Voces

Monday 13 Jan 2025 | Actualizado a 22:31 PM

El mundo de las flores

/ 19 de noviembre de 2023 / 00:42

La última columna de Carlos Villagómez en LA RAZÓN, a través de la Fiesta de las Ñatitas, nos lleva de la mano por el laberíntico camino de la comprensión del circuito de la existencia. Las Ñatitas son cráneos humanos adoptados por personas o familias como símbolo de una protección desde la muerte, un gesto cultural que da cuenta de que, en nuestro territorio, “vida y muerte son un eterno devenir cíclico”.

Esta lectura fue un puente directo a los cementerios, sobre todo en estos días. En Todos los Santos recibimos a nuestros seres queridos que partieron en cuerpo en el centro de nuestros hogares con escaleras y caballos de panes. Les tendemos alfombras de flores y después de ofrecerles sus platos favoritos, los bañamos en dulce, compartimos singani, agua, café y, mirando sus fotos, los devolvemos con recuerdos a este mundo, les decimos cuánto los amamos y reafirmamos nuestra esperanza de estar juntos nuevamente.

De la casa nos vamos a los cementerios, unos con lo servido en las mesas, otros solo con flores, pero allí nos encontramos, en los cementerios tradicionales o en los nuevos predios, en medio de vastos jardines. Y allí se termina de armar la celebración, una fiesta interior que se inicia con la limpieza del nicho, con el brillo de la inscripción sobre la piedra, renovando el candadito de la puerta de vidrio, el podado del pasto que quiere avanzar sobre la lápida, las flores frescas que acaban de tomar una ducha… Todo esto no es más que el mantel limpio y colorido para ofrecer una botellita de Coca Cola, una bolsa de maíz tostado, un chupete de uva, pasank’allas tricolor, un singani en miniatura, un par de naranjas. Son rituales que han entrado con el permiso de nuestras creencias a los nuevos cementerios más pitucos. No importa que las empresas privadas sugieran los marcos y las formas; los familiares de quienes descansan en esas tumbas van a imponer las formas que tienen el cariño, los cimientos del puente con ese otro estado de la vida, la estética que hará de cada sepultura un lugar único, como la vida misma de quien allí recibe la presencia de los suyos.

Hace un par de domingos nos organizamos para ir juntas. Así, mi amiga me llevó a un sector más alto, más cerca del cielo paceño, más visitado por unos pájaros blancos que aguardaban seguramente acceder a las migas de una que otra t’antawawa. “Qué lindo está este sector”, le dije con sana envidia. “Sí, aunque aquí es más ‘populachito’”, respondió mientras terminaba de jabonar la lápida de su mamá. Y así, fue solo después de esa observación que me puse a observar. Y como escritor que pasea un campo santo para encontrar los nombres de sus personajes, desfilaron delante de estos ojos asombrados los nombres, los apellidos, las fotografías, las inscripciones, las decoraciones, el tipo de flores, las formas sobre las sepulturas, los molinos de viento con y sin brillos, los osos de peluche, los vasos de agua o alcohol, todos elementos que se leen desde la sociología y, a veces mejor, desde nuestro sentido común o desde la enciclopedia de nuestra bolivianidad. Allí están. Una señora Mamani, retratada con su sombrero de chola, al lado de su marido elegante, recordados ambos con flores pintadas de azul, con agua y gaseosa, descansan al lado de un señor de apellido compuesto, sin fotografía, con rosas blancas muy sobrias que acaba de dejar su hija, que llegó silenciosa y protegida por enormes gafas de marca. Nada que ver con esa otra familia que desembarcó con la perrita y todo, comentando y riendo, haciendo de su visita una verdadera tarea comunitaria. Así, en nuestro último descanso físico, nuestros vecinos pueden ser del mundo “populachito” como pueden venir de la élite del pueblo. Es fácil imaginar que cuando los vivos dejan a sus seres en medio de flores y recuerdos, el mundo espiritual se desplaza sobre la tarde madura y bajo la luna. Las rejas del cementerio ya están cerradas y allí se encuentran, se comunican, y derrumban los muros que en esta vida los mantuvieron alejados, con una mirada prejuiciosa, discriminadora o racista. Allí están más allá de las limitaciones del mundo de carne y hueso, están más allá de los esquemas castrantes de la existencia material. A diferencia de lo que creía Felipe Quispe, es muy posible que los indios, los q’aras, las cholas, las cunumis tejan otras relaciones entre las margaritas frescas y los floreros vacíos y abandonados. Ellos y ellas allí entienden a cabalidad que, al final del día, somos todos iguales. Saben que, aunque la mano no esté ya, la caricia quedará por siempre. Saben que la caricia no muere. Saben que la muerte no existe.

