Chuquiago blues
Siete de la mañana con 24 minutos. “Buenos días, querida Claudia. Comunicarte que Edgar nos dejó anoche”. Lo escribió Hellen, su warmi siempre amorosa. El resto de los minutos y de las horas de ese jueves de ceniza se hizo un nudo casi imposible de desatar. ¿Cómo se desenredan los recuerdos? ¿Cómo se ordena tanta risa? ¿Cómo se entiende que su voz no será más la misma? ¿Cómo es posible que el Chino Arandia ya no esté? La impotencia ante la ausencia física quiere escapar a través de una foto. Al llegar al periódico la encuentro: la imagen es de un viernes de Carnaval, Edgar fue convocado al programa Piedra, papel y tinta para hablar de los sentidos de la alegría y los excesos de este tiempo húmedo. Invitado y entrevistadora se han puesto sus trajes de pepino. La imagen ha congelado su ternura. La foto lo retrata de cuerpo entero: pepino paceño envuelto en serpentina y saberes cosechados en sus libros y en sus comprometidas observaciones de los mundos populares. “En carnaval he debido acabar tres pepinos”, dijo con firmeza y seriedad en aquella entrevista. Se entiende, entonces, la convicción y el cariño con los que pintó uno de sus cuadros más imantados: Miércoles de ceniza. Es el pepino después de la larga fiesta de la vida. Hoy se comprueba que ese pepino eterno es él, después de la celebración generosa que fue su vida presencial entre nosotros. “Adoro el carnaval porque es el festín existencial”, dijo en esa mañana que se acercaba al taypi.
Falta saber, solo por curiosidad, en qué momento el Chino Arandia da cuerpo a los trazos que lo definen como alguien irrepetible: ¿en el conventillo de la Genaro Sanjinés, jugando con los vecinos de su tanda, o en las clases nocturnas del colegio Ayacucho? ¿En la dureza de ser obrero de una imprenta o cuando comienza a pintar sabiendo que debía mantener a los suyos? ¿Cuando miró su título de antropólogo o cuando Banzer lo hizo tomar preso bajo su dictadura y destruyó su biblioteca personal? ¿Cuando se publicó su libro de poesía Chuquiago blues o cuando comenzó a investigar la religiosidad popular mirándose en un brillante espejo o en medio de sus cómplices, los Beneméritos de la utopía? ¿Cuando redujo su paleta a cinco colores para inaugurar sus propios pigmentos o cuando enseñó a esos jóvenes estudiantes que este viernes de agradecimiento llegaron con un par de flores a su velatorio en el Palacio Chico de la sede de gobierno? ¿Tendrá que ver el hecho de haber nacido en la Chuquiago Marka de 1950 o el haber hecho girar su matraca hasta el infinito? ¿Se graduó de “Edgar Arandia” cuando terminó de pintar ese pepino que hoy no deja de mirarnos mientras nos nubla su ausencia física o cuando la dictadura lo baleó?
Uno de sus amigos, Manuel Monroy Chazarreta se pregunta menos y responde más en un texto que se levantó como espuma de sus dedos: “Dicen que están llorando todas las ñatitas de la Jaén y las del cementerio más. Eso dicen. No saben pues, hermano Chino, que los has mamado, que estás colado para siempre en los pigmentos del amanecer, que te quedas para siempre rebotando de chuta cholero por cualquier fiesta del Altiplano”.
Y sí, me convenció el Papirri que este escribujante del goce, la belleza y la resistencia se quedará en la mirada de los llok’allas del Ayacucho, en los sueños de la gente pobre. Hoy miro nuevamente sus mundos en colores honestos y descubro que ni queriendo se irá de esta Bolivia mestiza que ha contemplado con lucidez, con compromiso, con ilusión.
Al final de esta semana de ceniza, Chino Arandia, nadie duda que las galerías de arte, tu oficina en ese Palacio Chico o en el Museo Nacional de Arte nunca pudieron competir con tus verdaderos y eternos hogares: la entrada de pepinos, el mercado abundante, el esplendor de la banda en el Gran Poder, el plato donde revienta la papa, donde se multiplican las habas y bendice el queso, los calores y colores en tus pinceles y lápices, los brazos leales de tus abuelos, las venas abiertas de tu Chuquiago Marka.
Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.