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Sunday 8 Sep 2024 | Actualizado a 10:31 AM

El dilema cruceño: entre el separatismo y la integración plena a Bolivia

Reseña del libro "De cruceños a cambas: regionalismo y nacionalismo revolucionario en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia (1935-1959)" de Hernán Pruden, que se presentará el viernes 2 de agosto a las 18:30 en la Feria del Libro de La Paz (sala Jaime Mendoza, bloque rojo, planta alta).

Fernando Molina

/ 28 de julio de 2024 / 13:21

La tesis doctoral de Hernán Pruden sobre Santa Cruz ya había adquirido la condición de legendaria mucho antes de que Dum Dum Editora anunciara la publicación del libro De cruceños a cambas: regionalismo y nacionalismo revolucionario en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia (1935-1959), que pone a nuestro alcance esta tesis en español, con complementaciones que el autor publicó en revistas académicas durante varios años. Se trata, entonces –para ir rápidamente al grano– de una ocasión mayor de la historiografía boliviana.

El carácter extraordinario del trabajo de Pruden se cifra en una virtud: su independencia de los preconceptos y sesgos nacionalistas o regionalistas en el tratamiento de un tema que siempre ha sido estudiado desde el nacionalismo o el regionalismo, en suma, desde la ideología. Esta independencia la debemos al rigor de un historiador profesional, sin duda, pero también a que el autor haya nacido en Argentina (aunque, tras haber vivido ya tantos años en Bolivia, corresponda describirlo, mejor, como argentino-boliviano). En todo caso, Pruden, a diferencia de la mayoría de nosotros, no se formó en las ideologías que analiza: el regionalismo cruceñista y el nacionalismo revolucionario, y esto le permite prescindir de los énfasis provocados por el asombro (fingido o real); lo salva de las maniobras retóricas del victimismo, la animadversión y el encono; y le permite alcanzar un necesario balance.

Con esto no afirmo que este libro sea valioso por lograr ponernos en contacto directo con la realidad, el ideal empirista que inspira a tantos académicos bolivianos. No, este libro se destaca por hacer una síntesis penetrante de los motivos que se esconden detrás de los hechos y de las orientaciones que los actores dieron a sus acciones mientras las realizaban; en suma, por ser una interpretación –eso sí, “justa”– de otras interpretaciones.

También hay que destacar su prosa atrapante y clarísima.

Por las razones señaladas, la obra amerita una reseña mucho más larga de lo que es posible en un formato periodístico. Para superar esta dificultad, haré dos. En esta que el lector tiene entre manos presentaré la primera sección del libro, el debate entre separatistas e integracionistas cruceños de los años 30 en torno a lo que un reciente cabildo cruceño llamó “las relaciones de Santa Cruz con el Estado boliviano”. Esta referencia nos muestra las reverberaciones actualísimas que tiene. Prometo volver a tomar la pluma en un futuro próximo (anticuada y bella expresión que los lectores me disculparán) para describir y discutir el resto del libro.

Durante la Guerra del Chaco, como parte de su propaganda, Paraguay intentó apuntalar los sentimientos separatistas que supuestamente existían en Santa Cruz con una estrategia no del todo desvelada aún, es decir, mediante una pesquisa en los archivos paraguayos (suponiendo que estos existan). Sin embargo, quedaron huellas de estas intenciones a nivel del discurso bibliográfico. Hernán Pruden hace partir sus indagaciones de una obra de 1935 –que volvió a circular hace no mucho, reeditada por una editorial cruceña– titulada  Santa Cruz de la Sierra. Una nueva república en Sudamérica, del argentino Enrique de Gandía, un historiador vinculado con Paraguay. Esta obra condujo a Pruden hasta el separatista cruceño Carmelo Ortiz Taborga, colaborador de Gandía. Este estaba exiliado en Salta, tras haber sido condenado a muerte en Bolivia por traición a la patria. Ortiz Taborga también estaba vinculado a otros dos libros separatistas que aparecieron en la época. Santa Cruz de la Sierra, escrito con su asesoramiento por el periodista chileno-paraguayo, Raúl del Pozo Cano, publicado en Asunción. Y Porque fui a la guerra. La independencia de Santa Cruz, de Modesto Saavedra, publicado en Argentina. Puede postularse, entonces, la existencia de un movimiento de la élite cruceña, con conexiones con Paraguay y Argentina, que, aprovechando los tiempos revueltos, daba forma a la idea separatista. Según estos autores, la separación del aborrecido “país del altiplano” estaba en la cabeza de todos los cruceños, pero se resistía a salir a la luz. Algo similar a lo que dijo el alcalde Percy Fernández en un discurso de comienzos de este siglo, cuya grabación en video se hizo viral durante el último paro cívico cruceño (2022): “Nuestros padres murieron con esa ganinga… la de la completa libertad, tan anhelada por nosotros [los cruceños]”, señalaba en él Fernández.