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Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista. 

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Las palabras y su visa

¿Cuántos bolivianos se sentirán emocionados con el ingreso al libro gordo de la lengua del vocablo ‘charquicán’?

Claudia Benavente

/ 5 de enero de 2025 / 06:02

Esta A tenía que decidir si este domingo volvía a acercarse a la miseria de la política boliviana en tiempos de magistrados autoprorrogados y lo que queda de paciencia en la gente que vive entre filas, inflación y restricciones, o si más bien lamentaba con impotencia femenina la forma cómo comenzamos el 2025, con la vida apagada de Sandra, en San Julián, por la violencia machista o si, finalmente, se sumaba a la bronca de la hinchada stronguista por el descalabro desatado este viernes en nuestra sede de Achumani cuando entre policías y periodistas, se desataba una escandalosa pelea entre dirigentes, con la justicia y la interesada Federación Boliviana de Fútbol de por medio. O sea, era una competencia de tres tipos de indignación. Sin embargo, esta A que es boliviana, mujer y stronguista, ya no encontró, en pleno estreno de año, más palabras para prolongar lamentos bolivianos, femeninos y stronguistas debido a que, de tan larga y necia crisis política y económica, de tantos crueles asesinatos de mujeres humildes que dejan a tantos niños en absoluta soledad, de tantos secuestros y abandonos fuera y dentro de la cancha al club de mi papá, a mi tierno tigre, las palabras se vaciaron, los verbos se secaron, los adjetivos se rompieron y la rabia quedó muda.

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Así, la A propuso hablar de las palabras mismas. No de las que no encontramos para este tiempo de desesperanza, no de las palabras que no alcanzan para describir la desilusión, sí de las palabras que lograron su visa para entrar al “gran diccionario”. Como dijo un colega, “hace semanas que publicamos la nota”. Verdad. Sin embargo, unas pocas semanas no bastan para masticar y digerir los nuevos ingredientes de la enorme y cambiante sopa de letras que es el diccionario de nuestra lengua castellana (¿o prefiere usted “española”?). La Real Academia Española (RAE) admitió más de 4000 nuevos términos. En verdad, se trata de palabras que nacieron y crecieron en el uso de los hablantes (y pensantes y sintientes y escribientes y escribidores y escritores) sin el permiso real y dorado de la Academia. La diferencia es que hoy cuentan con un carnet de identidad. O con visa para un sueño.

¿Cuántos bolivianos se sentirán emocionados con el ingreso al libro gordo de la lengua del vocablo “charquicán”? A muchos nos alegrará a condición de que entre con los huevos bien puestos y bien grandes y dos pedazotes de queso con los bordes bronceados. ¿Cuántos argentinos recibieron, con un grito de gol, hace un tiempo ya, el ingreso al arco de los significados compartidos el verbo “gambetear”? Con seguridad hubo que hacer una gambeta a los impulsos conservadores de un mundo de la lengua que no cede fácil a las manganetas de los usos idiomáticos en cada rincón de este universo panhispánico donde las palabras ya cruzaron, en absoluta clandestinidad, las fronteras de los países. De lo contrario, no podría una cochabambina decir que su amigo chukuta pico verde es un gil o un cholo limeño decir que lo desmadraron los que ayer fueron sus cuates.

Lo cierto e inmodificable es que las lenguas son como el agua. Encuentran inexorablemente el camino para transitar y abrirse paso allí donde no hay el pavimento de lo admitido. Por lo mismo, a nadie en nuestro país le quita el sueño que la RAE le selle la visa a la palabra “trameaje”, que solo le quita el sueño a quienes no les alcanza para pagar dos pesos más hasta su barrio. Por lo mismo, aunque muchos queremos que se borre del mapa la palabra “autoprorrogados”, será parte de nuestro debate público y Espada junto a Hurtado pueden mañana sacar una sentencia constitucional que incluya esta palabra clave en la R.A.E: “mecanismo para gobernar en medio de la desinstitucionalización”. Por lo mismo, nos importa menos que el vocablo marraqueta esté ya en el libro que los panaderos amenacen con su desaparición de las tiendas; nos importa más el precio de las polleras en la Garita que la definición de “chola” en el diccionario; nos importa más el precio de la carne a fin de año que la ausencia de la palabra “picana” en la biblia panhispánica que poco dice sobre los condimentos de la verdadera picana que sin cuestionamientos es la de mi abuela y la de mi madre.

