Voces

Tuesday 12 Nov 2024 | Actualizado a 09:21 AM

Guerra

/ 30 de mayo de 2024 / 00:32

De todas es la peor, porque nombra la cloaca más infecta del alma humana, la profundidad más oscura y el verdadero misterio de nuestra presencia en la Tierra. La guerra no es en modo alguno invento moderno, es más: parece que se puede rastrear hasta la prehistoria; la crueldad tampoco, pues se ejerce desde antiguo con los y las enemigas. Hay doctrina, normas internacionalmente aceptadas (e igualmente vulneradas) y siglos de estudios y enseñanzas.

Es comunmente aceptado que las guerras entre humanos, o sus ancestros, se remontan a la prehistoria, existen hallazgos arqueológicos que sugieren enfrentamientos violentos en comunidades neolíticas. Sin embargo, se considera que la guerra entre los humanos de manera recurrente surgió con el desarrollo de sociedades más complejas y jerarquizadas, producto de la agricultura, la sedentarización y la aparición de la propiedad privada, y que provocó que la competencia por recursos, territorio y poder se intensifique.

La necesidad de tierras fértiles para desarrollar la recientemente adquirida habilidad de la agricultura está entre las primeras respuestas a la pregunta de por qué guerrean los humanos. Pero para que la competencia violenta por los recursos haya sido posible, seguramente tuvo que desarrollarse un entramado social con jerarquías sociales y asignación de roles diferenciados: no es lo mismo el gobernante (y su corte, antecedente lejano de la actual burocracia), que el general de ejército o el filósofo, por no hablar de quienes realmente ponen el cuerpo para que el trabajo de esos tres tenga efecto.

En ese tránsito hizo falta más que la sola necesidad de recursos materiales que estuvieran en poder del grupo opuesto: cada grupo tuvo que construir al otro a partir de una imagen deformada de sí mismo, un no-yo que retiene equivocadamente o injustamente algo que se necesita; y si no se necesita realmente, más razón para revestir el reclamo de ideología, de una imagen agrandada de sí, pero recubierta de miedo al otro, de desprecio al diferente, de odio a todo lo que no se parece a uno. Increíble lo fácil que parece incentivar este sentimiento.

Súmese al conjunto de factores propicios para la guerra el desarrollo tecnológico, desde la primera honda que sirvió para arrojar piedras con tanta fuerza que se podía derribar a un gigante, hasta naves no tripuladas que llevan una bomba atómica en su vientre, pasando por toda clase de armas de fuego, capaces de matar a decenas con una sola carga. De por medio, la inventiva no escaseó a la hora de diseñar crueldades para causar el mayor daño posible, desde violar y embarazar a las mujeres, hasta aplicar los más inverosímiles métodos para causar tanto dolor como sea posible. He ahí la verdadera diferencia entre cualquier otra especie y la humana.

Precisamente por eso, en el siglo XX, luego de uno de los peores horrores de la historia humana (hasta ese momento, porque en lo que va del siglo XXI, la cosa se ha agravado, aunque en formas en apariencia más sutiles —o menos brutales), se actualizaron los discursos y experiencias para dar vida a una robusta legislación internacional y toda clase de pactos, reunidas en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario. Grandes avances de la humanidad que han servido de casi nada para evitar la verdadera desgracia de la guerra: el genocidio. Ayer fue en el África, luego de Europa oriental, hoy es en Oriente Medio.

Da lo mismo si los perpetradores del horror viven el fin de sus días en una lujosa prisión holandesa, en un búnker donde se esconden de los enemigos o en un lujoso palacio construido con el dolor ajeno: el daño que se ha causado es imposible de sancionar, como imposible de reparar. La humanidad, al menos esa parte que no quiere la guerra, se aferra a la utopía de la justicia internacional, que tarda demasiado e inevitablemente llega tarde para evitar la desgracia.