Hernán Pruden muestra que este argumento (es decir, que, en su fuero interno, todos los cruceños acarician el separatismo) es falso, ya que en los años 30 también aparecieron otros tres libros, que clasifica como “integracionistas” respecto a Bolivia: El sentimiento bolivianista del pueblo de Santa Cruz, de Rómulo Herrera; Observaciones y rectificaciones a la “Historia de Santa Cruz de la Sierra. Una nueva república en Sudamérica” de Plácido Molina Mostajo y El “separatismo” de Santa

Cruz, de un joven llamado Lorgio Serrate. Los dos primeros vieron la luz en Santa Cruz y el tercero en el exilio. Estas obras querían que los cruceños, que consideraban abandonados y sojuzgados por el gobierno boliviano, fueran finalmente reconocidos y atendidos por este, en la misma línea del Memorándum de 1904, escrito también por Molina Mostajo junto con otros dos miembros de la élite cruceña, Benjamín Burela y Cristian Suárez Arana, y que se ha clasificado como el documento fundacional del integracionismo cruceño. La posición de estos autores frente a Bolivia tenía causas mixtas: mitad patrióticas (el vínculo legal en los tiempos coloniales y la gesta común por la independencia de España) y mitad pragmáticas (los mercados naturales de Santa Cruz no estaban en otra parte que al occidente).

Como dijimos, el panorama que presenta Pruden es más balanceado de lo que piensa el nacionalismo colla (“todos son separatistas”) o el regionalismo cruceñista (“todos somos separatistas”). En esta época –y nos atreveríamos a decir que en todas– hay, en la élite cruceña, una constante tensión entre ideas centrífugas e ideas centrípetas respecto de Bolivia.

El equilibrio dentro de esta polarización es frágil. Pruden muestra que los roles de unos y otros podían trastocarse. Los integracionistas no descartaban la separación de Bolivia, solo que en una segunda etapa y si el Estado no tomaba las medidas que ellos demandaban. Por otra parte, los separatistas veían tal separación como un futuro remoto.

Además, tanto integracionistas como separatistas partían de una misma base: la diferenciación étnico-racial de los cruceños respecto al resto de los bolivianos, ya planteada por René-Moreno en su tenebroso Catálogo de los Archivos de Moxos y Chiquitos (1888) y que algunos cruceños siguen defendiendo en la actualidad, aunque con disimulo. Los integracionistas subrayaron con intensidad esta diferenciación al rechazar la propaganda separatista de Asunción, que quería que los cruceños fueran mestizos guaraníes, como los paraguayos. Esta posibilidad, en cambio, no era tan grave para los separatistas, que anteponían las razones políticas a los pruritos racistas. Para los integracionistas, los cruceños eran españoles, a secas.

