esas vueltas del destino que tanto nos sorprenden. Al tiempo.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Tiempo suspendido

/ 5 de octubre de 2024 / 07:14

Mientras la política sigue embobada en confrontaciones, acusaciones y golpes de efecto sin ninguna perspectiva, el tiempo sigue transcurriendo y los problemas del país parecen suspendidos en un espacio vacío de ideas y esperanza. Este es, sin lugar a dudas, el mayor síntoma de la gravedad de la actual crisis.

Pasan los días y las elites políticas y mediáticas siguen distraídas en sórdidas peleas basadas casi únicamente en la suposición que destruyendo al adversario ganan algo, pensando que eso interesa a la ciudadanía, cuando al contrario la aleja de la política y profundiza su generalizado descreimiento en todas las dirigencias.

Así estamos, en conflictos políticos donde todos intentan matarse políticamente pero que, en el fondo, cambian muy poco los equilibrios de poder reales y sobre todo no tienen casi nada que ver con los problemas del país y las necesidades de la ciudadanía. Políticos canibalizándose sin ningún horizonte.

El deplorable conflicto del oficialismo es el mejor ejemplo de esa deriva: muchas vueltas, algunas de ellas impresentables, sin que eso modifique estructuralmente su bloqueo. El gobierno sigue erosionándose al ritmo de su incompetencia y falta de resultados, por mucho que haga desaparecer a Morales. Y ese dirigente parece incapaz de entender que los obstáculos para su ambición reeleccionista son enormes y costosos para su propia fuerza.

Al final todos pierden, incluyendo unas oposiciones tradicionales que no pueden ni siquiera aprovechar esa entusiasta autodestrucción de la izquierda para reposicionarse, indicio de su estructural debilidad y desconexión de la realidad. Así estamos, en el vacío político.

Mientras tanto, la cotidianidad nos muestra un cúmulo de problemas reales que no tienen soluciones fáciles y que aparte de utilizarse para seguir pegándose no generan discusiones públicas y menos aún propuestas políticas para su superación. Desde 2018, el país parece estar atrapado en una suerte de tiempo suspendido, en el que nada se mueve y muy poco se decide.

La cuestión es que esa dejadez está, en varios casos, exacerbando los disfuncionamientos económicos y sociales y los está haciendo aún más complejos de solucionar si en los próximos meses o años a alguien se le ocurre tratarlos con seriedad y sentido de Estado.

Basta ver el estado de la economía, sin ninguna decisión sobre un esquema cambiario que anda por ahí moribundeando, proyectos estratégicos como el litio en un limbo sin horizonte y con propuestas de futuro que se resumen a un ajuste a lo bruto, sin saber por dónde comenzar y si es viable, o ilusiones insostenibles sobre un modelo con evidentes signos de agotamiento.

De igual modo, los incendios nos han mostrado que los equilibrios socioambientales a la base de nuestro actual modelo de crecimiento económico se están desquiciando. Sin embargo, la cuestión parece resumirse a eliminar no sé cuántos decretos y buscar culpables del desastre, omitiendo que la cuestión de fondo es rediscutir el único modelo de acumulación económica que ha funcionado en Bolivia desde su nacimiento, el extractivo, y que es el que nos da que vivir.

Esas cuestiones no son fáciles de solucionar, exigirán complejos arbitrajes y acuerdos sociales para su canalización razonable, sino seguiremos lamentándonos con la tranquilidad de la buena consciencia, pero sin solucionar nada, como hasta ahora.

Cuando uno viaja por la región latinoamericana, es evidente que en todos los lugares hay creciente insatisfacción con la política y mucho estancamiento, en eso la pandemia y sus secuelas han afectado mucho. Pero hay movimiento, discusiones y avances, en cambio, siento que en Bolivia nos hemos detenido demasiado por nuestros conflictos.

No es que la sociedad este paralizada. Al contrario, sigue ahí sobreviviendo, adaptándose como puede a ese mundo incierto. Pero tampoco está logrando suficientes conversaciones colectivas, ni articulando ideas, de cualquier signo, para avanzar. Hay pues un problema de articulación colectiva, pero, digámoslo también con claridad, de falta de autoridad y liderazgo político.

Por esas razones, intuyo que de este vacío tarde o temprano emergerá una demanda potente por autoridad y orden estatal, ojalá que sean los actores democráticos los que la ofrezcan y recreen y no otras fuerzas.

