Voces

Monday 7 Oct 2024 | Actualizado a 01:10 AM

Idiota

Están los idiotas desinformados, que basan sus opiniones y decisiones en información errónea o sesgada

Claudio Rossell Arce

/ 27 de junio de 2024 / 09:49

Muy antiguamente, se decía que una persona era idiota cuando no participaba en la vida pública o en los asuntos políticos de la polis; en ese sentido, un idiōtēs (que viene de la palabra griega ἰδιώτης) era alguien que se centraba únicamente en sus intereses privados y no contribuía al bien común ni participaba en el debate público. Es evidente que ese tipo de gente existió y existe, sin importar su estatus educativo, económico o de clase.

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Es probable que el desprecio que esta gente provoca entre sus pares que sí participan en el debate público sea la razón por la cual el vocablo idiota se fue llenando de connotaciones negativas a lo largo de la historia, hasta convertirse en lo que es hoy: sinónimo de estupidez o falta de inteligencia, un insulto duro como piedra que se arroja con furia contra quien actúa de manera displicente o abiertamente negligente.

Se dice que los griegos (nótese que en este caso el género de la palabra importa, pues entonces ni las mujeres ni los esclavos participaban de la cosa pública) valoraban altamente la participación activa en la política y consideraban la vida pública como una parte esencial de la ciudadanía y la virtud, mientras que la falta de participación se veía como una forma de ignorancia o desinterés por el bienestar de la comunidad: una idiotez. En la década de 1960, Jürgen Habermas, sin nombrarlos, deploró el daño que le hacen los idiotas a la comunicación pública al convertirla en mero instrumento de propaganda.

En la literatura universal (y tiene que ser una idiotez creer que la humanidad y sus obras están en el centro no de su país o su planeta, sino del universo) hay idiotas famosos, y muy a menudo se les considera tales por razones diferentes a las señaladas hasta aquí. El príncipe Myshkin, de Fiódor Dostoyevski, es llamado idiota no por su falta de inteligencia, sino por su pureza, bondad y honestidad, que contrastan con la corrupción y el cinismo de la sociedad decimonónica que lo rodea.

También es considerado idiota, por no conformar con la sociedad, el personaje del cuento de Marcel Ayme, quien emplea el término para cuestionar las normas sociales y destacar la inocencia y la autenticidad de su personaje, Léonard. Miguel de Unamuno escribió La historia de los idiotas contada por ellos mismos, empleando la palabra de manera crítica y filosófica, y explorando la paradoja de la idiotez y la sabiduría. Sin ser nombrado de esa manera, Mersault, el personaje de Albert Camus en El extranjero queda como un idiota al ser condenado por no haber llorado la muerte de su madre y no por haber asesinado a un hombre a sangre fría; idiotas sus juzgadores, también.

Entre los idiotas contemporáneos puede identificarse al que pese a tener acceso a la información y la educación, elige mantenerse desinformado por comodidad o apatía; la realidad le resulta sobrecogedora y teme hacerle frente: es el idiota voluntario, que siempre resulta funcional a los intereses de quienes administran el poder o cuando menos intentan tomarlo. Eso explica la existencia de idiotas engreídos, quienes, a pesar de su falta de conocimiento o competencia, actúan con gran confianza y arrogancia, desestimando el consejo y la experiencia de los demás o, a menudo, hasta la simple razón; en la clase política abundan, y hasta toman decisiones.

Hay idiotas conformistas, como quienes siguen a la mayoría sin cuestionar, adoptando opiniones y comportamientos por simple presión social. Desinteresados, como quienes muestran una total falta de interés por aprender o entender asuntos importantes que les afectan directamente. Y están sobre todo los idiotas desinformados, que basan sus opiniones y decisiones en información errónea o sesgada, sin buscar verificar la veracidad de sus fuentes; las redes sociales no solo los han convertido en legión, sino que, como lamentaba Umberto Eco, les han dado voz y les han hecho creer que tienen algo relevante que decir.

