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Minerales críticos, geopolítica y oportunidades

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Dionisio J. Garzón M

Todo comienzo de año presupone un análisis de gestiones precedentes, de su herencia y de lo que es posible mejorar en el futuro inmediato. El tema del cambio de matriz energética que ocupó por años la atención de gobiernos, economistas y filósofos que pronosticaban un futuro negro si no se daban condiciones para un cambio a fuentes de energía limpia, avanzó muy poco en términos pragmáticos y solo se dio una tormenta de propagandas en medios tradicionales de difusión, en eventos internacionales como el COP28 en Dubái 2023, y sobre todo en el mundo virtual del streaming y las RRSS tan de moda hoy. Para aterrizar sobre la causa de esta falta de resultados, hay que recordar que toda transición y adecuación tecnológica vienen de la mano del uso necesario y, en muchos casos insustituible, de metales tradicionales como cobre, plata, oro, estaño, etc.; algunos nuevos como litio, cobalto, grafito, níquel, molibdeno, wólfram; tierras raras como itrio y lantano, etc., que han venido a constituir lo que se llaman hoy minerales críticos, por la crisis de suministro que se avecina en el mediano y largo plazos, debido a la limitada y monopólica producción de algunos y por la falta de descubrimientos de nuevos yacimientos, en otros casos. Esto presupone un inusual crecimiento de la demanda de metales, aumento del extractivismo tan venido a menos por la acción de áulicos del antiextractivismo y del cuidado ambiental a ultranza. No pretendo entrar en este detalle en esta columna, el lector puede acceder a esto en mis anteriores escritos (v.g. Minerales críticos, agosto 2023). Lo que pretendo es aterrizar en la región y particularmente en Bolivia, para analizar lo poco que se avanza en este aspecto pese a que deberíamos aprovechar el potencial que tenemos en proyectos y áreas conocidas de antaño como resultado de aislados intentos de diversificación productiva minera. No se trata de abarcar todo el espectro de metales críticos para remediar el pasado, sino definir aquellos de mayor potencial y, sobre todo, aquellos que puedan entrar a la cadena de producción en el menor tiempo posible.

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Para la región es importante el cobre, metal que es hoy uno de los más críticos desde el punto de vista del suministro futuro para el cada vez mayor uso del metal en vehículos eléctricos, baterías, generadores, acumuladores y circuitos eléctricos de infinidad de gadgets de la tecnología actual. Se estima que la demanda adicional de cobre en el corto plazo será de 4,2 millones de toneladas y que solo en la presente gestión habría un déficit de 500.000 toneladas, según Goldman Sachs.

En Sudamérica tenemos la mayor provincia cuprífera a escala global; históricamente Chuquicamata fue la explotación mayor a cielo abierto y hoy todavía continúa su explotación subterránea de los remanentes en profundidad. La proyección de la producción de cobre para 2027 tiene como actores principales a Chile, con las minas Escondida (1,2 millones de ton/año), Collahuasi (720.000 ton/año), Las Pelambres, Chuquicamata y El Tenienta, que se acercarán a las 400.000 ton/año de concentrados; Perú, que tiene Cerro Verde y Antamina en esta categoría. Al grupo mayor se unen las minas Grasberg en Indonesia (720.000 ton/año) y Kamoa Kalula en la RDC en África (618.000 ton/año), según el ranking global proyectado por CRU (Commodities Research Unit) para el cobre. Hay todavía un predominio del hemisferio sur (Sudamérica, África e Indonesia) en el suministro de concentrados de cobre, este es un mensaje que Chile y Perú están canalizando adecuadamente para la exploración y puesta en marcha de nuevos proyectos en áreas tradicionales y nuevas. Argentina y Bolivia, que comparten estas perspectivas, están rezagadas en la puesta en marcha de nuevos proyectos por la escasa atracción de inversiones en el caso boliviano y por la resistencia cada vez más grande de grupos antiminería opuestos a megaproyectos mineros, en el caso argentino.

(*) Dionisio J. Garzón es ingeniero geólogo, exministro de Minería y Metalurgia