Desatando los demonios
El conflicto político está contaminando nuevamente y de una manera aún más peligrosa el proceso constitucional de renovación de las autoridades del Poder Judicial. El riesgo es la consolidación de un suprapoder en ese ámbito, que busque preservar sus propios intereses a cambio de prestar favores políticos e intervenir incluso en procesos cruciales de la democracia como son los que garantizan elecciones libres y competitivas.
La crisis del sistema judicial ya es un dato en el funcionamiento del Estado boliviano, fenómeno ya casi crónico que no podemos resolver desde hace décadas. La mayoría de los ciudadanos vamos aprendiendo a vivir en ese mundo disfuncional, pero, lo preocupante es que esa enfermedad sigue mutando a formas cada vez más riesgosas para la gobernabilidad del país.
Hay consenso en que la elección por voto de magistrados del Poder Judicial no ha mejorado en nada la situación. De igual modo, desde hace décadas observamos injerencias del poder político en la Justicia y la instrumentalización de decisiones judiciales en favor de intereses particulares.
El desorden político que se produjo desde 2019 parece haber complicado aún más la situación en la medida que los operadores judiciales descubrieron las delicias de una autonomía parcial y vieron cómo eran imprescindibles para los políticos de todo signo empeñados en destruirse con cualquier instrumento. Como en otros ámbitos, el debilitamiento del poder gubernamental y de los partidos favorecieron el potenciamiento de las corporaciones de todo tipo.
Es decir, los tratos entre políticos y operadores judiciales se volvieron más horizontales, el juego se complejizó, con poderes judiciales que pueden instrumentalizar en su favor los bajos deseos y miedos de los políticos. Y así llegamos a este momento, con una elección de altas autoridades del Poder Judicial bloqueada por una pantomima de movimientos de moros y cristianos que parecen conducir a una prórroga de las actuales autoridades del sector a cambio de quién sabe que compromisos inconfesables. A lo que se agrega una oleada de judicialización de todo tipo de decisiones y conflictos políticos de la que ya uno va perdiendo el hilo.
El problema es que ese jueguito no está aislado y está afectando incluso segmentos críticos del sistema democrático. Está, por ejemplo, interfiriendo cada vez más en la estabilidad del Órgano Electoral y en las garantías para que los futuros comicios se realicen en condiciones razonables. Por tanto, sus impactos y costos políticos se van acrecentando.
A ratos da la impresión que a los que andan en esos menesteres se les está pasando la mano, están exacerbando la incertidumbre, debilitando aún más una gobernabilidad que debe lidiar con un tiempo de insatisfacción social, desconfianzas en todas las instituciones y de dudas sobre la economía y ad portas de un proceso electoral que se pinta como el más competitivo desde hace décadas.
Todo eso puede acabar mal, un ejemplo reciente de ello es cómo los excesos en la intromisión política y judicial en el proceso electoral guatemalteco están derivando en una compleja crisis y en una descomposición acelerada del esquema de poder que esas intervenciones buscaban justamente preservar. Al final, la gente no es tonta, en todo hay un límite y toda acción tiene costos, particularmente las arbitrariedades de los que se creen todopoderosos.
Escenario no tan alejado de nuestra realidad, basta recordar que detrás de la convulsión de 2019 estaba nomás la molestia de muchos ciudadanos con un poder percibido como abusivo y al que había que ponerle límites. Factor psicosocial que tuvo una contribución significativa a las dinámicas de conflicto que vivió el país en ese horrible año. Y eso en un contexto económico y social mucho más estable que el actual. Estamos pues advertidos antes de que algún ocurrente decida terminar de abrir la caja de Pandora judicial que posiblemente libere a todos los demonios, los cuales puede que terminen incluso de comerse a los imprudentes brujos que los dejaron escapar, en una de esas vueltas del destino que tanto nos sorprenden. Al tiempo.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.