Así, en tiempos de idiotez universal, probablemente también sea idiota, en el sentido literario de la palabra, creer que es posible recuperar valores democráticos como la confianza, la tolerancia y la predisposición al diálogo. Solo queda preguntarse ¡¿Y ahora, quién podrá defendernos?! Esperando al Chapulín Colorado, que era torpe, pero nunca idiota.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación

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Odio

Claudio Rossell Arce

/ 6 de octubre de 2024 / 06:00

Les hemos visto, una y otra vez: el ceño fruncido, los ojos chinitos y la mirada dura como acero, la nariz convertida en pico de ave y los labios apretados o ligeramente abiertos, mostrando los dientes. Es el rostro del odio, de la ira, síntoma de que algo malo puede pasar. El odio es una de las emociones más destructivas que puede experimentar el ser humano, y no distingue posiciones ideológicas o argumentos a favor o en contra.

Aunque a menudo se asume que es algo innato, en realidad suele ser alimentado por diversos factores, sociales y políticos; cuando el odio se cultiva de forma sistemática, no solo afecta a las personas que lo padecen o lo sienten, sino que se convierte en un arma peligrosa que desgarra el tejido social. Así, casi siempre, el odio no surge de manera espontánea, sino que suele ser inducido.

La historia contemporánea está plagada de ejemplos: el nazismo, el genocidio en Ruanda y la islamofobia tras el 11 de septiembre de 2001 muestran cómo el odio puede ser cultivado deliberadamente. Sin necesidad de ir tan lejos, es fácil recordar lo sucedido en los 12 meses posteriores al 20 de octubre de 2019, cuando muchas y muchos periodistas usaron su oficio como arma contundente, racializando a los “masistas” y amplificando, cuando no produciendo, los discursos de odio contra ese grupo.

En todos los casos, los mecanismos para producir y alimentar el odio incluyen propaganda masiva, manipulación de los medios y creación de políticas de exclusión. Este cultivo del odio tiene consecuencias devastadoras: polariza sociedades, fomenta la violencia, deshumaniza a los individuos y favorece siempre a minorías escondidas detrás de las desorientadas masas. En el peor de los casos, puede conducir a la humanidad entera hasta las puertas de una nueva guerra mundial de efectos imprevisibles, como está sucediendo hoy mismo.

Actualmente, las plataformas digitales permiten que las ideologías extremistas y los discursos de odio se difundan a toda velocidad; la desinformación y la creación de burbujas ideológicas perpetúan el odio y radicalizan a individuos y grupos, incluso sin que estos se den cuenta. Es en estas circunstancias que se aprecia con gran nitidez lo que H. Arendt llamó la “banalidad del mal”: un ejercicio del odio que no proviene de una ideología profundamente maliciosa, sino de la falta de pensamiento crítico y responsabilidad moral. El mal, al igual que el odio, puede ser banal: personas comunes participan en atrocidades por solo obedecer sin cuestionar.

Esta lógica puede aplicarse a muchos de los actos de odio actuales. Las personas, atrapadas en narrativas impuestas por líderes o sistemas, pueden deshumanizar a otros sin cuestionar las implicaciones de sus acciones. La obediencia ciega y la falta de reflexión pueden convertir a cualquiera en un instrumento de odio, capaz de producir violencia de toda clase, pero también de justificarla cuando la ejerce el jefe o alguien de su equipo.

No es fácil combatir el odio. Hace falta un enfoque integral, que de todas maneras será cuestionado en nombre de los prejuicios y estereotipos que busca eliminar, o de los principios y valores que desea fomentar: en nombre de mi libertad, te prohíbo que hables de ella, parece ser la consigna. El camino, probablemente, pasa por enseñar a las personas a pensar de manera crítica, a identificar y cuestionar las narrativas de odio. Las leyes que penalizan los crímenes y los discursos de odio son fundamentales para proteger a las víctimas y evitar que el odio se normalice, siempre y cuando no terminen convertidas en arma de persecución y sanción a quienes piensan diferente.

Urge, pues, promover contranarrativas que en lugar de odio y división fomenten la cohesión social y rompan los ciclos de odio. Solo con un esfuerzo colectivo de promoción del pensamiento crítico y la responsabilidad moral se puede combatir eficazmente el odio y el mal que lo engendra, cosa que en estos tiempos parece apenas una utopía.

Claudio Rossell es profesional de la comunicación social

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Ñoño

Es difícil encontrar el uso de la palabra en la literatura contemporánea en español.

