Principio de autoridad
El hecho es que el narcotráfico comienza a adquirir cada vez más gravitación no solo en Bolivia sino en casi toda Latinoamérica

Carlos Moldiz Castillo
Hace un tiempo sostuve que el narcotráfico era más un problema de salud pública que de seguridad, tesis sobre la cual sigo convencido. No obstante, también creo que uno de los problemas más persistentes de Bolivia a lo largo de su historia, y en un grado mayor del que sufren otras sociedades subdesarrolladas, es el de su baja densidad estatal y la crónica debilidad de sus instituciones. Algo que la escuela liberal suele atribuir acríticamente a un supuesto déficit de cultura democrática, y que en última instancia nos deriva a posiciones incluso racistas, que sugerirían la inviabilidad de nuestro país por la ascendencia indígena de nuestro pueblo. Desde otro enfoque, sin embargo, resulta natural que una economía subdesarrollada repercuta, de una forma u otra, en una institucionalidad estatal atrofiada, aunque nuestro caso es, admitámoslo, algo vergonzoso.
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Al mismo tiempo, una de las conclusiones más polémicas a las que llega Peter Andreas en su libro cuyo título podría traducirse a Dosis letal: la historia de la guerra en seis drogas, es que el comercio de ciertas sustancias ilegales suele estar más relacionado con la construcción de estatalidad que con su subversión. ¿Cómo puede ser aquello posible? Depende de la experiencia de cada Estado, pero en líneas generales, aquello sucede cuando el Estado logra incrementar su recaudación fiscal gravando no solo la actividad ilícita directamente, sino sus ramas adyacentes (alguna vez fue necesario contar con papel higiénico para producir cocaína), cuando aumenta el tamaño y la eficiencia de su aparato de seguridad, y cuando fortalece su control sobre territorios, fronteras y población, tanto normativa como coercitivamente. Como él mismo admite en una conferencia, pensemos en la famosa tesis de Charles Tilly que sentencia: los Estados hacen la guerra y la guerra hace a los Estados.
El hecho es que el narcotráfico comienza a adquirir cada vez más gravitación no solo en Bolivia sino en casi toda Latinoamérica, con actores no estatales, los emprendedores de lo ilícito (como ironizó perspicazmente nuestro querido Al Azar, respecto al trato que se le dio a Marset en los medios), acumulando cada vez más medios de influencia y coerción que los propios gobiernos, al punto de dejar de ser un problema de salud pública o seguridad, sino de algo todavía peor: legitimidad. Ya es preocupante de por sí que un narcotraficante pueda tener mejores armas que nuestro ejército, y mucho más que los medios de comunicación le permitan intervenir políticamente a través de una entrevista. La hipocresía de quienes acusaban al Gobierno de promover un narco-Estado pero ahora vitorean al fugitivo Marset, no es un problema tan irrelevante como creen algunos, con una tolerancia que ya raya la permisibilidad irresponsable. Sus admiradores son, hasta cierto punto, cómplices del delito de su nuevo ícono.
Ahora bien, aunque el gobierno de Evo Morales impulsó ciertas iniciativas para fortalecer la presencia del Estado a lo largo de su territorio, como la modernización logística de las Fuerzas Armadas o la creación de la Ademaf, debe admitirse que todavía queda mucho por hacer en este sentido, tomando en cuenta que la densidad estatal, como llaman algunos a la capacidad del Estado para tener presencia efectiva en la vida de sus ciudadanos, depende menos de armas y patrullas que de servicios públicos, como saneamiento básico, salud, justicia y educación. Algo se puede hacer, sin embargo, aprovechando la actual coyuntura protagonizada por empresarios clandestinos, y lo diré sin vueltas: comprar mejores armas y equipos de control fronterizo (como drones), cobrar más impuestos a toda actividad sospechosa de coludir con actividades ilícitas y endurecer las leyes, sancionando particularmente toda forma de apología del crimen y mucho más si ésta también llama a la desestabilización de un gobierno constitucionalmente elegido.
Donde manda capitán no manda marinero, principio de autoridad.
(*) Carlos Moldiz Castillo es politólogo