Hace 14 años, en una conferencia de derechos humanos en Oslo, conocí a Julian Assange. Desde el momento en que me encontré con el fantasmal fundador de WikiLeaks, sentí que podría ser un personaje moralmente dudoso. Nada de lo que haya dicho o hecho en los 14 años transcurridos ha alterado mi impresión inicial de él como un hombre enfermizamente preocupado por las deficiencias de las democracias y sospechosamente desinteresado por los crímenes de las dictaduras. En los meses posteriores a nuestra reunión, WikiLeaks publicó cientos de miles de cables diplomáticos y archivos militares estadounidenses, constituyendo en conjunto la mayor filtración de documentos gubernamentales clasificados de la historia.

Aunque Assange insistió en que su propósito era exponer los abusos estadounidenses, las filtraciones también fueron una bendición para los talibanes y otras fuerzas autoritarias en todo el mundo. No sentí ninguna simpatía por Assange cuando, enfrentándose a la extradición a Suecia por cargos de delitos sexuales en 2012, se refugió en la embajada de Ecuador en Londres. Assange negó esos cargos, alegando que eran un pretexto para extraditarlo a los Estados Unidos. No fue hasta abril de 2019 que el Departamento de Justicia finalmente hizo pública una acusación contra Assange, acusándolo de conspirar para piratear computadoras del Pentágono.

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Si bien Assange bien pudo haber cometido un delito al ayudar a la exsoldado estadounidense Chelsea Manning a irrumpir en los sistemas informáticos del gobierno en 2010, una acusación formal sustitutiva dictada un mes después de su arresto y acusándolo de múltiples cargos de violación de la Ley de Espionaje de 1917: delitos por los cuales, de ser declarado culpable, podría enfrentarse a hasta 175 años de prisión, constituye una grave amenaza a la Primera Enmienda. Ahora que Assange apelará su extradición a Estados Unidos esta semana, no es demasiado tarde para que el gobierno estadounidense reconsidere este imprudente proceso.

Si bien la Ley de Espionaje rara vez se ha utilizado contra quienes filtran información clasificada, nunca (hasta ahora) el gobierno la ha citado contra alguien que publica esa información. Consciente de cómo el procesamiento de Assange en virtud de la Ley de Espionaje podría utilizarse para atacar a periodistas en sus actividades cotidianas, el fiscal general adjunto que anunció los cargos en su contra en 2019 insistió en que Assange “no es un periodista”. Pero la Constitución no define quién califica como periodista ni otorga tal poder al gobierno de Estados Unidos.

Encuentro repugnante la ideología de Assange y sus métodos imprudentes. Pero la Primera Enmienda no fue escrita para proteger solo a aquellos cuyas ideas y medios para expresarlas nos parecen agradables. Como tal, el continuo procesamiento de Assange bajo la Ley de Espionaje constituye una peligrosa escalada en el intento del gobierno de obstaculizar la libre expresión. En 1973, dos años después de que la Corte Suprema defendiera el derecho de este periódico a publicar los Documentos del Pentágono, un par de eminentes juristas se refirieron a la Ley de Espionaje como un “arma cargada” apuntada a los medios. El hecho de que esta arma legal esté ahora dirigida a un individuo tan antipático como Julian Assange no la convierte en una amenaza menor para la libertad de prensa.

(*) James Kirchick es escritor y columnista de The New York Times