Claudio Rossell Arce

/ 22 de septiembre de 2024 / 07:24

La costumbre inducida por “las evidencias indiscutibles de la cultura de masas”, Jürgen dixit, hacen que la mayor parte de las personas imagine, de manera instantánea, la figura de un entonces obeso Edgar Vivar, actor mexicano que encarnaba al hijo del Sr. Barriga, en la serie de Roberto Gómez Bolaños, el Chespirito. Eso es un ñoño, en nombre, aspecto y actitud, pero no es la única manera de serlo.

El Diccionario dice que ñoño es aquello “soso, anodino, insulso, insípido, insustancial, simplón” o “apocado, timorato, pusilánime, amilanado”, y que cuando se aplica a una persona significa que es “sumamente apocada, encogida y de corto ingenio” o que ñoño equivale a “cursi, soso”. También dice el anciano libro de las palabras españolas que su origen puede estar en el latinajo ‘nonnus’, que significa anciano; seguramente, al convertirse algunas enes en eñes, la nueva palabra pasó a significar, “caduco, chocho”, hasta quedar en desuso, ¿o no?

Fuera del ya nombrado personaje de la televisión, es difícil encontrar el uso de la palabra en la literatura contemporánea en español, lo cual no significa que no lo haya. Los catálogos de mexicanismos señalan que, actualmente, “ñoño” se refiere a personas solemnes, conservadoras, incluso aburridas, aunque también puede tener un matiz afectuoso o infantil. También se ha dicho que ñoño puede aplicarse a cosas “sin gracia o verdadera belleza”. Extremando la metáfora de la TV, se puede añadir que ñoñas son las personas caprichosas.

Al combinar entre sí los diferentes significados del adjetivo, la tipificación se multiplica casi hasta el extremo de pensar que todo tiene un tinte de ñoño, o de ñoñez, desde el candor infantil, o, mejor dicho, pueril, hasta la majadería de quien se cree, o se sabe, dueño de privilegios, casi nunca merecidos. Por ejemplo, es ñoño, de televisión, el personaje de la inolvidable frase: “mi padre arregló con…”; también de ficción televisiva el otro, en otra circunstancia, explicando su “maniobra envolvente”.

Del autor: No

Ñoño, de periódico, el que, habiéndosele señalado un defecto, de obra, de carácter o de voluntad, lejos de argumentar a favor propio se enoja y afirma ¡tú también!, ¡y tus empleadores son unos tontos!; ñoñez aparte, que el tono provenga de quien se considera periodista “independiente” (“las comillas no son mías”). La pobreza argumentativa, de nuevo Jürgen, es un obstáculo para la acción comunicativa en un marco de racionalidad (utopía crítica, si el oxímoron resulta aceptable, como ninguna) y que permitiría construir un espacio público sano.

Ñoñez rima con ridiculez cuando, por ejemplo, el dirigente gremial anuncia bloqueo de calles contra el incremento de precios de los productos que su “familia gremial” vende en el mercado, callejero o no; ñoña sería la respuesta si, cumpliendo la demanda de los comerciantes hoy movilizados, se aplicara control de precios, provocando de manera inmediata otro bloqueo contra esa restricción a la libertad. Ñoñez total, en el mismo sentido, la de quien hace semanas bloqueó carreteras, impidiendo el paso de camiones cisterna cargados de combustible, en protesta por la falta de diésel.

Ñoñez arrogante la de quien se atribuye de manera exclusiva la representación de lo popular, de quien se llama sí mismo líder de los humildes, pero se exhibe con arrogancia, mostrando delirios de jefazo con demasiados años de adulación, o, mejor dicho, ‘llunk’erío’. Misma ñoñez la de quien se muestra humilde y compungido ante las cámaras, pero luego hace y deja hacer (“y de tantas maneras”, Manolo Otero dixit). Ñoñez de manual, la de quien vive rodeado de libros, y doblemente ñoño por despreciar, con razones ideológicas, a los vecinos del barrio donde libremente eligió vivir. Ñoño total, quien le hace el aguante a un líder en nombre de los viejos tiempos, de los viejos sueños, hoy convertidos en pesadillas. Ñoño, quien revisa el manual antes de responder, sin preocuparse de si lo que dice es coherente o no.

Ñoños, así, los tiempos que vivimos (y ñoño quien no cree que siempre fue así). Ñoño, quien se dé por aludido.

