Desamparo constitucional
Se planteó la urgencia de definir si el Tribunal Constitucional ejercía el control ‘concentrado’ o ‘difuso’ de la Constitución
Eduardo Rodríguez Veltzé
Tal es el desamparo constitucional de los bolivianos que hoy, próximos a celebrar los 15 años de la aprobación de la “nueva” Constitución Política del Estado, el tribunal encargado de velar por la supremacía de la ley fundamental, el TCP, lleva semanas de haber cesado en funciones por cumplimiento del término de su mandato y todavía no tenemos certeza sobre la oportunidad de su renovación. Curiosamente tiene como vocero a un ministro del Ejecutivo, el de “Justicia”, que asumió la facultad de intérprete oficioso de la Constitución, las sentencias y declaraciones emitidas por el TCP durante los últimos días en funciones, cuando no, justificando su ilegal “autoprórroga” que provocó el masivo repudio ciudadano.
Lamentablemente esta falencia institucional no es nueva, es otro episodio de la desatención de los órganos de poder público a la función judicial, un mal que transitó de la colonia a la naciente República y que el Estado Plurinacional, casi bicentenario, todavía no acaba de reparar.
Lea también: Rodríguez Veltzé pide prevenir antes que meter gente a la cárcel
Tampoco es casual que sea el Constitucional el tribunal responsable de generar la última crisis. Hace ya varios años se planteó la necesidad de revisar los alcances del control judicial de la constitucionalidad incorporado a través de las iniciativas de reforma judicial a mediados de los años 90, inspiradas también por la cooperación española que llegó a la región promoviendo la creación de Tribunales Constitucionales, Consejos de la Judicatura y Defensorías del Pueblo.
Bolivia las adoptó y se preservaron en la última Constitución con algunos ajustes, aunque no los suficientes para contar un modelo de control de constitucionalidad propio, bien definido y que corresponda a la naturaleza del Estado, la voluntad constituyente y la realización de la justicia. Desde su origen se advirtió que estos tribunales no podían tener las mismas características y atribuciones que aquellos en países europeos con sociedades cultural y étnicamente homogéneas y con una larga tradición institucional ajustada por dos grandes guerras. Cuando se iniciaron las labores del Tribunal Constitucional en Bolivia se comenzó a discutir la importancia de un “poder constituyente” más representativo y democrático para reformar el orden constitucional, un orden que sería el objeto central y referente obligatorio del control judicial encomendado al tribunal.
Aun antes de convocada y celebrada la Asamblea Constituyente, se planteó la urgencia de definir si el Tribunal Constitucional ejercía el control “concentrado” o “difuso” de la Constitución. El primero, siguiendo los modelos europeos como su “único, supremo y último” intérprete y el segundo, más bien compartido con el Congreso que también tenía atribuciones interpretativas a través de leyes especiales y con el resto de la judicatura, servidores públicos y ciudadanía que debían aplicarla con preferencia al resto del orden normativo. Esta definición resultaba imprescindible frente a los debates sobre si todas o solo algunas de sus decisiones tenían carácter obligatorio y vinculante en materia de controversias judiciales o actos administrativos que comenzaron a utilizar los procedimientos constitucionales como otra instancia recursiva o de interpretación so pretexto de que se trataba de la única y última autoridad que podría definir cualquier controversia. Paralelamente surgía la constatación de la legitimidad y utilidad de las atribuciones interpretativas del Congreso, que fueron aplicadas en 2005 para viabilizar la transición democrática y en 2008 para concluir el proceso constituyente.
No era ni es un tema menor, incumbe a cómo los ciudadanos y los órganos de poder público deben honrar el deber de conocer, respetar y hacer respetar la Constitución, norma “suprema” del ordenamiento jurídico con primacía sobre cualquier otra disposición y cómo todos pueden contribuir a garantizar la seguridad jurídica dentro un orden democrático. Desafortunadamente se mal adaptó un modelo de control judicial de constitucionalidad cuasi “concentrado”, de amplio espectro: sin limitaciones de autorrestricción frente a otras competencias especializadas; sin reglas que permitan coordinar sus propios conflictos de competencia; sin modalidades de voto cualificado cuando se trate, por ejemplo, de interpretaciones de la voluntad del constituyente o de control de convencionalidad, y sin principios sobre el sentido de oportunidad y efectos de sus decisiones demoradas.
Sin desmerecer los logros que tuvo el Tribunal Constitucional desde su creación en el fortalecimiento del ejercicio de los derechos y garantías fundamentales, su extraña naturaleza “cuasi concentrada” y su reciente desempeño abren un nuevo momento constituyente para reflexionar y promover la reforma del TCP. No es posible asumir que el deber de conocer, respetar y hacer respetar la Constitución se haya convertido en una capacidad inútil, inoperante o supeditada a lo que el único y supremo “intérprete oficial” pueda decidir luego de dilatados procedimientos que en notable mayoría se dirigen contra jueces o autoridades, y cuyos actos solo cobran validez “constitucional” si el TCP así lo decide. Esta limitación al sentido común con el que todos podemos leer, entender y aplicar la Constitución es insostenible sobre todo cuando las decisiones del TCP resultan abiertamente ajenas a la voluntad del constituyente o al texto literal de la norma. Las decisiones sobre: reelección y autoproclamación presidencial, interpelación legislativa, autoprórroga de funciones judiciales, o la omisión de pronunciamientos sobre la competencia en juicios de responsabilidades o el abuso de la detención preventiva son algunas de las muestras de esta distorsión institucional. La crisis derivada del desempeño y las decisiones del TCP han abierto el mayor desafío posible para nuestra democracia: vivir en Constitución, no solo honrando la norma legal, también como propósito de convivencia armónica y en paz.
(*) Eduardo Rodríguez Veltzé fue presidente de la Corte Suprema de Justicia y de Bolivia