El mundo de las flores
La última columna de Carlos Villagómez en LA RAZÓN, a través de la Fiesta de las Ñatitas, nos lleva de la mano por el laberíntico camino de la comprensión del circuito de la existencia. Las Ñatitas son cráneos humanos adoptados por personas o familias como símbolo de una protección desde la muerte, un gesto cultural que da cuenta de que, en nuestro territorio, “vida y muerte son un eterno devenir cíclico”.
Esta lectura fue un puente directo a los cementerios, sobre todo en estos días. En Todos los Santos recibimos a nuestros seres queridos que partieron en cuerpo en el centro de nuestros hogares con escaleras y caballos de panes. Les tendemos alfombras de flores y después de ofrecerles sus platos favoritos, los bañamos en dulce, compartimos singani, agua, café y, mirando sus fotos, los devolvemos con recuerdos a este mundo, les decimos cuánto los amamos y reafirmamos nuestra esperanza de estar juntos nuevamente.
De la casa nos vamos a los cementerios, unos con lo servido en las mesas, otros solo con flores, pero allí nos encontramos, en los cementerios tradicionales o en los nuevos predios, en medio de vastos jardines. Y allí se termina de armar la celebración, una fiesta interior que se inicia con la limpieza del nicho, con el brillo de la inscripción sobre la piedra, renovando el candadito de la puerta de vidrio, el podado del pasto que quiere avanzar sobre la lápida, las flores frescas que acaban de tomar una ducha… Todo esto no es más que el mantel limpio y colorido para ofrecer una botellita de Coca Cola, una bolsa de maíz tostado, un chupete de uva, pasank’allas tricolor, un singani en miniatura, un par de naranjas. Son rituales que han entrado con el permiso de nuestras creencias a los nuevos cementerios más pitucos. No importa que las empresas privadas sugieran los marcos y las formas; los familiares de quienes descansan en esas tumbas van a imponer las formas que tienen el cariño, los cimientos del puente con ese otro estado de la vida, la estética que hará de cada sepultura un lugar único, como la vida misma de quien allí recibe la presencia de los suyos.
Hace un par de domingos nos organizamos para ir juntas. Así, mi amiga me llevó a un sector más alto, más cerca del cielo paceño, más visitado por unos pájaros blancos que aguardaban seguramente acceder a las migas de una que otra t’antawawa. “Qué lindo está este sector”, le dije con sana envidia. “Sí, aunque aquí es más ‘populachito’”, respondió mientras terminaba de jabonar la lápida de su mamá. Y así, fue solo después de esa observación que me puse a observar. Y como escritor que pasea un campo santo para encontrar los nombres de sus personajes, desfilaron delante de estos ojos asombrados los nombres, los apellidos, las fotografías, las inscripciones, las decoraciones, el tipo de flores, las formas sobre las sepulturas, los molinos de viento con y sin brillos, los osos de peluche, los vasos de agua o alcohol, todos elementos que se leen desde la sociología y, a veces mejor, desde nuestro sentido común o desde la enciclopedia de nuestra bolivianidad. Allí están. Una señora Mamani, retratada con su sombrero de chola, al lado de su marido elegante, recordados ambos con flores pintadas de azul, con agua y gaseosa, descansan al lado de un señor de apellido compuesto, sin fotografía, con rosas blancas muy sobrias que acaba de dejar su hija, que llegó silenciosa y protegida por enormes gafas de marca. Nada que ver con esa otra familia que desembarcó con la perrita y todo, comentando y riendo, haciendo de su visita una verdadera tarea comunitaria. Así, en nuestro último descanso físico, nuestros vecinos pueden ser del mundo “populachito” como pueden venir de la élite del pueblo. Es fácil imaginar que cuando los vivos dejan a sus seres en medio de flores y recuerdos, el mundo espiritual se desplaza sobre la tarde madura y bajo la luna. Las rejas del cementerio ya están cerradas y allí se encuentran, se comunican, y derrumban los muros que en esta vida los mantuvieron alejados, con una mirada prejuiciosa, discriminadora o racista. Allí están más allá de las limitaciones del mundo de carne y hueso, están más allá de los esquemas castrantes de la existencia material. A diferencia de lo que creía Felipe Quispe, es muy posible que los indios, los q’aras, las cholas, las cunumis tejan otras relaciones entre las margaritas frescas y los floreros vacíos y abandonados. Ellos y ellas allí entienden a cabalidad que, al final del día, somos todos iguales. Saben que, aunque la mano no esté ya, la caricia quedará por siempre. Saben que la caricia no muere. Saben que la muerte no existe.
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Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.