*Claudio Rossell es profesional de la comunicación social

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No

Claudio Rossell Arce

/ 8 de septiembre de 2024 / 07:55

El título también pudo haber sido “nada”, ya que, en muchos casos, es lo que queda después del no, pero no hay que adelantarse. Si hay una palabra clave en el núcleo de la existencia humana es, sin duda, el “no”. Este adverbio, tan cortante como definitivo, es no solo una partícula lingüística fundamental, sino también una herramienta retórica sofisticada y una fuente de debate filosófico desde hace milenios. Desde la vida cotidiana hasta la metafísica, el «no» no solo niega, sino que, irónicamente, construye, aunque eso parezca un oxímoron.

Desde el punto de vista lingüístico, el “no” es un adverbio de negación, una de las primeras palabras que se aprende de la lengua materna; sin ella es imposible rechazar, contradecir o, simplemente, evitar lo que causa disgusto: “no quiero comer verduras”, “no iré a la fiesta”, “no me interesa tu opinión”. Es una joya de dos letras que puede transformar una proposición afirmativa en su contrario y dar la capacidad de negar el mundo tal como se nos presenta.

Sin embargo, no es solo su función descriptiva la que merece atención, sino también su capacidad de introducirse en la lógica del discurso y la interacción social. Desde negar verbos (“no quiero”), hasta adjetivos (“no es bueno”) o incluso oraciones completas, el “no” permea la vida diaria de todas las personas, sugiriendo que la capacidad de decir “no” es, de hecho, la primera lección en autodeterminación, aunque sean muchos quienes no toleran el rechazo.

En el ámbito de la retórica, el “no” es una herramienta multifacética: usado hábilmente, puede ser un arma cargada de ironía, sarcasmo o de profunda reflexión. Cuando alguien dice “No quiero parecer grosero, pero…” es evidente que lo que sigue no será precisamente un cumplido. En el lenguaje persuasivo, el “no” se usa para abrir nuevas posibilidades, negando una afirmación solo para enfatizar otra: “No es que lo estés haciendo mal, pero podrías hacerlo mejor”; en esta negación retórica, no solo se construye tensión, sino que también se dirige la atención del oyente hacia lo que se desea destacar.

El “no”’ es, sin duda, un excelente maestro en el arte de sugerir, rechazando algo para traer otra cosa al primer plano. Menos retórico es el “no” pronunciado ante quienes, confundidos por la canción de Sabina, creen que hay mujeres que dicen que sí cuando dicen que no; muchos de esos rechazados siguen buscando el sí (así sea “camuflajeado”, como recomendaba Arjona hace ya ¡30 años!) y cuando no lo consiguen tienden a descender a los sótanos de violencia.

En filosofía, la negación ha sido objeto de amplias reflexiones. Aristóteles ya hablaba del papel crucial que tiene la negación en la estructura del razonamiento: decir “no” no solo implica una contradicción, sino que establece un límite claro entre lo que es y lo que no es. Hegel plantea que la negación no es meramente destructiva, sino que es creativa, el “no” impulsa el pensamiento hacia nuevas síntesis: la negación de la negación es lo que permite el progreso de las ideas; negar, paradójicamente, construye. Para Kant, el “no” se parece al noúmeno: aquello que está allí, pero nunca podremos conocer completamente; o sea, la nada de los existencialistas.

Finalmente, el “no” tiene valor performativo: decir “no” es una acción concreta y produce realidad. Por ejemplo, al decir “no acepto”, se realiza el acto de la negativa; un “no” en la voz de una autoridad (como un juez o un jefe) puede transformar instantáneamente la realidad de una situación: “No permito esta conducta”, “No se acepta esta evidencia”; el “no” opera como una herramienta de control y regulación, transformando una situación con el mero uso de la palabra. Lo mismo que en un referéndum cuando la gente dice “no”, aunque el jefazo decida desconocer ese rechazo. La historia nos ha enseñado que esos gestos no quedan impunes.

El “no”, entonces, no es solo una pequeña palabra de negación, sino una manifestación de control sobre el lenguaje, el pensamiento y la realidad. Decir “no” puede liberar, ampliar la agencia y molestar al poder, especialmente cuando sus administradores creen que pueden imponerse a punta de mentiras, secretos y censura; a esos les decimos ¡no!