Con todo, no es un dato menor la cantidad interminable de quechuismos y aymarismos que sobrevivieron a la colonización y que hoy se imponen en el diccionario de los caballeros (como la palabra “cancha”, futboleros del mundo). Se llama resistencia. Se llama glamour. Pero qué le importan estos números al “minibusero” que baja navegando en sus cumbias desde el Cementerio. Como cantó la más argentina de todas y la maestra entre maestros, Tita Merello: Si me gano el morfi diario, qué me importa el diccionario, ni el hablar con distinción, llevo un sello de nobleza, soy porteña de una pieza, tengo voz de bandonéon.

(*) Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista

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De analistas, duendes y otros demonios

El paisaje no está completo si no vemos el marco que cada pieza periodística construye.

Claudia Benavente

/ 22 de diciembre de 2024 / 09:02

Érase una vez, en la Redacción de un periódico, en un lejano país en crisis económica, un periodista que comentó casi riendo: «Anoche, en la televisión, cuando presentaban al analista, en el pie de pantalla le pusieron ‘Director de medios estatales’; pasaron pocos segundos para que lo cambiaran por el perfumado letrerito de ‘analista'». No es el único caso en este mágico mundo del análisis político y económico. Hace una semana, otro medio televisivo también daba paso al análisis de un rostro nuevo (o renovado) que, una semana después, aparecía en las fotos de redes sociales como parte del equipo del irreversible candidato a la presidencia, Tuto Quiroga. De maneras similares encontramos a exautoridades del Banco Central, a actuales asesores de gobierno, a exministros de presidentes contrarios al actual, a periodistas con clara posición política, a viejos actores políticos… Nos queda claro que los medios de comunicación no van a exigir un carnet de virginidad a cada uno de sus analistas cada vez que requieran de una interpretación informada sobre determinados sucesos de la coyuntura. Queda también claro que nada les impide, por honestidad con sus audiencias, presentar a sus analistas especificando su formación académica y, sobre todo, de dónde vienen, para entender mejor desde dónde hablan.

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El paisaje no está completo si no vemos el marco que cada programa de televisión, cada espacio radial o cada pieza periodística construye. Ni hablar de las incontables metamorfosis que se presentan en el universo de las redes sociales. Son marcos en los que cada periodista, productor, comunicador o influencer muestra la hilacha o muestra de qué madera está hecho. O se aferra a su honestidad intelectual y dibuja la frontera entre el dato, la interpretación, el análisis y la opinión, dando cuenta de quiénes son los actores de su producto mediático, o bien se abandona en los brazos del cachivache. Esta semana resbalé en un programa de televisión en el que se presentaba a Evo Morales como delincuente ya juzgado; luego se presentaban las declaraciones de una abogada de Morales, a tiempo de afichar en la pantalla una foto poco feliz de la defensora al lado del acusado. La imagen invitaba a hacer maliciosas interpretaciones. Acto seguido en el numerito, se dio paso a la entrevista con una representante indígena a la que, después de poner sobre su mesa los nefastos antecedentes enumerados y casi juzgados por el presentador del programa, las declaraciones editadas de la abogada y la fotografía de la misma con el acusado, se le preguntaba: «Usted, como mujer, ¿qué le dice a Evo Morales?». No tengo que contarle cómo siguió la entrevista. El punto es que no se trata de Evo Morales. Puede ser Tuto Quiroga, Manfred Reyes Villa, Marianela Prada, un diputado de cualquier pelaje o un jugador de fútbol en desgracia. El punto es la comodidad con la que ciertos medios o ciertos programas o ciertos periodistas construyen su producto. Comodidad se puede traducir, en esta columna, como agenda propia o franca malintención con pollera de periodismo.

Afortunadamente, la moneda siempre lleva dos caras. En este caso, la otra cara de estos ejercicios de alto riesgo mediático es la cara que pone la gente cuando mira el resultado en sus pantallas o escucha en sus dispositivos modernos. Una parte son justamente las caritas felices porque acuden a esos medios, a esas voces públicas para recibir lo que alimente su visión de la realidad, lo que la reafirme. Las otras pueden ser caritas enojadas porque esperan el relato opuesto en una cancha social otra vez polarizada. Finalmente, y no menos importante, están las caritas que miran con cierto asombro y media sonrisa las formas cómo se edifican ciertos contenidos, sabiendo que detrás de esas informaciones, análisis, entrevistas u opiniones, se pasean algunos duendes de dudosas intenciones.