Aunque Pruden no lo menciona, me parece conveniente recordar que René-Moreno, en la obra ya citada y en su Nicomedes Antelo de 1880, defendió que el pueblo cruceño se veía a sí mismo como blanco, descendiente directo de españoles y muy diferente de los habitantes del “Alto Perú”, es decir, de las tierras altas. Según René-Moreno, en el altiplano el mestizaje tenía un carácter pernicioso, porque los rasgos indígenas perduraban fuertemente en él. En cambio, el mestizaje entre cruceño y chané o entre cruceño y guaraní, sin ser la mejor opción (pues la mejor opción era la conservación de la raza española), tenía efectos menos recesivos que el mestizaje “altoperuano”, ya que, por alguna razón no determinada, los elementos blancos de la mezcla se imponían sobre los indígenas y estos últimos desaparecían en dos generaciones. Los mestizos cruceños se volvían, entonces, o habría que decir que renacían, españoles.

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Emergencia y sentido de la historia intelectual

Fernando Molina prologa el libro ‘Disenso. Memoria de un debate político. Marcelo Quiroga-Guillermo Lora’ de Yolanda Téllez

Por Fernando Molina

/ 18 de agosto de 2024 / 05:57

Una de las áreas historiográficas menos desarrolladas en Bolivia es esta en la que se inscribe este libro, la historia intelectual. A priori, entonces, esta publicación es una buena noticia para los estudios bolivianos.

El retraso de la historia intelectual boliviana es una de las consecuencias de una mentalidad colectiva volcada a la práctica antes que a la reflexión y la planificación, y tiene por tanto un carácter estructural. Este practicisismo, que es el resultado directo de la pobreza económica de Bolivia, se manifiesta colateralmente como inmediatismo, incapacidad de salir de las coyunturas del momento, y está asociado a la debilidad de la historiografía en general, pero sobre todo de la dedicada a la reconstrucción de los procesos discursivos pasados, así como de la vida intelectual y sus personajes.

Tampoco ha habido muchos intelectuales en nuestro país, para ser claros, justamente por estas mismas razones. El practicismo se ha traducido, en cierta medida, en antiintelectualismo.

Aunque los personajes públicos de nuestro país normalmente han necesitado presentarse como poseedores de la cultura europea-estadounidense y como expertos en leyes o economía, porque de esta manera han podido enrolarse en la élite nacional y dirigir al pueblo, los escritores y, sobre todo, los escritores versados en el conocimiento de lo nacional y comprometidos con la búsqueda de la verdad científica, siempre han escaseando en Bolivia.

Esta falta de intelectuales está relacionada pero no se confunde con el retardo de la actividad académica del país. En realidad, este es mayor que aquella. Ha habido más “intelectuales” de gran envergadura —en el sentido convencional del término, es decir, operadores de ideología— que grandes académicos.

Este es el caso de los dos personajes que se contraponen en este libro, Guillermo Lora y Marcelo Quiroga Santa Cruz, que no hicieron trabajo universitario, pero en cambio produjeron una obra referencial en varios campos (los discursos marxistas; la política de los 40 y 50, en el caso de Lora, y de los 60 y 70, en el caso de Quiroga; la historia del movimiento obrero boliviano).

Lora no introdujo el trotskismo en nuestro país, pero en cambio lo desplegó con mayor energía y elocuencia que cualquiera de sus predecesores y herederos. Así lo testimonian los 60 tomos de sus Obras Completas, publicadas en 1994. Y, sobre todo, la redacción y aprobación que él gestionó de la célebre Tesis de Pulacayo, seguramente el documento sindical más importante del país, en el que se perfila una recepción nativa de la teoría de la “revolución permanente” del creador del Estado soviético León Trotsky.

Quiroga, considerado uno de los más importantes escritores nacionales por su novela Los Deshabitados, se inclinó hacia el marxismo desde finales de los años 60 y fue uno de los más importantes críticos de la dictadura de Hugo Banzer en los 70. También fue el impulsor del juicio de responsabilidades contra Banzer, una iniciativa que le costaría la vida el 17 de julio de 1980. En esta luctuosa fecha, Quiroga resultó asesinado por los paramilitares de Luis García Meza, quien entonces tomaba el poder para establecer la última dictadura militar de ese periodo. Todo indica que lo mataron por orden de Banzer, que tuvo una relación política nunca admitida con el “gobierno de reconstrucción nacional” de García Meza.