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Medidas

/ 25 de agosto de 2024 / 00:42

Hace ya 25 siglos, un sofista llamado Protágoras sentenció que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Relativizaba las certezas al mismo tiempo que señalaba una escala para el mundo. A la humanidad, parece que desde siempre, le gusta medir y tomar medidas, que no siempre son lo mismo; tiene que ver con la innata inclinación a conocer, pero también a controlar.

Se puede tomar medidas empleando sistemas de medición, que a lo largo de la historia de la humanidad no han hecho más que sofisticarse hasta, literalmente, el infinito. Pero también se toma medidas cuando algo necesita corrección, mejora o transformación, como cuando el hijo adolescente está descontrolado o lo mismo, pero con la opinión pública; a veces son medidas reactivas que se agotan pronto, otras son más duraderas, pero también cuesta más implementarlas. Cuando la mirada es de corto plazo, las primeras abundan y las segundas escasean.

Hay medidas de todo y para todo. Al parecer, a la gente le gustan las encuestas tanto como los crucigramas, y ambas vienen vistosamente ilustradas. Por lo general, los reportes de encuestas muestran medidas de tendencia central, indicadores como el promedio, la media o mediana, que resumen un conjunto de datos con un solo valor representativo, creando la falsa ilusión de unanimidad, y casi nunca las medidas de dispersión, que muestran la realidad de cuán dispersos y alejados están los datos respecto de la media; la dispersión ocurre porque cada persona mira y juzga el mundo desde su circunstancia, es decir desde su medida de todas las cosas.

También hay individuos que confunden la máxima protagórica creyendo que ellos son la medida de todas las cosas, como el rey que creía ser el Estado, o sus muchos émulos contemporáneos, que dicen ser el pueblo, atribuyéndole vicios y defectos propios y ajustando la realidad a la medida de su visión y no al revés. Suelen terminar provocando medidas extremas y hasta transformadoras, pero casi siempre imprevisibles, o sea, con consecuencias imposibles de medir a priori.

En el ámbito legal hay medidas cautelares, acciones provisionales que un juez puede tomar para asegurar el cumplimiento de una sentencia futura, pero que en sociedades con gobiernos de escasa vocación democrática terminan por llenar las cárceles con personas sin sentencia. Hay medidas legislativas, incluyendo la aprobación y sanción de proyectos de ley; en esos ámbitos, cuando la frustración gana, agarrarse a puñetazos en el hemiciclo es una medida desesperada, y equivocada.

Las mediciones más antiguas de la humanidad son, seguramente, el tiempo y el espacio, estructuras fundamentales (Kant dixit) sin las cuales es imposible organizar la experiencia humana. Como el ser humano es la medida de todas las cosas, desde muy antiguo se usan las partes del cuerpo para calcular longitudes: un codo, un pie, una pulgada, el ancho de la mano. Los sumerios de Mesopotamia, muchos siglos antes de la Revolución Francesa y su sistema métrico decimal, ya habían dividido la esfera en 60 partes, como la cara del reloj, que mide el paso del tiempo siempre de la misma manera, sin que eso altere el hecho que su velocidad no depende del complejo mecanismo que mueve las agujas sino de la experiencia del individuo; ya lo dijo Kazantzakis: el tiempo es el latido de un corazón.

Más recientemente han aparecido nuevas medidas, que se nombran con la palabra en inglés, pero castellanizada: métricas, que a su vez, según el diccionario, es el femenino del adjetivo que nombra las medidas asociadas al metro. Es irónico: este uso del lenguaje “no autorizado” por la Real Academia a nadie parece incomodarle, todo lo contrario de cuando se feminizan sustantivos y adjetivos que nombran la vida y los cuerpos de las mujeres.

25 siglos después, Protágoras, de quien se dice que ganaba mucho dinero y que era como una estrella de rock, pero en filosofía, sigue siendo vigente, tal vez más que nunca gracias a que la posmodernidad (o el realismo capitalista, si se prefiere) hizo añicos las certezas y los grandes relatos de la humanidad, dejando un rastro de relativismo que irrita a quienes quisieran un poco de certeza ideológica, e inspira a quienes promueven agendas fascistas gracias a que “su” verdad puede ser, cuando menos, aceptable.

Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación.  

