El rugir de la democracia
Una asonada, definida por un movimiento violento con un fin político, encaja perfectamente con los acontecimientos suscitados en la plaza Murillo, a la cabeza de un general delirante montado en una tanqueta y arremetiendo contra las puertas del Palacio Quemado, con un claro afán develado en sus declaraciones: hacerse con el poder. Esta asonada ha provocado una reacción de hastío del ciudadano común, quien después de sentir temor e incertidumbre se lanzó a las calles para poner de manifiesto su rechazo.
Para quienes hemos nacido en la última parte del siglo XX, hasta hace muy poco no habíamos experimentado el sentimiento que provoca un militar abalanzándose contra la institucionalidad, sin importarle nada más que investirse con el poder. Sin embargo, luego de la sorpresa de ver tanques y fusiles, algo empezó a agitarse en ese ciudadano, otro sentimiento, la irritación y el hastío al ver una máquina bélica, destinada a la defensa de nuestro país, golpear —literalmente— las puertas del poder democrático, eso fue lo que lo convocó a resistir la asonada.
Una multitud reunida frente a las tanquetas, la que no solamente sumaba funcionarios, representaba al ciudadano que no estaba dispuesto a dar crédito a quien en las puertas del Palacio Quemado pretendía sumar apoyo haciendo una abigarrada mezcla de promesas con arengas impregnadas de delirio e incoherencia. Representa también el hecho de que no estamos dispuestos a que nos pongan en orden a punta de bayoneta, sino que reclamamos la madurez de nuestra clase política para dejar de minar nuestro sistema democrático y lograr los consensos necesarios para proponer soluciones que mantengan los delirios alejados de los uniformes y las armas.
Ante todo esto, la reacción de Luis Arce —más allá de la acusación de histriónica que se le pueda hacer con mayor o menor fundamento— para mantener en marcha el sistema democrático y lanzarse a la jugada de proponer un jaque a la asonada nombrando un nuevo mando militar, aunque arriesgada, fue la acertada para dejar sentado que el espíritu de cuerpo de la mayoría de los militares se había mantenido incólume y que se condujo en consecuencia al reconocer al nuevo Alto Mando Militar del país.
De todo esto se llega a conclusiones que van más allá de los cuestionamientos que se puedan hacer sobre la autenticidad de los acontecimientos verificados. Primero, que las Fuerzas Armadas se deben a su pueblo y que no se encuentra en su misión el ejercicio del poder, mucho menos a costa de anular el sistema democrático del país; segundo, que el intento de una asonada es algo que no está dentro del imaginario de ningún ciudadano, sea funcionario público o no, que no es posible quitarle legitimidad a la multitud que se dio cita para rechazar un intento de alteración del orden democrático, y junto a esto, Arce ha anotado una importante batalla al dejar en claro el papel del Presidente constitucional como Capitán General de las Fuerzas Armadas del país, recordándoles su importante misión como protectores de la heredada patria.
Rafael Villarroel es economista.