Armando Ortuño Yáñez
es investigador social
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Morir matando

/ 21 de septiembre de 2024 / 07:47

Estamos en medio del enésimo episodio de la confrontación interna del MAS con su dosis diaria de furor, efectos de escena y manipulación mediática. Sin embargo, parece poco probable que cualquiera sea su desenlace, se solucionen los problemas de fondo que provocaron el conflicto. Sigue siendo un remedo de ch’ampa guerra en la que todos pierden para gran satisfacción de sus adversarios.

Lo paradójico es que los escenarios y dilemas de los dos principales protagonistas no son tan difíciles de describir. Otra cosa es que se los quiera ver pues, siempre será más cómodo creer lo que uno desea escuchar. El problema es que en algún momento la realidad los despertará de golpe mostrándolos en toda su desnudez.

Las dos facciones masistas pelean por el poder, es decir por una candidatura presidencial, en una organización que no está logrando gestionar su diversidad ideológica y particularmente las ambiciones legítimas, aunque divergentes de sus dirigentes.

Ahí empezó todo, degradándose al ritmo del desorden, mezquindad e inefectividad de unos y otros. Destruyendo a su paso, confianzas, gobernabilidad y un legado que no tenían derecho a dilapidar. Pero, ya pasó mucha agua bajo el puente y tanto Evo como Luis Arce llegan a este momento con algunas capacidades y montón de imposibilidades.

Evo ha demostrado que es un hueso duro de roer, que es capaz de resistir los embates del poder institucional y que está logrando aglutinar el apoyo popular y electoral del tercio de bolivianas y bolivianos que aún le son leales al masismo.

El fracaso gubernamental de Arce y una absurda comunicación que reutiliza y exacerba los peores prejuicios y argumentos del anti-masismo en estas semanas, están consolidando ese panorama.

Sin embargo, Evo tiene pocas posibilidades de revertir su inhabilitación, más allá de si esta sea legal o no, justa o injusta. Hay demasiados obstáculos institucionales y políticos que se lo impiden y su poder ya no es ilimitado. Ese es su drama y es, a estas alturas, lo que le queda al arcismo como esperanza.

Por su lado, Arce y su entorno siguen insistiendo, con gran empeño, en una lectura equivocada de la realidad. Piensan que su principal problema es Evo y que derrotándolo podrían construirse algún futuro político. Por eso están utilizando todos sus recursos en esa ingrata tarea.

No parecen entender que su debacle tiene que ver con la inefectividad de su gobierno y con el nivel de impopularidad que están acumulando por sus contradicciones e insensibilidades. Con Evo o sin él, eso no está cambiando. Que algunos fanáticos anti-masistas aplaudan sus mensajes comunicacionales en estos días, no les aporta nada, al contrario.

Así pues, ambos actores están instrumentando tácticas poco efectivas, uno no tiene condiciones para lograr su objetivo más preciado, el otro podrá, en el mejor de los casos, ganar algo de tiempo sin detener su derrumbe estructural. Pero lo grave es el daño que están haciendo a un proceso en el cual ambos aportaron ideales y esfuerzos y a la gente que confió en ellos.

Es pues una irresponsabilidad llevar al MAS y al país a estas encrucijadas. Aunque no hay muchas señales positivas, espero, al menos, que se evite una confrontación violenta que sólo los descalificará aún más a ojos de las mayorías.

Dicho lo anterior, voy a compartir un par de reflexiones frente a algunas descalificaciones a columnistas de este medio planteadas en un tono personal y medio difamatorio, al parecer por las ideas y posiciones que ponemos a su consideración.

Creo oportuno defender nuestro derecho, el de todos, de opinar de lo que se nos venga en gana, de intentar hablar de la política con todos sus matices y de escapar a los marcos y prejuicios que algunos censores de medio pelo nos quieren imponer. Lo que llama la atención no es la contradicción de ideas, pues justamente para eso uno se toma el trabajo de escribir, sino la creencia de algunas personas de que, si alguien no piensa como ellos, es porque está pagado u obtiene algún oscuro beneficio.

No voy a “aclarar” nada, aunque sea falso porque eso implica dar cuerda a tan triste manera de debatir, faltaba más. Los cuestionamientos ad hominen son tan poco liberales y democráticos que resulta grotesco que algunos de nuestros fans confundidos se justifiquen desde esas posiciones. Mientras tanto, volvamos a la política que es lo que interesa.