(*) Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.

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Si no lo sientes, no lo entiendes

Claudia Benavente

/ 8 de diciembre de 2024 / 06:01

Esto es sobre periodismo y fútbol. La Fundación Friedrich Ebert convocó a periodistas, comunicadores y afines al ala de los medios a un intercambio en torno al protagonista de los últimos tiempos: la desinformación como presencia perturbadora. Para disparar el diálogo, los investigadores Omar Rincón y Ester Borges plantearon un par de problemáticas basadas en los peligros de la difusión de la información falsa, más en tiempos electorales y de eliminación de los adversarios. Varios estudios confirman que la gente ya no quiere ver noticias porque se habla de política. También porque periodistas y presentadores se han convertido, sin poder contenerse, en actores políticos que pelean, o creen dar pelea a los personajes de la política atacando a ciertas figuras desde los enfoques de sus noticias. Las balas y malas intenciones que buscan ocultarse detrás de las palabras. Ay, los titulares. Ay, los odios. Es tal el desmadre en el periodismo que hoy los especialistas hablan de la ruptura del pacto de la verdad, de la necesidad de un nuevo pacto democrático en el que los periodistas, a decir de Omar Rincón, no se crean actores políticos, vuelvan a hacer reportería, huyan de X, defiendan al periodismo. Hoy la gente confía mucho más en su familia que en los políticos o en los medios, nos cuenta Ester Borges.

Lea: Ser joven en la Bolivia de las filas

En efecto, en el país se puede hacer rápido la lista de los síntomas que arrinconan a informadores y empresas. Comencemos por la desaparición de la mediación periodística; las fuentes y la gente ya no necesitan de los medios tradicionales para comunicar. Sigamos con la probada falta de credibilidad en periódicos, radios y canales de televisión. Comentamos en este mismo espacio que encuestas de percepción en Bolivia revelan que la gente no confía en ellos, que creen que tienen una propia agenda política. La falta de confianza de grandes sectores ha puesto en una misma bolsa negra de plástico tanto a políticos como a periodistas o comunicadores. Podemos añadir, ya que estamos, que los anunciantes (estatales y privados) le han tomado la moral a las empresas periodísticas. Los señoritos anunciadores ya no ponen publicidad si se critica a YPFB y sus muchachos o al ministro perenganito; las empresas ya no quieren un espacio destinado a la publicidad como Dios manda, sino “una noticia positiva” que navegue en el conjunto de las informaciones. Muchas fuentes aceptan entrevistas “por correo electrónico”, o sea, “me mandan las preguntas y al día siguiente mando, por escrito, las respuestas”. En serio. Rematemos con la constatación de que hasta el cordón emocional está a punto de quebrarse entre las audiencias y los medios. Con todo esto, llamen a la ambulancia o pidan cita con el psicoanalista.

Si logramos que el periodismo actual se recueste sobre el diván, de repente se le podrá explicar con calma que el involucramiento político y la obsesión de los periodistas dejaron entrar la mazamorra a la casa de la información, de los datos. Habrá que asumir también que, a pesar de hablar tanto de los efectos de la omnipresencia digital, no se logra salir de la perplejidad frente a las nuevas formas de las pantallas de bolsillo. Después de la sesión psicoanalítica, propietarios y periodistas recibiremos con las dos manos una palabra de aliento para seguir en medio de la crisis económica y de la precariedad de las condiciones laborales de los trabajadores.

Comprender la actual noche para esta A periodista es como comprender el cielo encapotado del club atigrado de mi corazón: ¿Qué explica este vértigo en cada partido? ¿Que no sepan acomodar al zurdo de Chura? ¿Qué la entrega tan completa de Viscarra no permita sacar brillo a la confianza en Johan Gutiérrez frente al arco? ¿Que la hinchada no sea más comprensiva? ¿Que la dirigencia no salga de sus mezquindades? ¿Que el nabo del director técnico haya estado tan ausente y sea tan frío con todos? Como dijo el periodista Ricardo Bajo, es todo al mismo tiempo. Para las y los que no entiendan por qué me fui de la cobertura periodística a la cancha: porque es la misma impotencia. Es la periodista que pese a tanto en contra quiere seguir siendo periodista; es la stronguista que, con tanta falta de ternura con esos chicos en la cancha, sostiene más que nunca al Tigre que no sabe de rendirse. “Si no lo sientes, no lo entiendes”.