Mientras tanto, seguimos recibiendo cotidianamente noticias del avance de la guerra, aquí o allá o en todas partes al mismo tiempo, y no pocos mensajes que glorifican a los ejércitos y su capacidad de matar en nombre de ideas e ideales profundamente corruptos y equivocados, pero que muchas y muchos siguen dando por buenos.

Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación.

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Queja

La queja, como la risa o el suspiro, pero con palabras o gestos llenos de significado, es inherente al ser humano. Quejar, dice el diccionario, es “expresar con la voz el dolor o pena que se siente”.

Claudio Rossell Arce

/ 3 de noviembre de 2024 / 00:06

La queja, como la risa o el suspiro, pero con palabras o gestos llenos de significado, es inherente al ser humano. Quejar, dice el diccionario, es “expresar con la voz el dolor o pena que se siente”. Queja es el sustantivo derivado de ese verbo, y sirve para nombrar, entre muchas otras cosas, lamentación, lamento, gemido, quejido, llanto, lloro, pena. Quejarse es lo que mejor hacen las personas: de la circunstancia, del tiempo, del jefe o el subalterno, de la pareja, los amigos y, mucho más de los examigos, exparejas y enemigos, y de tantas otras cosas.

En la conversación cotidiana hay quien, satisfecho, afirma que no tiene de qué quejarse. No tienen, o no deberían tener, razones para la queja quienes disfrutan de suficientes alimentos disponibles, un techo, abrigo, pequeñas y grandes satisfacciones personales, alegrías colectivas; mucho menos quienes gozan de los privilegios contemporáneos, comenzando por el dinero, que paga por todas las formas de desigualdad. Hay, también, quienes con y sin razón tienen motivos para la queja: de la falta de recursos, incluso para comer, de la falta de afecto, del exceso de odio, de la envidia, del clima, de la moral propia y ajena (sobre todo la ajena), de la falta de esperanza “porque la cosa está muy fea”… de todo y de nada.

Pero también hay quienes saben, sienten o creen que es mejor quedarse callado. Dicen con ironía “no puedo quejarme”. Por ejemplo, de los delirios de su exjefazo, que prefiere ver a su país arder antes que renunciar a su ambición de volver a posarse sobre la silla presidencial y satisfacer sus deseos (los más sublimes y los más perversos, Les luthiers dixit), porque no faltará quien diga “pero el otro es peor”, sin compadecerse de quienes arden en la hoguera, o que desate sobre el quejoso la poscensura y sus horribles formas de cancelación.

Del autor: Poder

No es posible quejarse del fascismo inherente a dichos y actos de quienes se dicen (y hasta se creen) de izquierda o socialistas, porque los guardianes de la ideología afirman, a menudo con lenguaje autoritario y descalificador, que tales ideas y prácticas pertenecen únicamente a quienes se dicen (y se saben) de derecha. Tampoco de la ostensible incapacidad de gobernar de quienes recibieron el mandato de la mayoría, pero luego decidieron ir a contramano de sus promesas; que buscaron y encontraron conflicto, incluso allí donde no debería haber ninguno; y que entregaron el poder de decisión sobre los asuntos estratégicos del Estado a quien no había sido legitimado para hacerlo, reproduciendo la tragedia de Faetón, que exigió a Helios conducir su coche solo para estrellarlo y quemar el mundo en el accidente, porque dirán que hacerlo es ir contra la voluntad del pueblo.

Difícil quejarse, porque no hay dónde, de la falta de medios y canales donde gozar de más y mejor libertad de expresión, en parte porque a los poderosos de uno y otro lado les incomoda tener que lidiar con las dudas, preguntas y críticas periodísticas; pero también porque las y los periodistas que abandonaron los principios del oficio para ponerlo al servicio de fines espurios, hoy actúan como como comisarios de la verdad, mientras la mantienen secuestrada, y agreden, por activa o por pasiva, a quienes les critican y cuestionan.

