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Monday 10 Feb 2025 | Actualizado a 16:49 PM

Demoprotección

Farit Rojas

/ 22 de julio de 2024 / 11:16

Cuando al profesor de teorías de la democracia de la Universidad de Florencia, Giovanni Sartori, le preguntaron sobre cuáles son las condiciones mínimas para hacer posible la democracia, él respondió: demoprotección y demopoder. La primera condición se refiere a la libertad de un pueblo, expresada en la protección del mismo frente a la tiranía. La segunda se refiere a la participación del pueblo en el gobierno, entendida como la conformación de un gobierno popular. Las preguntas siguieron y esta vez le preguntaron al profesor italiano cuál de ambas —demoprotección o demopoder— es más importante. La respuesta de Sartori fue que ambas condiciones son importantes, pero agregó que una es prioritariamente necesaria para la otra, y para entender esta prioridad hay que comprender que se trata de un tema secuencial: primero se precisa la demoprotección o la libertad del pueblo, para luego poder pensar en la segunda, el demopoder o el gobierno popular. No puede un pueblo gobernarse a sí mismo si antes ese pueblo no es libre. En esta respuesta hay una inclinación, así sea por razones de secuencia, a que la condición básica de la democracia es la demoprotección. Este elemento, en palabras de Sartori, se refiere esencialmente a la domesticación de la política, expresada en medios legales e instituciones estructurales para limitar el ejercicio del poder abusivo, absoluto y arbitrario; por ello la primera característica de la demoprotección es la protección del pueblo frente a la tiranía.

Consulte: Conceptos conjugados

¿Pero a qué se refiere Sartori con la noción de “domesticación de la política”? Sartori responde que se trata de una precondición para el ejercicio de la libertad, esta vez entendida como ausencia de daño o de amenaza de daño, y que es también una precondición para el paso de la demoprotección al demopoder. La domesticación de la política se expresa en la idea de que la política no mate, es decir, que la libertad que tiene toda persona de participar en política no ponga en riesgo su vida, dignidad y honor. Si la participación política de una persona puede llevarla a la muerte, a la tortura o al encarcelamiento, las posibilidades de la democracia son nulas. Si la primera tarea de los rivales en política es la de denigrar, insultar y calumniar al oponente, la práctica democrática está con serios cuestionamientos. Es justamente allí que se precisa de derechos o medios legales, y de mecanismos para protegerlos y llevarlos a la práctica, es decir, instituciones estructurales para limitar el ejercicio de poder abusivo. En consecuencia, en toda sociedad que se precie de llamarse democrática, lo primero que debe resolverse no son las próximas elecciones, sino el acceso a instituciones imparciales de justicia que garanticen los derechos de libertad política de las personas.

(*) Farit Rojas es docente investigador de la UMSA

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Hiperpublicidad

/ 3 de febrero de 2025 / 06:00

Una de las características del proceso inquisitivo, típico de la Edad Media, era la existencia de un juez todopoderoso investido de las funciones de investigación y enjuiciamiento sobre el cuerpo de un reo indefenso y con total carencia de derechos. La confesión de haber cometido el delito era la regina probatorum o prueba por excelencia y para conseguirla era admisible la tortura, de esta manera el tormento se convirtió en un instrumento procesal de uso común, al punto que siglos más tarde Michel de Montaigne dirá que la confesión era más una prueba de resistencia que de verdad. Todo este proceso inquisitivo precisaba la menor publicidad, el reo no debía saber quiénes lo acusaban ni de qué se lo acusaba. Lo oculto, lo no público y lo críptico era la esencia del proceso inquisitivo. Lo único que tenía publicidad era la condena o el suplicio de la sentencia, la exhibición pública del supuesto delincuente.

La crítica al proceso inquisitivo vino de muchas voces, por ejemplo, en 1631, el jesuita Friedrich von Spee exigía que a mayor gravedad de la pena se debería exigir una mayor certeza acerca de la manera en la que se produjo el proceso de juzgamiento y mayor certeza también de que el condenado era en verdad autor del delito por el que se lo condenaba, es decir exigía la publicidad del proceso penal. Un siglo más tarde Cesare Beccaria y Gaetano Filangieri acusarán a la tortura y al carácter secreto de los procesos como regla absurda, responsable del juzgamiento de un número infinito de inocentes. Entonces la crítica al proceso inquisitivo decantaría en los siglos posteriores en su reemplazo por un juicio oral, público y contradictorio. La publicidad del proceso penal se convertiría en una de las garantías que acompañan en juicio a toda persona acusada de la presunta comisión de un delito, presunta porque también llegó a erigirse el principio de inocencia. Las garantías de la persona en el desarrollo de un proceso penal no fueron una conquista sencilla, el imaginario inquisitivo de la sociedad siguió, y en muchos casos sigue considerando delincuente a aquel que es acusado de un delito sin que un debido proceso con todas las garantías que acompañan a un ser humano lo encuentre culpable.