Durante su corta vida, Quiroga alcanzó a escribir, con brillante pluma, varios libros que se constituyen en la expresión más nítida de la “teoría de la dependencia” en Bolivia. Esta doctrina, en choque con la concepción estalinista de Bolivia como una economía dual entre un área semifeudal y otra capitalista extractivista, planteaba que las relaciones entre los distintos modos de producción eran tales que la economía podía concebirse como unitariamente capitalista, con el área pobre subsumida en el área rica. La conclusión estratégica de los marxistas dependentistas se distinguía claramente de la estrategia política estalinista, es decir, de la de los partidos comunistas. Esta aceptaba la posibilidad de una revolución anti feudal acaudillada por la burguesía, mientras que los dependentistas la creían imposible. La interrelación de los distintos sectores económicos semicoloniales hacía que no existiera algo así como un espacio feudal; lo que había, en lugar de eso, era un tipo de capitalismo, el capitalismo dependiente, que poseía al atraso rural no como una carencia o una disfunción, sino como un aspecto indisoluble de su propia naturaleza. La burguesía no deseaba la revolución, porque su forma de vida estaba enraizada en el capitalismo dependiente vigente. Por tanto, la única transformación posible sería directamente socialista.

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Esta caracterización, que era la del partido socialista y la de Quiroga Santa Cruz, no estaba muy lejos de la del trotskismo. La revolución permanente consiste, justamente, en la transformación de la necesaria revolución burguesa, dentro de un solo movimiento, en revolución socialista. Esta transformación se debe a su dirección, que es la del proletariado, la única clase revolucionaria en la etapa imperialista del capitalismo. La burguesía, en cambio, está abocada a la reacción y a la complicidad con el imperio. Como se ve, la analogía entre ambos planteamientos es clara.

Pese a ello, Lora y Quiroga, como se verá aquí, aunque colaboraron superficialmente en la lucha contra la represión militar, tenían múltiples diferencias, por ejemplo respecto a la participación en las elecciones que se comenzaban a dar en ese periodo de difícil transición de la dictadura a la democracia.

Arriba: uillermo Lora en una conferencia.
Guillermo Lora en una conferencia.

Estas diferencias saldrían a luz en el “foro debate” de diciembre de 1980 (siete meses antes de la muerte de Marcelo) que ambos realizaron en la facultad de economía de la Universidad Mayor de San Andrés.

Tomando como pretexto este encuentro, del que desgraciadamente solo queda una memoria parcial, el texto de Yolanda Téllez presenta tanto el contexto histórico en el que se produjo —en un capítulo denso que espera por un desarrollo autónomo — y también hace una presentación histórica de los partidos políticos representados por los dos “campeones” que entrecruzaron espadas retóricas aquella noche de finales de 1979. Dos buenos oradores, dos hombres cultos y sumamente convencidos  de lo que pensaban. Dos personajes históricos y dos intelectuales memorables del país.

Comenzaba entonces una década que sería fatal para la izquierda boliviana e internacional, en particular para la izquierda marxista. Ese año, como hemos dicho, moriría Quiroga Santa Cruz; cuatro años después pasaría lo mismo con René Zavaleta; al fin del decenio caería el muro de Berlín y, con él, el marxismo militante tal como había sido hasta entonces.

Hoy este es, para nosotros, un mundo perdido. Aquí se vuelve a vislumbrar. Tal es la magia de la historia. La historia del marxismo es una historia de intelectuales que siguen, critican y reinterpretan a otros intelectuales. Es, entonces, historia intelectual por excelencia. Quienes amamos esta disciplina, aplaudimos que Yolanda, que ya nos había enseñado a escuchar a Marcelo, haya dedicado su tiempo de joven investigadora a hacer esta reconstrucción.

Volvamos a ese tiempo, entonces, muy distinto del nuestro, en el que todos los intercambios políticos se cargaban de un sentido ideológico de alto nivel.

Fotos de dominio público de Marcelo Quiroga Santa Cruz saliendo de la cárcel de San Pedro y Guillermo Lora.