Armando Ortuño Yáñez
es investigador social.

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Creencias demográficas

/ 7 de septiembre de 2024 / 07:17

Estamos en un tiempo en que se tiende a creer solo en lo que ratifica nuestros deseos. Lo que los contradice es sospechoso o producto de alguna conspiración. Por tanto, nuestros esfuerzos no se concentran en analizar razones basadas en datos y menos aún en dejarnos sorprender por lo imprevisto, aunque esté sustentado, sino en seleccionar e insistir en argumentos que ratifican nuestras creencias.

Así avanza el debate sobre los resultados del censo, distrayéndonos de las cuestiones reales que esas estadísticas describen. Guerras al cohete que se sostienen porque hay intereses políticos. Resulta grotesco pensar en sus desenlaces, ¿“abrir todas las cajas” contando manualmente cada boleta censal con testigos de partidos y “cívicos”? ¿“anular el censo” para hacer otro hasta que sus resultados satisfagan a los que se sienten agraviados, que son prácticamente todos?

El corazón del conflicto es una política descompuesta que vive exclusivamente en función de la batalla electoral del 2025. El censo es para ellos únicamente un instrumento más para sacarse la mugre, como los incendios, los dólares y un largo etcétera.

Por lo pronto, intentemos alentar un debate sensato y prudente sobre los datos, por el momento parciales, pues, como ya se sabía, el resto de variables del censo estarán recién disponibles el próximo año. Los especialistas saben que será ahí donde se podrá verificar con gran precisión su consistencia técnica definitiva.

Tendríamos que estar reflexionando sobre la transformación sociodemográfica que esas cifras nos sugieren: el tránsito a un país con menor natalidad y mortalidad, por tanto con menor crecimiento de población, la desaparición de las clásicas fronteras urbano-rurales y la emergencia de conurbaciones con diversos estilos de urbanización, las nuevas practicas culturales de las clases medias o el protagonismo de las mujeres en la economía y los avances en sus autonomías.

Cambios, varios de ellos positivos y expresiones de una sociedad dinámica, que está avanzando, en la que se vive mejor que hace treinta años pese a todo, más integrada social, regional y étnicamente de lo que quisieran los que apuestan a su fractura.

Un país que tampoco es una excepción o una anomalía, que está experimentando a su modo procesos que ya pasaron en la región hace más de dos décadas. Es decir, lo extraño habría sido seguir creciendo en población a las mismas tasas del anterior siglo, como si nada hubiera pasado: la tasa de crecimiento anual intercensal entre 1992 y 2001 fue de 2,7%, de 1,7% entre 2001 y 2012 y de alrededor del 1% entre 2012-2022. La tendencia es clara.

Era previsible que la dinámica demográfica tenía que reducirse en las zonas urbanas centrales, pobladas mayoritariamente por clases medias y personas de mayor edad, mantenerse elevada o acelerarse en los conurbados urbano-rurales aledaños a los centros, donde hay aún mayor movilidad y migración interna, y reducirse en las zonas rurales más alejadas. Los datos lo ratifican.

Por ejemplo, la ciudad de La Paz ya evidenció esa tendencia en 2012 y se ratificó en este año, su población se reduce, lo cual se verifica con información de otras fuentes: en 2000, los establecimientos escolares de la ciudad albergaban a 234.000 estudiantes, en 2023 ese número se redujo a 185.000 según el Ministerio de Educación. Las mismas estadísticas muestran una desaceleración del crecimiento de la matricula desde 2016 en El Alto después de un gran salto y en Santa Cruz de la Sierra a partir de 2019.

Otro ejemplo: el padrón electoral, que ratifica grosso modo tendencias que algunas personas insisten en no creer: ya no somos una sociedad con gran número de niños y niñas, la población en edad activa y que puede votar está aumentando, como lo sugiere el dato censal de población contrastado preliminarmente con el padrón. En Perú y Ecuador, por tomar dos casos, la población mayor a 18 años representa el 70%, como ahora en Bolivia, y en Argentina 74%.

A todos esos fenómenos, los demógrafos le llaman transición demográfica. Por supuesto, esos razonamientos precisan ser confirmados, evaluados y contextualizados en los diversos escenarios socioterritoriales del país. Hay que hacerlo, si las discrepancias se refieren a esas preguntas, todos ganaremos, lo otro es instrumentalización política y pérdida de tiempo.