(*) Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista

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Ser joven en la Bolivia de las filas

/ 17 de noviembre de 2024 / 06:00

Mujeres, indígenas y jóvenes son las tres categorías política y académicamente más rentables por lo menos en el vecindario latinoamericano. Son palabras mágicas para proyectos oenegeros y llaves poderosas cuando se busca algún tipo de financiamiento. Estas líneas para decirle que esta A cedió a la tentación de mirar las juventudes bolivianas. Créame que hay datos no menores en este tiempo de incertidumbre política, crisis económica y desmoronamiento institucional.

La Fundación Friedrich Ebert (FES) acaba de publicar un trabajo sobre las juventudes en América Latina y el Caribe que nos incluye como país. Caso por demás interesante solo por el hecho de ser un territorio con un enorme porcentaje de jóvenes: tres de cada cinco bolivianos tienen menos de 35 años. Es un valioso nicho que ya está siendo estudiado por políticos que buscarán ganar poder en la ecuación electoral de la juventud. Tendrán que incluir en sus propuestas una creíble promesa para un universo muy fragmentado, con poca confianza en la política, con la piel herida por el desempleo y con derechos ciudadanos en creciente riesgo.

Sin embargo, resulta que para este pedazo de la población el voto sigue siendo una herramienta para articular el cambio en los países, según el estudio de la FES. Esta percepción se ha instalado a pesar de que las olas políticas a momentos le dieron a la juventud protagonismo y a momentos (más frecuentes) la dejaron en los márgenes de las decisiones.

Mientras cuestionamos en la sociedad “adulta” la vitalidad o el ocaso de ciclos políticos y modelos económicos, una gran mayoría de los jóvenes bolivianos reafirma su creencia de que la democracia es la mejor forma de gobierno, aunque no está satisfecha con su actual funcionamiento. No deja de ser una mirada lógica en una región que hasta hoy no logra salir de la cárcel de obscenas desigualdades ni del fango de la corrupción. Son, al mismo tiempo, estas mismas coordenadas económicas las que dibujaron el mapa de una juventud desigual y con enormes carencias.

¿Con qué lentes miran las juventudes el paisaje político boliviano? Se demostró ampliamente que nuestra valoración del sistema democrático está vinculada a nuestra situación económica particular, así que no hay sorpresa en el hecho de que la juventud nuestra exprese su insatisfacción con la democracia, con la actual situación del país y su economía personal. Esta insatisfacción va de la mano, a su vez, de la desconfianza en las principales instituciones democráticas y un decreciente interés en la dinámica de la política. No podemos repartir culpas en ellas y ellos cuando el espectáculo/país de este último tiempo se ha mostrado tan decadente.  En todo caso, en el plano ideológico es interesante saber que, de cinco jóvenes encuestados, tres son de centro, uno de derecha y uno de izquierda. Hagan sus cálculos.

Y para los bien intencionados que se preguntan: ¿cómo se impulsa mayor participación y capacidad decisoria de este bloque demográfico? Con leyes. De hecho, el estudio citado subraya avances legislativos en cuanto a participación y representación y, en un carril paralelo, un amplio período de inclusión social en lo económico que dio luz a reducciones en las tasas de pobreza y desigualdad en el ingreso, hoy en riesgo debido a la actual tormenta macroeconómica. Un paso “p’alante” y un paso “p’atrás”.

Por ahora, son las relaciones familiares la principal fuente de satisfacción, seguida de la educación (sobre todo cuando pertenecen a las clases más favorecidas), mientras que más de la mitad de los jóvenes no está contenta con su vida en lo económico. Sin sorpresa, ya que un 48% de los jóvenes mayores de 18 años está buscando un empleo. No acaba aquí: el 54% busca migrar a otro país. Así los datos.

En pocas: los trazos que deja este estudio para el ámbito político abren un desafío no menor a pocas vueltas del reloj electoral, pero, sobre todo, nos deja inquietantes pistas de dónde sufren más las y los jóvenes bolivianos. Son nuestras nietas, nuestros sobrinos, nuestras hermanas, nuestros hijos.

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Entre la vida y la vida

Este viernes, en casa se sirvió para un pequeño puñado de familiares un imponente fricasé mixto (o sea, con derecho a un par de pedazos de chicharrón con cuerito y todo), cerveza fría, vino, Coca Cola, agua y singani que tomamos pensando en las ramas del árbol de nuestra esencia.