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Lengua

/ 11 de agosto de 2024 / 00:44

Quién sabe cuándo, y cómo, la especie humana, o sus ancestros, comenzó a comunicarse verbalmente. Hay teorías que dicen que es una habilidad adquirida poco a poco desde hace más de un millón de años, otras datan el uso de las palabras en algún momento entre 100.000 y 50.000 años atrás. Lo cierto es que una palabra es un conjunto de sonidos articulados, y hacer sonar el pico o el hocico es algo que pueden todas las especies animales, antiguas y presentes.

Pero de todas las especies animales, solo la humana tiene la capacidad, aparentemente innata, de comunicarse verbal y lingüísticamente, es decir, de hablar y de usar la lengua, que en este caso es la forma compartida del lenguaje y no esa parte del órgano fonador que se mantiene dentro de la boca. Según la Biblia, los humanos, en su arrogancia, pretendieron construir una torre que llegase hasta el cielo para verse cara a cara con su creador; este, en su infinita sabiduría, dotó a los constructores de idiomas distintos, e impidió que se comuniquen para ponerse de acuerdo. Divide et impera, diría muchos siglos después un famoso pensador florentino.

Toda persona humana tiene, entonces, la capacidad innata de usar su órgano fonador, es decir, hablar, y para que el resto de la gente entienda qué está queriendo decir, emplea la lengua que les es común; esa comunidad es la que hace al idioma, que en casi todos los casos tiene, por una parte, un conjunto más o menos definido de reglas de uso; por ejemplo, el español y su Real Academia, que fija, limpia y da esplendor desde 1713 (aunque el primer Diccionario data de 1495). También, ahora se sabe, detrás del idiota está su falta de idioma: se es tal por no poder hablar.

Por otra parte, el idioma, además de las reglas comunes de gramática, escritura y dicción, tiene diferentes maneras de hablarse en los diversos contextos geográficos o sociales, o ambos a la vez; es el acento. Así, por ejemplo, en casi todos los países no es lo mismo hablar con el acento de la capital que con el de cualquier otra parte de “el interior” (tal vez eso explique por qué en el occidente del país cuando se señala a un o, peor, una, camba, se pronuncie siempre en diminutivo), así como tampoco es lo mismo pronunciar las palabras, y en especial algunas letras, o sonidos, con el acento de la parte alta o baja de la sociedad.

A lo largo de su historia, la humanidad se ha dotado de cada vez más lenguajes para expresar ideas y para construir el mundo, pasado, presente y futuro. Hace 50.000 años ya se producían expresiones visuales: antes que la escritura existieron los símbolos, que representaban con más o menos nitidez lo que se podía nombrar con palabras y ver con los ojos. Los lenguajes visuales no han hecho más que evolucionar hasta hoy, y con ellos la capacidad humana de ver, con los ojos y con la mente, realidades y tiempos diferentes.

Más o menos de la misma época son los más antiguos instrumentos musicales: el manchay puytu original tuvo que haber ocurrido en lo que hoy es Eslovenia hace unos 43.000 años. La música, igualmente, no ha hecho más que evolucionar en sus infinitos sonidos, que se estructuran de modo más diverso que en la lengua, y transmiten, entonces como ahora, sensación de rito y de juego, ideas más y menos complejas, pero, sobre todo, la más variada gama de emociones.

También tienen cosa de 35.000 años los cálculos matemáticos, comenzando con conteos y operaciones aritméticas y terminando milenios después en el lenguaje de la lógica formal, que, según sus cultores, es el modo más preciso de representar las ideas. De todos los lenguajes es el que más ejercicio y preparación exige, pues, en rigor, sirve para explorar lo inexplorado, incluso si no se llega a conocer o no se sabe qué se está conociendo.

Durante el fértil, pero regado con sangre, siglo XX, el estudio de la lengua permitió dar un salto copernicano en el entendemiento de cuán importante es el lenguaje no solo para la comunicación de ideas, sino para dar existencia a esas ideas. La pregunta ¿cómo conocemos lo que sabemos? sigue flotando y dando nuevas y novedosas respuestas, pero en todas ellas los lenguajes humanos son el componente esencial. Eso explica, finalmente, por qué es imposible ordenarle a las personas que cierren el pico o que callen su hocico.

 Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación.

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