Tal vez por todo eso, queja también significa reclamación o, en el ámbito del derecho, “acusación ante juez o tribunal competente, ejecutando en forma solemne y como parte en el proceso la acción penal contra los responsables de un delito”. Por tanto, la queja puede ser más que lamentación: un acto de rebeldía y de protesta contra lo que se acepta como dado, un deseo de cambiar el estado de las cosas.

Por todo eso hay que quejarse, aunque sea difícil y hasta provoque susto: del racismo de nuevo cuño, que siembra la división allí donde había que promover la igualdad y posterga la salida del problema esencial de esta sociedad; de la desconfianza generalizada en forma de prejuicios que se circulan cual monedas de oro, del odio que provoca. Hay que quejarse de la falta de respuestas, pero también de la ausencia de voces críticas; de la incertidumbre y la falta de esperanza. Hay que quejarse en lugar de permanecer callado cuando todo se derrumba alrededor.

*Claudio Rossell es profesional de la comunicación social.

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Destruir el Estado, utopía y realidad

La utopía radical, sea neoliberal o socialista, de debilitar o anular lo público hace de la sociedad un infierno de precariedad institucional.

/ 26 de octubre de 2024 / 19:19

El Estado está bajo asedio. Fuerzas de uno y otro lado del espectro ideológico encuentran en las instituciones modernas y republicanas restricciones no solo indeseables, sino susceptibles de ser eliminadas, ora por acción, ora por omisión. La gobernanza del Estado incomoda a la gobernabilidad, y la razón instrumental se impone con sus propósitos de corto plazo y su falta de perspectiva en el tiempo y en el espacio.

La utopía, entendida como el ideal orientador de la práctica y el conocimiento, se ha convertido, irónicamente, en la visión que extrema las posiciones y prácticas ideológicas. En su libro de 1984, Crítica de la razón utópica, F. Hinkelammert (1931-2023) argumenta que tanto el pensamiento burgués como el socialista han caído en una “ingenuidad utópica”, que distorsiona la percepción de la realidad social. El filósofo alemán-costarricense afirma que las utopías deben ser vistas como regulaciones trascendentales de la praxis, no como metas concretas, y que la razón utópica comete el error de creer que se trata de metas efectivamente alcanzables y no una proyección del futuro deseable.

Ideologías

La razón utópica que analiza Hinkelammert está presente en toda suerte de ideologías y se presenta en forma de discurso transformador. La manifestación más visible está en líderes como Javier Milei o Donald Trump, que representan una seria amenaza a las instituciones estatales y los derechos humanos. Pero no únicamente: menos visibles, pero no menos polémicos son los líderes del polo ideológico opuesto, que en nombre de la revolución representan idéntica amenaza.

La diferencia fundamental está en que el argentino se nombra a sí mismo ‘anarcocapitalista’ y ha prometido destruir el Estado desde adentro, y lo intenta con ahínco y el efectivo apoyo de amplios sectores conservadores y neoliberales, mientras que el estadounidense, que todavía es solo candidato a la reelección, se muestra más proclive a las políticas discriminatorias y segregacionistas, que requieren del poder estatal; ambas producen el incremento de las desigualdades con su efecto de crecientes privilegios para unos y penurias para el resto. En la vereda ideológica opuesta, los privilegios también se incrementan a costa del mal funcionamiento de las instituciones y favorecen a quienes más cerca están del poder.

Destruyendo al Estado

Casi cuatro décadas antes de que el Presidente argentino accediera al poder para quebrarlo y dejar todo a la autorregulación del mercado, Hinkelammert había caracterizado la utopía anarcocapitalista. La creencia central del anarcocapitalismo es que el mercado puede autorregularse sin intervención estatal; se basa en una visión idealizada del individuo como un agente completamente racional y autónomo, lo que nuestro filósofo considera desconectado de las realidades sociales y económicas que afectan a las personas; el anarcocapitalismo rechaza la necesidad de instituciones mediadoras que faciliten la transición hacia una sociedad más justa; en el camino, confunde la libertad individual con la ausencia de orden, lo que puede llevar a situaciones caóticas, no a la utopía anarquista.