Armando Ortuño Yáñez
es investigador social.

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La izquierda y la economía

/ 24 de agosto de 2024 / 02:55

El discurso económico de las izquierdas bolivianas está a la defensiva. El deterioro y los desajustes de la economía están incentivando críticas intensas sobre la incapacidad de la actual gestión gubernamental en ese ámbito, pero también ataques a las orientaciones del modelo socioeconómico distributivo.

La reducción del gasto público como solución a todos los males se está volviendo un lugar común entre opinadores y políticos de todos los pelajes. La confusión ideológica es tan grande que personajes situados en la esfera de la izquierda, la colocan como la salida obvia del actual desarreglo. La mayoría de ellos, eso sí, sin claridad de lo que eso implica y de cómo podría ejecutarse.

Esa aversión “al déficit fiscal” se extiende, además, en muchos casos a la propia acción del Estado, calificada como necesariamente ineficaz y corrupta. La crítica viene tanto desde el populismo libertario, obnubilado en su primitivismo mileísta y en los delirios de la “escuela austriaca”, como de ciertos anarquismos alérgicos frente a cualquier autoridad estatal.

Evidentemente, la ineficacia del gobierno de Arce no ayuda mucho a la defensa de una visión que reivindica un papel crucial para el Estado en la regulación de la economía en función de objetivos de desarrollo y de justicia social. Es decir, el discurso económico de las izquierdas palidece e incluso se opaca totalmente frente a la corrupción de los funcionarios, la falta de orientación en las entidades gubernamentales y el despilfarro de los recursos públicos.

Por supuesto, siempre es más fácil identificar los excesos de cualquier orientación política para descalificarla en su conjunto por generalización. Algo de eso le paso al denominado “neoliberalismo” en las primeras décadas de este siglo y ahora le toca el turno al nacionalismo económico. Todo es pues contingente en el mundo de las ideas políticas.

Sin embargo, vayamos a lo que realmente importa, abandonemos esa insoportable pose melancólica e impotente de los intelectuales izquierdistas lamentándose todo el día ante la implosión del masismo y buscando saber cuándo se jodió realmente el proceso de cambio. No hay que perder tiempo, hay que actuar, renovarse en formas y sobre todo ideas.

Ese ejercicio pasa por una relectura de los cambios que Bolivia experimentó en estos 20 años, identificando sus luces y sobre todo sus sombras. Es el momento de reconocer los errores, los pequeños, grandes y enormes, los que se cometieron por inacción, pero de igual modo en los que se actuó con insistencia y alevosía.

Hay que reivindicar la regulación y la distribución de la riqueza como elementos para construir economías modernas, pero también sociedades más justas, sin que eso nos impida repudiar el mal uso de los recursos fiscales o la insistencia en intervenciones desordenadas y sin sentido.

Es decir, abogar por un protagonismo del Estado en la economía nos obliga a trabajar por mejores entidades públicas, con reglas claras, límites bien definidos, burocracias bien formadas, austeridad fiscal y claridad política sobre sus propósitos. Digámoslo, sin ninguna timidez, el mayor error del Estado Plurinacional fue su incapacidad de encarar una profunda reforma del Estado al ritmo que requería su propio éxito.

Incluso, demos un paso más, el fortalecimiento de la acción pública no debería ser, en ningún caso, una razón en sí misma. Debería estar siempre vinculado a metas relacionadas con la ampliación de las capacidades y la autonomía de los ciudadanos. Un país donde el Estado controla el 60% de la economía no es mejor por su gran dimensión o por la soberbia de los burócratas que la manejan, sino en la medida que eso aumenta las libertades de sus ciudadanos para lograr la vida que les satisfaga.

Estados que, por otra parte, no pueden desvincularse del funcionamiento de los mercados, que son, al final, expresiones de la estructura social en la que deben intervenir. Ahí están también límites ineludibles que deben considerarse.

En síntesis, el legado socioeconómico del Estado Plurinacional es bastante más significativo y valioso del miserable espectáculo que algunos de sus actuales gestores no están dando. Hay que volver a reivindicarlo con fuerza, pero con humildad, no por nostalgia, sino para proyectarlo hacia el futuro.

Armando Ortuño es investigador social.