 *’Disenso. Memoria de un debate político. Marcelo Quiroga – Guillermo Lora’ se vende en Librería Editorial Subterránea (Ed. Torres Ferrari, Local 7.Av. 6 de Agosto, lado Casa Montes).

Texto: Fernando Molina

Fotos: Librería Editorial Subtterranea

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199 años de ideas políticas en Bolivia

Una mirada a los argumentos esgrimidos históricamente en la disputa por el poder en nuestro país.

Por Fernando Molina

/ 11 de agosto de 2024 / 06:11

El punto sobre la i

Una identidad política, por ejemplo, la identidad nacional, es el resultado de la sucesión y acumulación de los procesos hegemónicos que la van conformando o, según la expresión más precisa de René Zavaleta, de sus “momentos constitutivos”.

Durante los momentos constitutivos de la nación boliviana, determinadas ideologías o concepciones de Bolivia han ido apareciendo como articuladoras de la acción social. Y luego han perdurado como reminiscencias de esos momentos y como referencias perdurables de determinados grupos sociales en su lucha por capturar o conservar el poder. El propósito de este artículo es pasar rápida revista a estas ideologías constituyentes de la sociedad boliviana.

Colonia: el extractivismo rentista Los españoles encontraron aquí lo que en primer lugar habían venido a buscar: metales que extraerían sin parar, configurando con ello la identidad económica del país. Junto con esta actividad extractiva apareció un trilogía de creencias: 1) “La riqueza es el recurso (oro y plata)”, como parte de una mentalidad de la época, el mercantilismo, y de la generalización de la actitud del gambusino o buscador de minas; 2) “alcanzar una posición en el Estado permite acceder a la riqueza”, que resultó del sistema de prebendas, canonjías y encomiendas, y de la existencia de un nutrido cuerpo burocrático, y 3) “los indios son primitivos, mientras que los europeos y sus descendientes son civilizados; por tanto, los trabajos físicos, agrícolas y de cuidado corresponden a los indios, no a los blancos”, que surgió del propio hecho colonial.

Vamos a llamar a este triángulo la ideología “extractivista/rentista/racista” del país. Su importancia para la sociedad boliviana ha sido y es enorme. Ha mantenido su vigencia por la falta, a lo largo de la historia, de una vía modernizadora que no sea extractivista. Ha influido en élites, contra-élites y el pueblo, aunque de diferentes maneras en cada caso. El extractivismo ha sido minero, agropecuario, estatal (es decir, ha operado a través de la corrupción pública), etc. El rentismo se ha enraizado en el comportamiento general y la concepción boliviana del Estado. Con el tiempo el racismo ha quedado invisibilizado, pero de todas formas sigue operando de forma implícita.

INDEPENDENCIA: EL REPUBLICANISMO CHUTO

En vísperas de la Independencia, los criollos (blancos nacidos en el Alto Perú) necesitaron echar mano de una ideología que era extraña a sus hábitos e intereses, pero que les era útil porque defendía la igualdad de los miembros de la comunidad política frente al privilegio de nacimiento en el que se asentaban sus enemigos, los “peninsulares”. Eligieron el republicanismo, pero un republicanismo chuto, porque la comunidad política a cuyos miembros se le reconocía la igualdad era extremadamente minoritaria. Tanto que la revolución independista no consistió, en el fondo, en el paso de la opresión a la libertad, sino en la transición entre el privilegio racial de un estamento, el peninsular, al de otro, el criollo. Aunque los patriotas mentaran a Rousseau, seguían pensando que la desigualdad tenía un origen natural: el indio no era inferior por culpa de la sociedad, sino per se.

Sin embargo, no es cierto lo que se dice a menudo, que “la Independencia no cambió en nada las condiciones coloniales”. La activa participación de los indígenas en la lucha independentista transformó sin duda a este estamento colonial; fue entonces que comenzaron el largo proceso de su constitución como un sujeto social y político boliviano.