Asimismo, aunque el anarcocapitalismo se opone a la violencia del Estado, produce formas de violencia estructural al no abordar las desigualdades inherentes al capitalismo; se caracteriza también por criticar el orden establecido, sin ofrecer una propuesta clara para construir un nuevo orden social; su discurso se fundamenta en una visión maniquea que divide el mundo entre «libertad» (representada por el mercado) y «opresión» (representada por el Estado), sin reconocer las complejidades intermedias. Finalmente, la utopía anarcocapitalista ignora el contexto histórico y social en el que se desarrollan las relaciones humanas, lo que limita su capacidad para ofrecer soluciones efectivas a los problemas contemporáneos.

La izquierda también

Pero no solo el neoliberalismo o su versión radicalizada pugna por destruir el Estado; por razones distintas, pero con resultados similares, algunos gobiernos regidos por líderes autoidentificados como socialistas atentan contra la institucionalidad de sus respectivos países aludiendo a la necesidad de prevalecer ante los modos y las formas de la derecha, es decir del neoliberalismo. Es la actualización de la pugna entre las utopías socialista y neoliberal, en clave menos idealista y mucho más pragmática, instrumental.

Así, allí donde los unos ensayan sofisticadas formas de maldad en forma de individualismo exacerbado y culto desmedido a la estabilidad macroeconómica a costa del bienestar de la mayoría de la población, los otros reemplazan la gestión por propaganda y descuidan su deber de garantizar hasta los más esenciales derechos, con el efecto de sacrificar el bienestar y hasta la seguridad de la mayoría de la población, inerme ante instituciones no solo ineficaces, sino también corruptas.

La cuestión del Estado

Allí donde los unos comulgan, en todo o en parte, con el ideario fascista, sobre todo en su visión maniquea y sus altas dosis de violencia, física y psicológica, y que en esencia sirve para capturar el poder y sus instituciones en favor de grupos tan minoritarios como privilegiados, los otros ponen este ideario en práctica con grandes dosis de intolerancia y violencia con el adversario político, al extremo de despojarle de todos sus derechos al quitarle hasta la ciudadanía.

También, allí donde los unos buscan eliminar o cuando menos reducir la capacidad de regulación estatal, para evitar que afecten los intereses privados de unos cuantos, los otros dañan sistemáticamente las instituciones que suponen frenos y contrapesos a su propia acción y a la de sus adictos. En tales circunstancias, la noción de “casta” se vuelve polisémica, cuando no abiertamente confusa.

El resultado de este estado de cosas producto de la razón utópica, lejos de ser una distopía, es decir un futuro negativo y sombrío, es un presente caracterizado por la precariedad, la incertidumbre y la ausencia de garantías, constitucionales o no. Se destruye el Estado, no importa en nombre de qué intereses o ideales, sin realmente destruirlo, convirtiendo en un infierno el mundo de la vida.

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Poder

Claudio Rossell Arce

/ 20 de octubre de 2024 / 06:00

Han corrido ríos, océanos de tinta con toda clase de reflexiones sobre el origen, naturaleza, virtudes, defectos, potencia, etcétera, del poder. No todas coinciden en sus principios, ni en sus medios o sus fines; algunas lo señalan como imprescindible, otras, como las de los libertarios (los de verdad, no los anarcocapitalistas de hoy que esconden detrás del vocablo su falta de humanidad, su pobreza de espíritu y su culpable ignorancia –Immanuel dixit), encuentran en la existencia de una autoridad el origen de las desigualdades y todos los males que provocan.

El poder no es para personas perezosas, pues demanda mucho esfuerzo, incluso si este no tiene nada que ver con los deberes que impone el privilegio de gobernar (su vida, su hogar, una institución, un país…); exige trabajar a tiempo completo para imponer la voluntad propia sobre la del resto de la gente y, al final, para proteger el “legado”, lo cual en muchos casos significa no dejar que desaparezcan los cambios introducidos, a la buena o a la mala, pero que son tan frágiles como la espuma del jabón.