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Apostando en la cornisa

/ 10 de agosto de 2024 / 01:20

Los actores políticos parecen seguir teniendo una confianza casi ciega en su capacidad para solucionar los problemas con golpes de efecto. Mientras más grande es el problema, más desmesurado es el conejo que sacan del sombrero para aturdir al espectador. A veces funciona, en otras solo posterga e incluso acelera el descalabro.

Hay que reconocer, para empezar, que finalmente el Gobierno decidió salir de la inercia en la que se encontraba desde hace unos meses. Quizás porque ya no tenía otra opción, había que enfrentar la brutal ofensiva especulativa sobre el dólar, la oleada de conflictividades oportunistas, la parálisis legislativa y la desvalorización acelerada de la imagen del primer mandatario.

El anuncio de un nuevo diálogo con los empresarios, el desdoblamiento del precio de la gasolina y el lanzamiento del triple referéndum le permitieron ocupar el espacio y recobrar la iniciativa. No obstante, como ya es costumbre, bastó unas horas para que todo se enrede, mostrando lo inestable que es la política basada únicamente en lo discursivo y la consabida ineptitud comunicacional del oficialismo.

Por lo pronto, casi tablas con algunos puntos en favor del Gobierno. Sin embargo, el juego sigue, plagado de incertidumbres debido a que el engendro parece demasiado artificial y porque persiste en los dos errores que vienen horadando, desde hace dos años, al gobierno de Arce: toda su estrategia se obsesiona con la eliminación electoral, a cualquier costo, de Evo Morales y sigue incurriendo en una subestimación de los problemas de la economía.

Sacar a Evo de la papeleta electoral es la única cosa clara del referéndum, pero sin darse cuenta que eso no garantiza que Arce pueda lograr su anhelada reelección y ni siquiera un fin de mandato en buenas condiciones. A medida que la economía se va desquiciando y el fastidio social aumenta, su sobrevivencia depende cada vez menos del futuro de Morales.

Aún más, a esta hora, la ruta abierta por el discurso presidencial está entrando en terreno brumoso: nadie sabe qué se preguntará exactamente y cómo será convocado con un mínimo de legalidad y legitimidad. Es decir, si se pensaba generar certidumbres, reconstruir una coalición que apoye al oficialismo y animar a la gente a votar, la cosa empieza mal.

Meter a los autoprorrogados como principales garantes del proceso, es audaz considerando que su credibilidad está destruida entre la mayoría de actores políticos y la ciudadanía. Alguien me dirá que eso no afecta porque al final hay que acatar la ley por más que sea “avalada” por operadores inescrupulosos, pero el problema es que luego la misma gente, descreída y emputada de tanto abuso, es la que tiene que votar de cierta manera para que el Gobierno gane algo.

Lo insólito es que ni siquiera está aún muy claro cuál es la combinación que le permitiría al Gobierno proclamar su éxito si el referéndum se realiza: ¿jubilar a Evo Morales?, no es lo mismo si se logra con 80%, 60% o 51% de votos; ¿aprobar o rechazar la subvención?, para empezar, habría que saber qué desea el Gobierno que se vote; eso sin mencionar el temita de los escaños que es la cuestión más tonta de las tres.

Mientras tanto, el anuncio está electoralizando el campo político, adelantando las maniobras de unos y otros, reviviendo a algunos actores, como los cívicos, alentando a los oportunistas para cobrar cuentas a cambio de votos y un largo etcétera de horrores.

Parece poco probable que en semejante torre de Babel aparezca la calma política que se requiere para estabilizar el escenario cambiario y de precios, a no ser que suceda un milagro en el diálogo con los empresarios. Por lo pronto, superado el episodio cambiario histérico con un dólar que aumentaba un boliviano cada día, el problema económico de fondo no tiene visos de solucionarse, quizás de atenuarse si el Gobierno finalmente se adecua a la realidad.

Por tanto, no es muy probable que lleguemos tranquilos a fin de año y al posible referéndum, lo cual inevitablemente genera incentivos para que ese evento se transforme en el momento ideal para juzgar a Arce y su gobierno. Para eso, bastará que las oposiciones sepan cómo resignificar las respuestas a la consulta con mala leche y creatividad, precipitando, si lo logran, incluso un final anticipado de la partida. Hagan sus apuestas.

Armando Ortuño es investigador social.

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