La publicidad del proceso penal se convirtió, entonces, en una garantía del correcto juzgamiento de una persona. Sin embargo, un elemento que poco se consideró en el cambio del secreto del proceso a su publicidad es la hiperpublicidad de los medios y plataformas de redes sociales actuales, que como lo señala el profesor español Perfecto Andrés Ibáñez, nada tiene que ver con la publicidad del proceso penal, sino que incluso lo perturba con el masivo prejuzgamiento y la distorsión de hechos, actores y situaciones. La hiperpublicidad de supuestos delitos cometidos por supuestos sujetos convierten a miles de personas detrás de sus dispositivos, sean teléfonos celulares, tabletas y computadoras, en jueces todopoderosos investidos de las funciones de investigación y enjuiciamiento sobre el cuerpo de un acusado ausente y con total carencia de derechos. Se trata de una especie de retorno del modelo inquisitivo en el que, bajo el manto de la hiperpublicidad, se retorna a una forma oscura y críptica de pre-juzgamiento con tormentos anticipados.

Farit Rojas T. es abogado y filósofo

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Democracia delegativa

/ 20 de enero de 2025 / 06:00

Para el profesor argentino de ciencia política, Guillermo O’Donell, la democracia delegativa se caracteriza como aquella en la que el presidente, como cabeza del ejecutivo, concentra el imaginario de que puede gobernar como estime conveniente, muchas veces prescindiendo de los otros poderes o haciéndolos funcionales a él y sus asesores.

La democracia delegativa si bien es, en un inicio, democrática, O’Donnell señala que es menos liberal o sencillamente que no es liberal, en tanto se apoya en el dato de que el gobierno siente poseer todo poder como resultado del voto de la mayoría, aunque después estas mayorías queden como simples espectadoras, en tanto el presidente y sus asesores encarnan todo el poder. Como lo señala expresamente O’Donell: “según esta perspectiva, parece obvio que sólo quien está a la cabeza sabe realmente: el presidente y sus asesores más confiables son el alfa y el omega de la política”.

¿A qué se debe esta absurda concentración del poder? Para dar una respuesta no solo se precisa enfatizar en los vicios del modelo presidencialista, que en sí mismo tiene la tendencia a la concentración de poder en el ejecutivo, sino que se precisa analizar un “atasco” —señala O’Donell— en el proceso de institucionalización de la democracia. El paso de una democracia delegativa a una democracia liberal depende de la puesta en marcha de instituciones democráticas que eviten, justamente, la concentración de poder y, en consecuencia, la (auto)prórroga de la democracia delegativa se encuentra en el conjunto de prácticas que debilitan las instituciones democráticas, partiendo por el instituto de la separación y división de poderes, la misma que fue pensada y desarrollada para evitar la concentración del poder en pocas manos.

Si bien, la democracia representativa es la que permite en un inicio la ilusión de que un gobernante es democrático si y solo si ha sido elegido por la mayoría, lo que se espera es que el gobernante adecue su gobierno a la producción y práctica de cultura política democrática expresada en enmarcar su gobierno en instituciones democráticas que eviten, justamente, la regresión a prácticas autoritarias.

Una buena parte de las instituciones democráticas se expresan y fundamentan en la Constitución Política del Estado, sin embargo, en los modelos constitucionales contemporáneos, el resguardo de la constitucionalidad y la interpretación oficial de lo establecido en la Constitución se encuentra delegado al Tribunal Constitucional el que se presenta como la única y última voz legítima respecto a la Constitución, entonces, es posible señalar que hoy en día la democracia delegativa precisa tanto de la concentración del poder en el ejecutivo como de la captura del Tribunal Constitucional para que el mismo no sea un obstáculo sino, en todo caso, sea un aliado. Lógicamente la naturaleza del Tribunal Constitucional es otra, sin embargo, en la regresión a prácticas autoritarias el mencionado Tribunal puede deformar su naturaleza y fungir como un actor político sin el mayor rubor de sus miembros que lo componen. Curiosa dupla entre el ejecutivo y el Tribunal Constitucional para la puesta en práctica de un gobierno autoritario en los márgenes de lo que O’Donnell llegó a caracterizar como democracia delegativa.