El poder tiene el potencial adictivo de la heroína, la pasta base y el fentanilo combinados. Son raras las personas que después de haberlo probado (que es lo mismo que decir ‘ejercido’) pueden resistirse a su influjo; algo así como el conflicto de quien, habiéndose acostumbrado a viajar en avión privado debe elegir entre nuevamente hacer fila en el aeropuerto o tener que quedarse en tierra; o el de quien, luego de años y años apenas necesitando pronunciar sus deseos para que se hagan realidad, luego se ve obligado a hacer tareas tan ordinarias como amarrarse los zapatos o prepararse una taza de café instantáneo.

La ciencia (que tiene sus propios mecanismos de poder, a veces particularmente perversos) ha demostrado abundantemente que el poder trastorna a las personas hasta hacerlas irreconocibles. Numerosos estudios, realizados no en la mente de quienes gobiernan, sino en las de quienes, al ser sometidos a experimentos, cambian su personalidad luego de muy poco tiempo de haber recibido alguna cuota de poder sobre sus semejantes, han identificado actitudes y comportamientos que se repiten incluso en diferentes circunstancias.

El poder inspira a las personas a volverse egoístas; de pronto las demás personas, con sus necesidades, carencias y anhelos, pierden los contornos que las hacen únicas e irrepetibles y se convierten en peones de un tablero donde el criterio político los separa en útiles o inútiles, que es concomitante con la división amigo-enemigo. El egoísmo se contagia fácil, y no son pocas las personas que persiguen, ejerciendo el egoísmo en todas sus formas, su propia cuota de poder. En el camino, la compasión se convierte en una rémora de la que hay que deshacerse.

Las personas que adquieren poder descubren rápidamente que en aquellas alturas la mentira es la moneda de cambio. El ejercicio del poder induce a mentir con confianza, con naturalidad. El problema es que muy a menudo las mentiras se revelan como tales, ora porque todos los anuncios se hacen en tiempo futuro, o porque las obras están siempre inaugurándose y rara vez concluyéndose o, peor, porque las palabras que se pronuncian no coinciden con la realidad que los sentidos perciben.

Poder e hipocresía se procesan de igual manera en el cerebro de la persona adicta al poder. De muy antiguo se sabe que la medida del poder está en la interdependencia, y para mantener un estado de cosas favorable, hay que aprender a ser sumiso con unos y tirano con otros, a circular monedas falsas con una sonrisa de sinceridad. Además, la adicción al poder da a las personas una falsa creencia en sus habilidades; mientras más alta la posición, menos personas se atreven a cuestionar los dictados, y menos consciente es el emperador de que está desnudo. Y al final, detrás de la máscara inhumana del poder, siempre hay un ser pequeño, acosado por sus miserias y sus miedos, que cual mago de Oz hace cuanto esté a su alcance para que nadie se dé cuenta.

Por supuesto, para que todo esto sea posible, hacen falta multitudes dispuestas a creer en su líder y en sus falsas apariencias y promesas. Tal vez, ese es el verdadero problema.

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Odio

Claudio Rossell Arce

/ 6 de octubre de 2024 / 06:00

Les hemos visto, una y otra vez: el ceño fruncido, los ojos chinitos y la mirada dura como acero, la nariz convertida en pico de ave y los labios apretados o ligeramente abiertos, mostrando los dientes. Es el rostro del odio, de la ira, síntoma de que algo malo puede pasar. El odio es una de las emociones más destructivas que puede experimentar el ser humano, y no distingue posiciones ideológicas o argumentos a favor o en contra.

