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Control Obrero

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José Pimentel Castillo

El 6 de noviembre se conmemoró 57 años de la muerte de Federico Escóbar Zapata, quien fue dirigente minero, ocupando el cargo de Control Obrero en el Sindicato de Siglo XX. Su historia y ejemplo han sido menospreciados por los triunfadores que tienen el privilegio de escribir la historia oficial, sin embargo, ésta, como ciencia, no se estanca y cada día surgen nuevas interrogantes. Hoy, en tiempos de desafíos históricos, vale recordar la experiencia del Control Obrero en la Comibol, como arma para la independencia económica del país, de cuyo derrotero los obreros tienen que ser sus protagonistas y guardianes.

El Control Obrero, con derecho a veto, fue parte del decreto de la nacionalización de las minas. La lucha sacrificada de los mineros había logrado el objetivo histórico pero su éxito no podía dejarse en manos de quienes no eran sus progenitores: directores, gerentes, ingenieros, contadores, etc. El cambio de propietario de las minas no traspasaba el control de la producción a ese ente invisible, el Estado; la retenía la misma burocracia que había servido a los barones del estaño. Este dilema se pretendió superar con el Control Obrero.

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La producción industrial es un encadenamiento de operaciones diversas, su división y coordinación están dirigidas por la parte técnica; el obrero es un elemento más de la máquina, su acción la determina el ritmo de ésta, se despersonifica. ¿El régimen disciplinario de la explotación capitalista se debe mantener en un régimen de producción estatal?: la respuesta es no, la disciplina tiene que surgir de la conciencia del obrero con el fin de lograr objetivos comunes, entre la empresa y los obreros. Sin embargo, no basta la racionalidad, hay que enfrentar conductas culturales: “el técnico ordena y el obrero obedece”, así los problemas eran cotidianos; Federico censuraba la acción despótica de un encargado que castigaba a un obrero redoblando la jornada sin garantizarle su comida, igual al obrero que descuidaba sus responsabilidades o se dedicaba al juqueo, acción explicable contra la explotación patronal, pero no en una empresa de los trabajadores.

Si los problemas eran urticantes en la producción, eran peores en la oficina central, donde tenían que lidiar contra Patiño, Hochschild y Aramayo que habían recurrido a tribunales internacionales a defender sus “derechos”. La burocracia claudicó ante los pedidos de indemnización y la provisión de concentrados de estaño a las fundiciones de Patiño, postergando el anhelo de fundir en el país e iniciar el proceso de industrialización. Por otro lado, la empresa fue perdiendo agilidad para solucionar los problemas logísticos como la adquisición de repuestos y herramientas, dando este privilegio a la célula de importadores del MNR, sin experiencia ni conocimientos; ellos se aprovecharon de un mercado cautivo, disponiendo de los dólares baratos generados por la empresa estatal.

Las denuncias del Control Obrero no tenían eco, al contrario, cada vez se consolidaba el hecho que la empresa estatal fungía de capital original para la burguesía nacional, a costa de descuidar las operaciones productivas. Esta visión enmascarada en planes de racionalización y rehabilitación anuló el Control Obrero, dejando en manos del poder político y la tecno-burocracia los destinos de la empresa creada por los trabajadores.

No es que el Control Obrero no haya tenido dificultades y distorsiones, la primera fue la supeditación de esta arma de los trabajadores a los intereses de la burocracia, la que, prevalida del consabido “son los que saben”, imponía sus razonamientos o utilizaba los mecanismos del poder, la prebenda, para neutralizar cualquier resistencia. De esta acción, defender y mejorar la empresa estatal, fue surgiendo una nueva generación que identificó claramente al imperialismo como enemigo principal para evitar que Bolivia entre en el camino de la industrialización y a la burocracia como su instrumento.

La experiencia de este período llevó a que, recuperada la democracia, se ensayara la cogestión obrera (1983), creando los comités de empresa desde abajo para que dirijan y desarrollen las operaciones mineras, cuidando los costos, evitando los gastos superfluos, cortando privilegios, mejorando las condiciones de trabajo y logrando una redistribución de las utilidades, entre la empresa, el Estado y los trabajadores. La experiencia no pasó de un triunfo político, inviabilizada por el proceso inflacionario, donde un kilo de carne costaba más que uno de estaño.

El proceso de cambio rescató la memoria histórica cuando, al recuperar las minas y la Comibol, dispuso la presencia obrera en los directorios de las empresas; sin embargo, repitiendo la historia, fueron engullidos por la burocracia y se convirtieron en instrumentos, si no cómplices, de la situación de crisis en que se encuentran las empresas estatales mineras hoy.

(*) José Pimentel Castillo fue dirigente sindical minero