Farit Rojas T. es abogado y filósofo

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Instituciones

/ 5 de enero de 2025 / 22:43

En latín instituere se refiere a iniciar y ordenar, de allí la referencia a las Institutas de Justiniano del año 533 d.C., destinadas a los que empezaban a estudiar Derecho y buscaban contar con un esquema que los ayude a organizar su conocimiento sobre el Derecho. Institución también significa establecer y fundar algo, en particular, para cumplir una función de interés público, en este sentido, las instituciones, como señala el profesor Douglass North, son “las reglas del juego en una sociedad o, más formalmente, son las limitaciones ideadas por el hombre que dan forma a la interacción humana”. Las instituciones nacen del proceso de colaboración humana, buscan reducir la incertidumbre estableciendo una estructura en lo posible estable, por ello se puede distinguir entre instituciones formales (como el sistema jurídico lleno de normas y procedimientos) e informales (como los acuerdos o códigos de conducta que operan de forma tácita y que se expresan en tradiciones, usos y costumbres). La dimensión esencial de las instituciones se encuentra en que la población conozca las normas y los modos de proceder (sean formales o informales) y las consecuencias de su violación, de esta manera se desarrollan los incentivos para que las conductas humanas se enmarquen en el cumplimiento de las instituciones.

Existe una relación directa entre instituciones y Estado de Derecho, así podemos decir que este último se relaciona con el grado de cumplimiento de las instituciones formales, no solo por parte de los gobernados sino, y en particular, por parte de los gobernantes. La organización internacional denominada World Justice Project define el Estado de Derecho como el funcionamiento de un sistema duradero de leyes, en particular de la Constitución Política del Estado y otras leyes fundamentales, que ofrezcan a la sociedad responsabilidad (tanto de gobernantes y gobernados), ley justa (clara, publicitable, de cumplimiento comprobado y garantice el cumplimiento de derechos humanos, no solo individuales sino también sociales y colectivos), gobierno abierto (democrático y que disponga el acceso a toda la información pública) y justicia accesible e imparcial (es decir oportuna, que resuelva conflictos y no que los genere, con jueces naturales, neutrales, competentes y éticos, además de procedimientos y recursos jurídicos sencillos y accesibles a la población).

Las instituciones son responsables de crear igualdad de oportunidades para la población y previsibilidad laboral y económica; partiendo de estas premisas los profesores Acemoglu y Robinson, en un texto ya clásico denominado “Por qué fracasan los países”, colocan en el centro de sus análisis a las instituciones, señalando que históricamente se han desarrollado instituciones inclusivas (que hacen respetar los derechos de todos, crean mejores y mayores oportunidades que fomentan el crecimiento económico y democrático) e instituciones extractivas (en la que un grupo reducido extrae recursos en desmedro de las mayorías a las que se vulneran derechos y se las mantiene en una incertidumbre respecto al futuro). Lógicamente estos profesores sugieren que los países que fracasan no poseen instituciones inclusivas y advierten del riesgo que ciertas ideologías libertarias suponen para el desmantelamiento de las instituciones inclusivas que aún existen en nuestros estados.

La reflexión respecto a las instituciones combina tanto Ciencia Política, Economía y Derecho, mostrando una vez más la necesidad de pensar interdisciplinariamente.

Farit rojas T. es abogado y filósofo

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Sobre regalos

/ 23 de diciembre de 2024 / 06:03

Virgillio, el poeta romano, escribía en la Eneida (libro II, 49) «timeo danaos, et dano ferentes» que se traduce como «temo a los griegos, aunque traigan regalos». Los griegos eran llamados danaos. ¿Cuál es el regalo griego más conocido en la literatura antigua? La respuesta es el caballo de Troya, mencionado en la Odisea de Homero y recuperada en la Eneida de Virgilio.

El caballo de Troya era un regalo, un don tan peligroso, que se convierte en una máquina de guerra excepcional, pues como se sabe popularmente dentro del caballo, dentro del regalo, al interior del regalo como don, se escondían los guerreros griegos, los más despiadados, dispuestos a desatar la carnicería y la muerte una vez que el regalo sea aceptado por los troyanos y llevado al corazón de la plaza de Troya. El regalo, el don, que parece gratuito en realidad no lo es. Virgilio pone en boca del sacerdote Laocoonte la advertencia: «creéis que los danaos pueden hacer regalos sin trampas».

Además de Laocoonte se encuentra Casandra, que en la mitología griega también advirtió a los troyanos sobre el peligro que se escondía en el regalo griego del caballo de Troya. Casandra fue sacerdotisa de Apolo con quien realizó un contrato, por un lado, Casandra accedía a una relación carnal con Apolo a cambio de que éste le dé el don de la profecía, otro don o regalo peligroso. Después del acto sexual, Casandra rechazó a Apolo y éste maldijo a Casandra escupiendo en su boca, entonces sentenció que Casandra tendrá el don de la adivinación, pero nadie le creerá. Así, cuando Casandra anuncia la caída de Troya por los intrusos dentro del caballo regalado por los griegos, ningún troyano le cree. Así nació el síndrome de Casandra, el don de los que pueden ver el futuro, pero no pueden hacer nada para evitarlo.

