Atención y experiencia del cliente
Así que la buena experiencia de la clienta final depende críticamente de la experiencia del cliente interno
Pablo Rossell Arce
Cuando nos atienden bien en un negocio o una empresa consideramos que tienen una buena área de “atención al cliente” (aunque la mitad de la población sean mujeres). La empresa o negocio en cuestión se encarga de darnos lo que pedimos (servicio de venta) y en muchos casos se encarga de hacer seguimiento a que su producto sea bien utilizado (servicio posventa) o lo podamos devolver en caso de tener defectos, o nos facilitan la reposición del producto cuando su vida útil ha terminado y nos ofrecen la siguiente versión, más moderna, con un descuento.
O nos inscribimos a un gimnasio y el personal tiene la atención de decirnos que, luego de unos años, somos elegibles para alguna promoción o un descuento especial. O nos facilitan la vida con algún asunto “fuera de procedimiento”, como guardarnos el tomatodo que olvidamos ayer en el local.
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Los estudios en la materia han avanzado hasta un punto muy interesante y han considerado crecientemente los aspectos emocionales de las interacciones comerciales entre clientes (y clientas) y empresas que venden productos o servicios. En última instancia, el componente emocional es crítico, pues puede determinar la preferencia por alguna opción que desde el punto de vista netamente monetario no sería conveniente.
Este columnista tuvo una agradable experiencia con un amigo hace ya varios años, en una salteñería donde atendía un señor por demás encantador y servicial. El buen ambiente al que colaboraba dicho señor motivó a que —en nuestra época de estudiantes— dejemos una abultada propina, equivalente a buena proporción de nuestro consumo.
Muchas de las caseras del mercado desarrollan esta habilidad, generando relaciones personales con sus clientes y “personalizando” la experiencia: ya saben cuál es el patrón de consumo, cuánto piensa gastar la persona y desarrollan una habilidad especial para identificar el tipo de yapa que fideliza al consumidor o consumidora en cuestión.
Cuando hablamos de organizaciones más grandes, con miles de trabajadoras, la relación se despersonaliza. Eso está en el diseño de la organización. El trabajo de una persona en Santa Cruz puede depender críticamente de las decisiones y acciones que tome una persona a 3.600 metros de altura en La Paz y, si no se han visto nunca —cosa que es altamente probable—, es muy seguro que las decisiones del “señor que está en La Paz” incidan determinantemente con la experiencia que tiene una clienta en Santa Cruz.
Entre otras cosas, es por eso que tiene relevancia el concepto de “cliente interno” y, aunque de nuevo, nominalmente se ignore al 50% de la población, el concepto tiene sentido porque en organizaciones muy grandes la urgencia humana de crear identidades vinculadas a lo más inmediato es irresistible. Incluso se hacen campeonatos internos bajo esa lógica: “Comercial” vs “Conta”; “Tecnologías de la información” vs “Atención al cliente” y “Regional Tarija” vs “Beni”.
Entonces entramos en el campo en el que un área da servicios internos a otra. Y si hay fricciones organizacionales, procedimentales, ausencia de recursos clave o incluso malas relaciones personales, esto repercute en que, por ejemplo, la clienta en Santa Cruz deba esperar 40 minutos extra haciendo cola a la intemperie para ser atendida, por un problema no resuelto en La Paz o en otra área distinta a la del front end.
Así que la buena experiencia de la clienta final depende críticamente de la experiencia del cliente interno. Si éste se siente maltratado, porque las otras áreas no le cumplen a tiempo sus requerimientos, probablemente tenga que sufrir un maltrato adicional de la clienta que por fin ingresa al negocio y le reclama por qué tarda tanto.
Asegurarnos que las trabajadoras y trabajadores (clientes internos) tengan un buen pasar es, entonces, crítico para que nuestro servicio hacia afuera genere una experiencia agradable y digna de ser repetida.
(*) Pablo Rossell Arce es economista