Aunque a menudo se asume que es algo innato, en realidad suele ser alimentado por diversos factores, sociales y políticos; cuando el odio se cultiva de forma sistemática, no solo afecta a las personas que lo padecen o lo sienten, sino que se convierte en un arma peligrosa que desgarra el tejido social. Así, casi siempre, el odio no surge de manera espontánea, sino que suele ser inducido.

La historia contemporánea está plagada de ejemplos: el nazismo, el genocidio en Ruanda y la islamofobia tras el 11 de septiembre de 2001 muestran cómo el odio puede ser cultivado deliberadamente. Sin necesidad de ir tan lejos, es fácil recordar lo sucedido en los 12 meses posteriores al 20 de octubre de 2019, cuando muchas y muchos periodistas usaron su oficio como arma contundente, racializando a los “masistas” y amplificando, cuando no produciendo, los discursos de odio contra ese grupo.

En todos los casos, los mecanismos para producir y alimentar el odio incluyen propaganda masiva, manipulación de los medios y creación de políticas de exclusión. Este cultivo del odio tiene consecuencias devastadoras: polariza sociedades, fomenta la violencia, deshumaniza a los individuos y favorece siempre a minorías escondidas detrás de las desorientadas masas. En el peor de los casos, puede conducir a la humanidad entera hasta las puertas de una nueva guerra mundial de efectos imprevisibles, como está sucediendo hoy mismo.

Actualmente, las plataformas digitales permiten que las ideologías extremistas y los discursos de odio se difundan a toda velocidad; la desinformación y la creación de burbujas ideológicas perpetúan el odio y radicalizan a individuos y grupos, incluso sin que estos se den cuenta. Es en estas circunstancias que se aprecia con gran nitidez lo que H. Arendt llamó la “banalidad del mal”: un ejercicio del odio que no proviene de una ideología profundamente maliciosa, sino de la falta de pensamiento crítico y responsabilidad moral. El mal, al igual que el odio, puede ser banal: personas comunes participan en atrocidades por solo obedecer sin cuestionar.

Esta lógica puede aplicarse a muchos de los actos de odio actuales. Las personas, atrapadas en narrativas impuestas por líderes o sistemas, pueden deshumanizar a otros sin cuestionar las implicaciones de sus acciones. La obediencia ciega y la falta de reflexión pueden convertir a cualquiera en un instrumento de odio, capaz de producir violencia de toda clase, pero también de justificarla cuando la ejerce el jefe o alguien de su equipo.

No es fácil combatir el odio. Hace falta un enfoque integral, que de todas maneras será cuestionado en nombre de los prejuicios y estereotipos que busca eliminar, o de los principios y valores que desea fomentar: en nombre de mi libertad, te prohíbo que hables de ella, parece ser la consigna. El camino, probablemente, pasa por enseñar a las personas a pensar de manera crítica, a identificar y cuestionar las narrativas de odio. Las leyes que penalizan los crímenes y los discursos de odio son fundamentales para proteger a las víctimas y evitar que el odio se normalice, siempre y cuando no terminen convertidas en arma de persecución y sanción a quienes piensan diferente.

Urge, pues, promover contranarrativas que en lugar de odio y división fomenten la cohesión social y rompan los ciclos de odio. Solo con un esfuerzo colectivo de promoción del pensamiento crítico y la responsabilidad moral se puede combatir eficazmente el odio y el mal que lo engendra, cosa que en estos tiempos parece apenas una utopía.

Claudio Rossell es profesional de la comunicación social

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Ñoño

Es difícil encontrar el uso de la palabra en la literatura contemporánea en español.

Claudio Rossell Arce

/ 22 de septiembre de 2024 / 07:24

La costumbre inducida por “las evidencias indiscutibles de la cultura de masas”, Jürgen dixit, hacen que la mayor parte de las personas imagine, de manera instantánea, la figura de un entonces obeso Edgar Vivar, actor mexicano que encarnaba al hijo del Sr. Barriga, en la serie de Roberto Gómez Bolaños, el Chespirito. Eso es un ñoño, en nombre, aspecto y actitud, pero no es la única manera de serlo.

