Rompecabezas
El panorama político sigue incierto y no hay señales de que se aclare hasta las elecciones de 2025
Durante más de un decenio, la ecuación de la gobernabilidad en Bolivia estaba relativamente resuelta. Se basaba en la hegemonía política del MAS, circunstancia que para algunos podía ser desagradable pero que tenía la ventaja de definir con cierta claridad los roles de cada uno de los actores. Era un contexto cómodo y bien cuadriculado, cada uno tenía su espacio y operaba en base a certezas y con escasa responsabilidad sobre las consecuencias de sus actos.
El fin de ese mundo estaba escrito desde hace mucho, aunque no quisiéramos reconocerlo, es de raíz estructural y está asociado, en primer lugar, al debilitamiento de las lealtades electorales de cientos de miles de votantes de los dos bloques, particularmente en el predominante, es decir en el nacional-popular masista, pero también con la emergencia de actores institucionales y sociales con mayor poder y capacidad de incidencia autónoma en el Estado.
El conflicto interno del MAS con sus consecuencias en términos de ausencia de una mayoría parlamentaria estable y una evidente ruptura en la cohesión de los sindicatos campesinos, su base histórica, parece ser, entonces, solo la consagración de un proceso más amplio de erosión del poder de los actores políticos tradicionales y nuestra entrada al universo de la incertidumbre.
Hoy la gobernabilidad se (re)construye parcialmente en barrocas negociaciones y transas parlamentarias, que nadie quiere reconocer ni transparentar, en la instrumentalización de las organizaciones sociales a cambio de espacios de influencia y prebendas o en la aguda judicialización de la política que refuerza el juego propio de los operadores del sistema judicial. Los políticos creen que así se consolidan en el poder, pero, al contrario, están hilando una red de intereses que a mediano plazo los aprisionará y les cobrará caro su apoyo.
Quiero precisar que no soy un nostálgico de la hegemonía, ya fue y no volverá, aún más, estoy convencido que hacerse cargo de la complejidad socioeconómica del país y de los cambios que experimentamos en los últimos decenios, implica pensar en una gobernabilidad pluralista, tolerante y democrática. El problema es que tenemos ahora pocas ideas de la naturaleza de ese nuevo artefacto y sobre todo acerca de sus instrumentos concretos, los actores y las dirigencias que los impulsarán.
El problema es que en este desordenado interregno hay una serie de graves problemas económicos e institucionales que se están acumulando y que no podemos eludir. Se precisa pues de un mínimo de decisión y acuerdo, quizás no para resolverlos, por su complejidad, sino, al menos, para canalizarlos sin rupturas o costos excesivos para la nación. Quedan aún dos años de gobierno y su ruta parece, cada día, más tortuosa y difícil.
Frente a ese reto, el panorama político sigue incierto y no hay señales de que se aclare hasta las elecciones de 2025, donde necesariamente se van a rebarajar las cartas del juego. Por lo pronto y más allá de las declaraciones altisonantes de unos y otros, la cuestión del control del MAS parece empantanarse en una maraña de decisiones judiciales y procedimentales que posiblemente hagan imposible su resolución ordenada en el corto plazo, contaminando todo y absorbiendo energías gubernamentales y partidarias que urgen en otros ámbitos.
Al mismo tiempo, las rupturas y contradicciones en la Asamblea Legislativa se están volviendo la norma, no hay mayoría clara y los arreglos oscuros para hacerla funcionar a fórceps tampoco auguran que se logre establecer un clima mínimo de respeto y cooperación para que las cosas avancen sin dramatismos y constantes peleas.
En vez de transparentar y discutir paciente y abiertamente las contradicciones, pero también las convergencias programáticas o de intereses entre los varios bloques pseudo oficialistas y opositores, la vía elegida parece ser la negociación por debajo, la queja y la confusión ideológica. Eso resuelve poco y mal, aumenta la radicalización, bloquea y destruye la imagen pública de la institución. De igual modo, la instrumentalización grosera de la Justicia puede producir resultados en el corto plazo, pero en el mediano alienta el descreimiento de los ciudadanos.
Esto último no es algo menor y las dirigencias no deberían obviarlo, no estamos, a escala global, en tiempos de tolerancia y sumisión de los ciudadanos frente a políticos que hacen cualquier cosa por el poder. Al contrario, hay señales de irritación social y malestar generalizado. Cuidado que la “nueva gobernabilidad” venga por otro lado, no como una reconstrucción al mando de las actuales dirigencias sino desde la bronca con todos y la insurgencia electoral. Al tiempo.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.