La incoherencia que entraña una “República racista” debilitó mucho la ideología republicana. Obstaculizó la aparición de las instituciones liberales representativas que la élite intentaba remedar de Europa. De esta disonancia va a surgir un sistema político formalmente democrático, pero esencialmente caudillista. La contradicción entre ambos aspectos del sistema político boliviano puede explicar la historia completa de este. En la época en que estamos, es decir, en las primeras décadas después de la Independencia, dicha contradicción explica que todos los partidos se proclamaran partidarios del “civilismo”, es decir, de una organización pacífica, legal y parlamentaria del país, y al mismo tiempo formaran gobiernos militares, se proclamaran dictadores, etc. El sistema era formalmente una cosa y realmente, otra. Y así se mantendría.

SIGLO XIX: LIBRECAMBIO VERSUS PROTECCIONISMO

Aunque mayormente confinadas a un pequeño estanque en el que solo nadaban los blancos y los mestizos prominentes, dos grandes corrientes se formaron en el siglo XIX con respecto a la relación del país y las potencias industriales del mundo. Estas dos corrientes fueron el librecambismo, que preconizaba la libre exportación de plata y la libre importación de manufacturas extranjeras, y el proteccionismo, que, haciendo eco de la creencia mercantilista que ya vimos, “la riqueza es el recurso”, buscaba prohibir que la plata saliera del país, y que las mercancías extranjeras entraran y destruyeran la débil industria nacional. El proteccionismo era conservador y regresivo, pero también populista, porque protegía a los trabajadores del desempleo. El librecambismo, en cambio, puede describirse como económicamente progresista, pero socialmente egoísta: no le importaba que toda una forma de economía con fuertes raíces sociales se derrumbara al entrar en contacto con la economía mundial, con tal de que los mineros pudieran vender su plata libremente. Eso se justificaba con la idea extractivista de que en Bolivia no existen condiciones de posibilidad para la manufactura. Aquí apareció una nueva creencia extractivista: “la exportación de recursos naturales es la única vía que tiene el país para acceder al progreso”.

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1872, el año en que se aprobó la libre exportación de minerales y triunfó el librecambismo sobre el proteccionismo, fue el año de la incorporación de Bolivia al capitalismo y del nacimiento de la burguesía boliviana. Una burguesía, tómese en cuenta, de índole extractivista y articulada con los propietarios tradicionales de la tierra, cuyos antecedentes se remontaban a la Colonia. Por eso se la llamó “feudal-burguesía”.

El librecambismo y el proteccionismo, con sus características peculiares, dieron lugar a los dos “partidos” del siglo XIX o, mejor dicho, a las dos redes políticas que se formaron en la estela de dos caudillos fundamentales y que se enfrentaron denodadamente entre sí: el “septembrismo” (por la fecha en la que llegó al poder José María Linares), librecambista, y el “belcismo” (por el presidente Isidoro Belzu), proteccionista.

El linarismo era “decentista”: el futuro de Bolivia dependía de que la élite decente, es decir, blanca, conjurara la amenaza del caos cholo e impusiera el civilismo y el librecambismo.

Belzú apelaba a la cholada paceña artesanal con ideas anti elitistas similares a las socialistas utópicas; lo mismo hacía, en el oriente, Andrés Ibañez y sus “igualitarios”. Estos dos caudillos formaron los movimientos “nacional-populares” en una época en que aún no había condiciones para que tomara cuerpo una alternativa al dominio de la élite terrateniente. Por eso sus esfuerzos fueron breves, débiles y terminaron trágicamente, por muerte violenta.

I879-1929: TRADICIONALISMO VERSUS LIBERALISMO

La Guerra del Pacífico (1879) reconfiguró definitivamente a Bolivia. Entre otras muchas cosas, provocó el fin del militarismo que había dominado efectivamente la vida política del país hasta ese momento. La naciente burguesía aplicó el civilismo, que sus padres y abuelos solo habían sido deseado en teoría. Aparecieron dos partidos parlamentarios: el Conservador, que apelaba al decentismo y al catolicismo, y el Liberal, que era civilista radical, laico y darwinista social. Pese a ello, no hubo una democracia real: la mayoría indígena estaba excluida de participar y la oposición, ya fuera liberal o republicana, podía actuar en el Parlamento, pero no ganar las elecciones, así que tenía que acceder al poder a la mala.

