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Economía, la discusión que viene

Virtud y fortuna

La incertidumbre sobre el futuro de la economía es una de las grandes novedades de la actual coyuntura. Eso no sucedía desde hace casi 20 años. Haber perdido el control de la agenda económica y sobre todo de su horizonte, será posiblemente visto como uno de los grandes traspiés del actual Gobierno sin importar si logra sostener la frágil estabilidad hasta 2025.

La proliferación de oleadas especulativas, sobre el dólar o la gasolina, o el surgimiento de predicadores que nos prometen el apocalipsis, sostenidos por el masoquismo destructivo de algunos medios, son el síntoma del debilitamiento estructural de las certidumbres sobre el manejo de la economía y principalmente de la confianza en que el futuro será mejor. Esas creencias acompañaron a los gobiernos del MAS casi desde sus inicios, hoy están en duda.

Reconstituir expectativas positivas sobre la economía es difícil, toma tiempo. Mientras tanto, sus impactos en la inversión, el consumo o la formación de precios seguirán siendo determinantes. La pérdida de la confianza a inicios de este año seguirá pesando y será cada día más toxica en la medida que el Gobierno no la asuma en toda su dimensión y haga algo radical para enfrentarla.

Así pues, la estabilización del equilibrio económico no pasa únicamente por renovar la caja de herramientas macroeconómicas y financieras a las que se está recurriendo, sino implica también una insoslayable tarea política y comunicacional. El Gobierno tiene el reto de dar un marco al debate económico, generando señales que refuercen su narrativa y reconstituyendo así la confianza y la ilusión de la gente. Eso se logra asumiendo responsabilidades y reconociendo las dificultades, no para rendirse ante ellas, sino para liderar y proponer como salir de ellas.

Tarea urgente para los próximos 18 meses que serán complicados por las dinámicas propias de la economía y por el endiablado tablero político en el que parece estar encerrado el oficialismo. Hasta ahora la narrativa “industrializadora” está funcionando débilmente, porque, más allá de su viabilidad técnica o financiera que es harina de otro costal, hace poco sentido en el corto plazo, ese del que todos andamos inquietos. Mientras, es la asediada estabilidad de precios la que está sosteniendo todo el escenario.

Me temo, sin embargo, que, aunque imprescindibles, una mejor gestión de las expectativas y una mayor capacidad de estabilizar los desequilibrios financieros en los próximos meses no lograrán meter a todos los demonios en la lámpara, pues hay cuestiones de fondo que ya no se pueden eludir. Las crisis suelen revelarnos los problemas y límites de nuestros modelos cognitivos sobre la realidad.

En primer lugar, hay urgencia de repensar una macroeconomía para una nueva etapa de crecimiento y de distribución. No basta desde las izquierdas reprochar la simplificación liberal, vestida ahora de transgresión y lenguaje desinhibido, que insiste en la receta conocida del ajuste para purgarnos de nuestras tentaciones populistas y la quimera de una libertad ficticia en medio de una desigualdad estructural.

Hay que reconocer los límites reales del manejo macroeconómico que se aplicó en los tiempos de la bonanza, entendiendo que el retorno a ciertos equilibrios fiscales y externos es una de las garantías para combinar crecimiento, estabilidad de precios y capacidad distributiva. Los tiempos, las modalidades y la economía política de ese proceso es lo que diferencia a las izquierdas de las derechas. Se trata, por ejemplo, de avanzar hacia un sistema tributario más progresivo, pero sin obviar un rediseño del gasto que lo haga social y económicamente más eficaz.

Parece igualmente inevitable volver a rediscutir la composición, modalidades y actores del crecimiento productivo y económico que sostendrán al país en los próximos dos decenios, en cuyo corazón está, por ejemplo, la espinosa cuestión del futuro de las economías extractivas que, hoy por hoy, nos aportan la mayor parte de divisas que necesitamos para funcionar y que emplean a un porcentaje significativo de la población.

Ahí no basta con espantarse frente a las precarias realidades productivas del país, las respuestas no son fáciles, los dilemas abundan y lo peor que podríamos hacer es entramparnos en mitos, simplificaciones y respuestas moralistas, que creen que con intentar aplicar a rajatabla un “deber ser” irrealista o ideológico resolvemos algo.

Armando Ortuño es investigador social