Cómo el capitalismo se descarriló
Bret Stephens
Los países del Grupo de los 7 podrían haber establecido un récord cuando se reunieron en Italia la semana pasada. ¿Ha habido alguna vez una asamblea menos popular de líderes del mundo libre? Los índices de aprobación variaron desde Giorgia Meloni, de alrededor de 40% de Italia, hasta Emmanuel Macron, de 21% de Francia, y Fumio Kishida, de 13% de Japón. El año pasado, el Barómetro de Confianza de Edelman encontró que solo el 20% de las personas en los países del G7 pensaban que ellos y sus familias estarían mejor en cinco años. Otra encuesta de Edelman, de 2020, reveló una amplia desconfianza hacia el capitalismo en países de todo el mundo, “impulsada por una creciente sensación de desigualdad e injusticia en el sistema”.
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¿A qué se debe el amplio descontento con un sistema económico que se supone debe ofrecer una prosperidad sin igual? Ruchir Sharma, presidente de Rockefeller International y columnista del Financial Times, tiene una respuesta que se reduce a dos palabras: dinero fácil. En un nuevo libro revelador presenta un caso convincente. «Cuando el precio de pedir dinero prestado es cero», me dijo Sharma, «el precio de todo lo demás se vuelve loco». Por poner solo un ejemplo: en 2010, cuando comenzaba la era de las tasas de interés ultrabajas e incluso negativas, el precio de venta medio de una casa en Estados Unidos rondaba los $us 220.000. A principios de este año, eran más de $us 420.000.
En ningún otro lugar la inflación (en el sentido amplio del término) ha sido más evidente que en los mercados financieros globales. En 1980 valían un total de $us 12 billones de dólares, equivalente al tamaño de la economía mundial en ese momento. Después de la pandemia, señaló Sharma, esos mercados valían $us 390 billones, o alrededor de cuatro veces el producto interno bruto total del mundo.
En teoría, el dinero fácil debería tener amplios beneficios para la gente común, desde los empleados con planes 401(k) hasta los consumidores que obtienen hipotecas baratas. En la práctica, ha destruido gran parte de lo que solía hacer del capitalismo un motor de prosperidad de la clase media en favor de los viejos y los muy ricos.
Primero, hubo inflación en los activos reales y financieros, seguida de inflación en los precios al consumidor, seguida de mayores costos financieros a medida que las tasas de interés aumentaron para combatir la inflación, lo que inevitablemente genera presión política para volver a políticas de dinero fácil.
El golpe a la economía en general también se presenta de otras formas: mercados ineficientes que ya no utilizan cuidadosamente el dinero para sus usos más productivos, grandes corporaciones que se tragan a competidores más pequeños y recurren a lobbystas para doblar las reglas gubernamentales a su favor, y el colapso de las prácticas económicas prudenciales.
Pero el peor golpe es para el capitalismo mismo: una sensación generalizada y bien fundada de que el sistema está roto y amañado, particularmente contra los pobres y los jóvenes. La consecuencia social de esto es la rabia; la consecuencia política es el populismo.
¿Qué sucede cuando los dos partidos principales están casados con dos versiones de las mismas ideas fallidas? ¿Y qué sucede cuando figuras destacadas tanto de la izquierda progresista como de la derecha populista buscan agravar el problema con un crédito aún más fácil y un gasto más galopante? La respuesta: estamos vagando en la niebla. Y el precipicio está más cerca de lo que pensamos.
(*) Bret Stephens es columnista de The New York Times