La convicción de que la paz universal y permanente solo puede basarse en la justicia social llevó a los constituyentes de la OIT a hacer de la búsqueda de la justicia social el corazón de su mandato; un claro reconocimiento al rol del trabajo como vía para alcanzar el desarrollo sostenible, inclusivo y con justicia social para todos.

En Bolivia, sin embargo, el trabajo está lejos de cumplir cabalmente ese rol. Hoy, más de 10 millones de personas (80,8% según datos de OIT) —especialmente jóvenes, mujeres, población indígena y migrante— trabajan en la economía informal, sin acceso a derechos laborales, con ingresos menores al salario mínimo vital y sin protección social.

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La informalidad laboral es claramente una de las principales vías por las que se perpetúan las desigualdades en el país; un país informal es un país desigual y un país que se aleja de la justicia social. ¿Tenemos que esperar un masivo tránsito hacia la formalización para avanzar en materia de igualdad y justicia social? La respuesta es no. Las soluciones a la informalidad son complejas y pueden suponer un largo proceso de transformaciones estructurales. Mientras los tomadores de decisión dialogan y llegan a acuerdos para abordar, de forma sostenible, la baja productividad, los marcos normativos y políticos o el bajo nivel de educación, la creación de empleo formal para todos los bolivianos no está a la vuelta de la esquina.

¿Qué pueden hacer hoy gobiernos, empleadores y trabajadores para impulsar la justicia social? Al menos tres cosas. Primero, volver a poner el foco en los principios y derechos fundamentales en el trabajo. Estos no son ni deben ser nunca vistos como derechos exclusivos de los trabajadores formales, porque están enraizados en la dignidad del ser humano que trabaja, y no en las formas que ese trabajo adopte o en cómo se regule. Acelerar los esfuerzos para erradicar el trabajo forzoso y el trabajo infantil, eliminar la discriminación laboral, garantizar la libertad de asociación, promover la negociación colectiva y garantizar lugares de trabajo seguros y saludables marcan el rumbo para acercarnos a la justicia social.

En segundo lugar, entender que justicia social implica la distribución equitativa de las responsabilidades del cuidado y de los beneficios del crecimiento económico. Esto supone, por ejemplo, reconocer y valorar correctamente el trabajo que hace posible todos los demás trabajos: el trabajo de cuidados. Hay suficiente evidencia de que una acción concreta puede tener un impacto casi inmediato en materia de trabajo decente y justicia social: según un estudio de OIT, invertir en servicios de cuidados en América Latina podría generar hasta 25,8 millones de empleos directos e indirectos. Nueve de cada 10 de estos empleos serían formales y el 80% lo ocuparían mujeres.

En tercer lugar, concentrar los esfuerzos en construir transiciones justas en el mercado laboral, poniendo en marcha medidas efectivas para ayudar a las personas a afrontar las transiciones a lo largo de su vida laboral, de la escuela al trabajo, hacia empleos más verdes y hacia una economía digital. En otras palabras, desarrollar competencias y capacidades en las personas para que estas transiciones inevitables no supongan un tránsito a la informalidad o al desempleo. 

El diálogo social entre gobiernos, y organizaciones de empleadores y trabajadores es más determinante que nunca para hacer frente al desafío de promover el trabajo decente e impulsar la justicia social. Y, en ese camino, Bolivia no tiene que caminar sola. El Director General de la OIT ha lanzado la Coalición Mundial para la Justicia Social, una iniciativa global para subsanar mediante la acción urgente y concertada las deficiencias en materia de justicia social y acelerar la aplicación de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible.

(*) Ítalo Cardona es director de la Oficina de la OIT para los Países Andinos