El Diccionario dice que ñoño es aquello “soso, anodino, insulso, insípido, insustancial, simplón” o “apocado, timorato, pusilánime, amilanado”, y que cuando se aplica a una persona significa que es “sumamente apocada, encogida y de corto ingenio” o que ñoño equivale a “cursi, soso”. También dice el anciano libro de las palabras españolas que su origen puede estar en el latinajo ‘nonnus’, que significa anciano; seguramente, al convertirse algunas enes en eñes, la nueva palabra pasó a significar, “caduco, chocho”, hasta quedar en desuso, ¿o no?

Fuera del ya nombrado personaje de la televisión, es difícil encontrar el uso de la palabra en la literatura contemporánea en español, lo cual no significa que no lo haya. Los catálogos de mexicanismos señalan que, actualmente, “ñoño” se refiere a personas solemnes, conservadoras, incluso aburridas, aunque también puede tener un matiz afectuoso o infantil. También se ha dicho que ñoño puede aplicarse a cosas “sin gracia o verdadera belleza”. Extremando la metáfora de la TV, se puede añadir que ñoñas son las personas caprichosas.

Al combinar entre sí los diferentes significados del adjetivo, la tipificación se multiplica casi hasta el extremo de pensar que todo tiene un tinte de ñoño, o de ñoñez, desde el candor infantil, o, mejor dicho, pueril, hasta la majadería de quien se cree, o se sabe, dueño de privilegios, casi nunca merecidos. Por ejemplo, es ñoño, de televisión, el personaje de la inolvidable frase: “mi padre arregló con…”; también de ficción televisiva el otro, en otra circunstancia, explicando su “maniobra envolvente”.

Del autor: No

Ñoño, de periódico, el que, habiéndosele señalado un defecto, de obra, de carácter o de voluntad, lejos de argumentar a favor propio se enoja y afirma ¡tú también!, ¡y tus empleadores son unos tontos!; ñoñez aparte, que el tono provenga de quien se considera periodista “independiente” (“las comillas no son mías”). La pobreza argumentativa, de nuevo Jürgen, es un obstáculo para la acción comunicativa en un marco de racionalidad (utopía crítica, si el oxímoron resulta aceptable, como ninguna) y que permitiría construir un espacio público sano.

Ñoñez rima con ridiculez cuando, por ejemplo, el dirigente gremial anuncia bloqueo de calles contra el incremento de precios de los productos que su “familia gremial” vende en el mercado, callejero o no; ñoña sería la respuesta si, cumpliendo la demanda de los comerciantes hoy movilizados, se aplicara control de precios, provocando de manera inmediata otro bloqueo contra esa restricción a la libertad. Ñoñez total, en el mismo sentido, la de quien hace semanas bloqueó carreteras, impidiendo el paso de camiones cisterna cargados de combustible, en protesta por la falta de diésel.

Ñoñez arrogante la de quien se atribuye de manera exclusiva la representación de lo popular, de quien se llama sí mismo líder de los humildes, pero se exhibe con arrogancia, mostrando delirios de jefazo con demasiados años de adulación, o, mejor dicho, ‘llunk’erío’. Misma ñoñez la de quien se muestra humilde y compungido ante las cámaras, pero luego hace y deja hacer (“y de tantas maneras”, Manolo Otero dixit). Ñoñez de manual, la de quien vive rodeado de libros, y doblemente ñoño por despreciar, con razones ideológicas, a los vecinos del barrio donde libremente eligió vivir. Ñoño total, quien le hace el aguante a un líder en nombre de los viejos tiempos, de los viejos sueños, hoy convertidos en pesadillas. Ñoño, quien revisa el manual antes de responder, sin preocuparse de si lo que dice es coherente o no.

Ñoños, así, los tiempos que vivimos (y ñoño quien no cree que siempre fue así). Ñoño, quien se dé por aludido.

*Claudio Rossell es profesional de la comunicación social

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