La ideología conservadora era la natural de una élite terrateniente y por eso, tras su derrota por el liberalismo, se mantendría en la feraz Santa Cruz y confluiría en el falangismo del siglo XX. Sus elementos: la sociedad es un organismo en el que cada grupo tiene un rol determinado, el individualismo laico es pecado y se respeta la legitimidad tradicional del poder; deben seguir dominando los que siempre lo hicieron, los blancos dueños de tierras, con la sola exigencia de actuar de forma paternal, cristiana.

La incipiente modernización del país por el librecambismo dio lugar a nuevos grupos sociales con nuevas ambiciones que corroyeron la jerarquía tradicional que defendían los conservadores. Como resultado de este proceso, aparecieron los liberales, que proclamaban el progreso del país mediante la introducción de la ciencia en todas las áreas (inclusive en el campo del racismo, que comenzó a justificarse como el “triunfo de los más aptos”). El liberalismo, que llegó al poder en 1899 y dominó todo el resto de este periodo, era un liberalismo “feudal-burgués”, es decir, no industrial y que se abstenía cuidadosamente de toda reforma agraria, aunque sí planteara la “educación del indio”. Tampoco era especialmente anticlerical. Un liberalismo de mentiritas que expresaba a una burguesía minúscula pero riquísima que veía a Bolivia como un campamento minero del que había que salir volando lo más pronto posible.

1932-1985: EL NACIONALISMO REVOLUCIONARIO Y LA DEMOCRACIA

De las consecuencias de la Guerra del Chaco y bajo el influjo de las grandes ideologías radicales europeas, el marxismo y el fascismo, surgió la mayor ideología boliviana, el nacionalismo, que se planteó expropiar el excedente extractivo a la feudalburguesía y usarlo en la superación de las “dos Bolivias” que había creado la marginación de los indígenas y el atraso del área rural en contraste con la modernidad minera. Para ello había de emplear el instrumento político favorito del siglo XX: la revolución. La revolución nacionalista de 1952 emuló la de México de 1910 en la invención de la nación por medio del mestizaje cultural, la educación universal, la democracia popular y la entrega de la tierra a los indígenas convertidos en “campesinos”. La Revolución también fue el esfuerzo de las clases medias por desarrollar una modernización propia, con “diversificación” y “soberanía económica”, que liberara al país de la división internacional del trabajo, la cual le asignaba a Bolivia el rol de productora de materia primas. Este fue el aspecto de su programa en que fracasó de manera más rotunda: la “diversificación” consistió en una ampliación del extractivismo minero con otro extractivismo, el agrícola cruceño, y la industrialización siguió siendo la gran asignatura pendiente. Además, el país actuó como una ficha estadounidense en la Guerra Fría. También fracasó el mestizaje: limitadamente cultural y nunca corporal, se sobrepuso al racismo ancestral sin superarlo.

La Revolución desembocó en el estatismo militar como último baluarte del capitalismo frente a la radicalización marxista causada por la Revolución Cubana de 1959. El marxismo que quería el socialismo para Bolivia no tuvo mucho espacio en la Bolivia del siglo XX, primero por la propia Revolución Nacional, que cumplió las tareas básicas de la emancipación democrática y, segundo, por su aplastamiento físico en manos de los militares nacionalistas de los 70 y 80.

Puede decirse que el nacionalismo sí cumplió la trayectoria anticomunista que había diseñado en sus documentos fundacionales.

Los gobiernos militares fueron resistidos por los sujetos populares del nacionalismo, las centrales obreras y campesinas, que exigían libertades para su lucha sindical, y también por la izquierda, que en ese proceso se pasó del marxismo revolucionario a la democracia. Surgió así un bloque social que impuso la segunda más importante ideología boliviana: la democrática comunal (con pocas conexiones con el civilismo de la élite, que es decentista, un contraste que sería el gran malentendido del proceso democrático boliviano).