En ambos casos, tanto en el ejemplo del caballo de Troya, como en el don de Casandra, el regalo revela una naturaleza particular. El regalo, mientras más inocente se presente, es más compleja su configuración de máquina de guerra, pensemos en lo inútil de un caballo hecho de madera, justamente el hecho de su falta de utilidad nos lleva al carácter simbólico de su configuración.

El filósofo francés Derrida decía: “tengo una lengua y no es la mía”. Es decir que tenemos una lengua, pero no es nuestra. Veamos, para nosotros el castellano es nuestra lengua, ejercemos nuestra libertad en el ejercicio de la palabra, pero esta palabra no es nuestra, nos fue dada, nos fue regalada, y a la vez, es esta condición de regalo la que nos ata, nos relaciona, nos condiciona. No es posible expulsar a los poetas como pretendía Platón, pues la poesía está en nuestra lengua y nos habita. Sólo podemos decir lo que la lengua nos permite, un regalo hermoso, pero a la vez que nos funda en una ilusoria universalidad, la de nuestra cultura, aunque creemos decir lo universal cuando solo pronunciamos nuestra contingencia.

Farit Rojas T. es abogado y filósofo

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Fundadores de discursividad

/ 9 de diciembre de 2024 / 06:00

En 1969, Michel Foucault, en una conferencia titulada “¿Qué es un autor?”, habló de un determinado grupo de autores bastante singulares que cumplen la función de “fundadores de discursividad”. Lo que estos autores tienen en particular es que no son solo autores de un grupo de obras, sino que han producido algo más, es decir que han abierto la posibilidad de formación de otros textos, sus intuiciones y el desarrollo de sus ideas han generado una serie de discusiones que han caracterizado el desarrollo de una disciplina por muchos años. Foucault menciona a Marx y a Freud como ejemplos de “fundadores de discursividad”.

En materia jurídica, ¿qué autores han fundado una discursividad? Mi lista, para responder a esta pregunta, es completamente arbitraria, aunque intentaré justificarla. Creo que podemos partir con el opúsculo de Immanuel Kant titulado “Fundamentación a la metafísica de las costumbres”, mismo que funda la explicación más sencilla de la idea de “deber ser”, fundamental para el estudio del Derecho y la ética, además de desarrollar la relación del “deber ser” con la libertad, necesaria para el estudio del constitucionalismo contemporáneo. A continuación, me parece que deberían estar los “Fundamentos de la filosofía del Derecho” de G.W.F. Hegel, pues en este árido texto Hegel funda la reflexión de la sociedad civil y del Estado, e inaugura una filosofía del Derecho en tanto disciplina. No olvidemos que las pocas incursiones de Marx respecto al Derecho tienen como punto de partida la reflexión de Hegel sobre el Derecho.

Dando un salto de casi cien años me parece que la llamada “Teoría Pura del Derecho” de Hans Kelsen ocupa un lugar central en la reflexión del saber jurídico, si bien no funda al llamado positivismo jurídico (cuyos orígenes se encuentran en el siglo XIX) ayuda a darle una forma abstracta y fundadora de la llamada lógica del Derecho. La empresa intelectual de Kelsen fue de tal magnitud que asistimos a varias reescrituras de la llamada “Teoría pura del Derecho” durante el siglo XX, así contamos con la edición original de 1934 y reescrituras que Kelsen realiza entre 1960 y 1973. Finalmente, considero que hay dos obras igual de importantes para pensar el Derecho: «El concepto del Derecho» de H.L.A. Hart, una obra de 1961, en la que pone el acento en los tipos de normas que hacen en sí al Derecho, y fundamenta la importancia de la llamada norma secundaria y su clasificación en reglas de reconocimiento, cambio y adjudicación. El último lugar de autores que han fundado discursividad, lo reservé para un autor de una obra de teoría política, pero con implicaciones muy importantes en el Derecho, me refiero a John Rawls y su libro “Teoría de la Justicia”, que considero la exposición más lúcida sobre la relación del diseño de instituciones racionales con la justicia, además de presentar los principios de justicia necesarios para la organización de una sociedad justa.

Sé que en esta lista faltan autores muy importantes como Bobbio, Dworkin, Finnis, Alexy, que hoy son parte del canon del estudio del Derecho, pero pienso que todos estos autores son parte de las discusiones y de los discursos inaugurados por los referidos fundadores de discursividad.

Farit Rojas T. es abogado y filósofo.

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