/ 3 de noviembre de 2024 / 00:39

El viernes, después de un divertido preludio de Halloween, se abrieron las puertas de esa otra dimensión de donde vienen cada año los seres entrañables que despedimos con enorme tristeza. Antes de volar hacia ese lado de la presencia humana, el artista y columnista de La Razón, Édgar Arandia, lo explicó en una de las últimas entrevistas que le hicimos: “Las personas que partieron ayudan a que las semillas crezcan en el ciclo de cada año. La muerte gira, nadie se muere para siempre”. Con él entendí que todo lo del mundo de arriba tiene su correspondencia con el mundo de abajo. Por lo mismo, armamos la mesa el 1 de noviembre para que los nuestros coman y beban a través de nuestros cuerpos: en estas mesas/homenaje servimos los platos que les gustaban, el pan, las masitas, las bebidas, los dulces… Los abrazamos con muchas flores. Los abrazamos con tanto sentimiento.

Este viernes, en casa se sirvió para un pequeño puñado de familiares un imponente fricasé mixto (o sea, con derecho a un par de pedazos de chicharrón con cuerito y todo), cerveza fría, vino, Coca Cola, agua y singani que tomamos pensando en las ramas del árbol de nuestra esencia. Llegaron a las doce en punto. Recibí a mi papá imprescindible; Elena, Julio César, Adela y Roberto, mis cuatro abuelos que con su amor hicieron posible el encuentro de mi mamá y mi papá. ¿Cómo no voy a recibirlos en este día? ¿Cómo no voy a agradecerles a estas mujeres y hombres haberme dado vida y el milagro de concebir en mi cuerpo a mi hijo Julián, clave de todos los sentidos y las alegrías? ¿Cómo, después de tanta energía amorosa, puedo atreverme a no creer en la eternidad y la belleza de la vida que solo se transforma? En mi mesa no faltó el pan que abre noviembre en forma de caballos, escaleras y personas; sobró la fruta; compitieron en colores los dulces y las flores. Las velas fueron el marco a medida para las fotos de los míos: mis tíos Pepe, Vicky y Pachi; mis siempre presentes amigos Sandra Aliaga y el Chino Arandia; la imágenes fotografiadas o dibujadas o simplemente los nombres de los animales que me sostuvieron desde la niñez hasta esta niñez actual que sigue necesitando la ternura perru/gatuna. La mesa de del 1 de noviembre, más que una mesa, es un puente. Uno que se hace corto a punta de recuerdos, de lágrimas, de canciones, de risas, de emociones vueltas a nacer. Es la certeza de que una sola línea nos separa: la piel (reinterpretando al poeta Rubén Vargas). Es la certeza de la fuerza de la existencia: estamos aquí continuando sus latidos, su respiración, sus luchas. Aquí estamos, para completar sus sueños, para preservar el maravilloso hilo de la vida.

Puede leer: La selfi del país

El hilo de la vida. Édgar, en ese hilo, siempre quiso ser colibrí. No es solo por la belleza indiscutible de este animalito. Es porque dicen que cuando va de flor en flor se encarga de llevar las almas al “alma mundo”. Lo dice quien transitó, mientras vivió, con particular apego por el 1 de noviembre porque, como él mismo confirmó, esta fecha es su “no cumpleaños”: un día como éste fue herido de bala en la masacre de Todos Santos. Los últimos 44 años de su tiempo en esta vida lo sintió con dolor. “Parece que el cuerpo tiene una memoria genética porque siempre en esta época vienen mis achaques con virulencia”. Sus obras lo mostraron hasta el final: las heridas de las balas que no se borran como no se borraron las heridas del accidente de tranvía que atravesó la vida de la Frida Kahlo.

El hilo de la vida. En este día en el que ponemos en el espejo la vida y la muerte, nos tocó ver, con angustia, cómo la violencia sobrevolaba la tensión con epicentro en Cochabamba, con los polos evista y arcista jalando con bronca, con la sociedad boliviana sufriendo a izquierda y derecha la falta de alimentos, las insufribles colas por gasolina, los precios maltratando el valor de nuestro trabajo, los temores taladrando nuestro bienestar y nuestro futuro. Armamos nuestras mesas temiendo caer en los pasillos ciegos de la violencia, de las balas, de las piedras, de los odios. Armamos mesas caseras deseando desarmarnos como sociedad, deseando que se emborrache la ciudad, que se alegre el campo, que amanezca y ganen las buenas intenciones.

*Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista

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