1985-2024: LAS IDEOLOGÍAS POSREVOLUCIONARIAS

Igual que el fracaso de las empresas estatales creadas por la Revolución propiciaron el aterrizaje en el país del neoliberalismo mundial, el fracaso de esta para retener el excedente en el país y usarlo para beneficio de la mayoría generó los marxismos posrevolucionarios de Sergio Almaraz, René Zavaleta y Marcelo Quiroga Santa Cruz. Y el ya anotado fracaso del mestizaje creó las condiciones de posibilidad del indianismo de Fausto Reinaga y su rechazo del “cholaje putrefacto”. Del reinaguismo se desarrollaron dos vertientes: el katarismo, que apuntó a construir el Estado Plurinacional boliviano, y el indianismo, que planteó el retorno del Qullasuyu.

La suma de nacionalismo, katarismo, marxismo posrevolucionario y democracia comunal, aunque con contradicciones internas, constituyó la ideología que a comienzos de este siglo chocó brutalmente contra el neoliberalismo y su democracia civilista, y estructuró el pensamiento del “proceso de cambio”. Esta es una mezcla que en el pasado hubiera sido inconcebible, pero que posibilitó el posmodernismo de las sociedades actuales.

(*) Fernando Molina es periodista y escritor

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La vocación de los bolivianos por la política

Un extracto del libro La Cultura Política Boliviana, ganador del Premio Departamental de Ensayo Gustavo Rodríguez Ostria, organizado por la Gobernación de Cochabamba.

El periodista y escritor Fernando Molina.

/ 21 de julio de 2024 / 05:50

Dibujo Libre

La verdadera vocación de los bolivianos ha sido y es la política. Solo en este campo se han producido los esfuerzos más sostenidos y memorables de la nación. También los más desprendidos y grandiosos. Solo en él se han dado momentos épicos e, incluso, gestos artísticos.

Si en los demás campos los bolivianos hemos sido prudentes cuando no cicateros, tendientes a la medianía, a la falta de imaginación, al conformismo; si en los demás campos ha resultado evidente la pequeña dimensión del país… en política en cambio nos hemos revelado contra la naturaleza, contra la historia, contra la dificultad; incluso contra la racionalidad y el cálculo correcto de las posibilidades. Nos hemos considerado a nosotros mismos, así fuera por desesperación, héroes destinados a grandes destinos: a la transformación de lo que teníamos y que se nos antojaba en exceso miserable, a la fundación de paraísos, a la postulación de nuevos paradigmas no solo en beneficio nuestro, sino del mundo entero.

Solo en la política hemos tenido, los bolivianos, personajes novelescos (y una gran cantidad de novelería), duelos eternos, amores imposibles, nobles sacrificios, abnegación, disciplina, valor físico y espiritual. Tampoco nos ha faltado la megalomanía y la exageración. Hemos sido exagerados en el deseo del bien, que luego no ha sido posible cumplir. Y en el uso de los demás en provecho propio (que es una posible definición del mal).

En efecto, nosotros que en general somos cordiales y tímidos, y por eso perezosos para guerrear, en política hemos llegado a ser algunas veces – aunque no tantas, tampoco– malvados profundos: seres violentos, sanguinarios, desalmados y despreciables.

Desde la Guerra de la Independencia, y aún más, desde las guerras civiles españolas que comenzaron la Colonia (almagristas contra pizarristas, “vicuñas” contra vascongados), la política ha sido la gran pasión y la gran tragedia de las gentes que habitan este territorio, que por ella han padecido persecución, cárcel, destierro y muerte.

A lo largo de este tiempo la política ha separado a las familias y a los amigos. La política ha modelado la fortuna de los unos y la desgracia de los otros, y luego ha invertido esta suerte, creando tormentas que constituyen la historia de todos los apellidos conocidos (es decir, públicos) del país. Linares, de conde a mendigo. Melgarejo, de sargento a presidente. Córdoba, fusilado en el patio. Belzu, asesinado en las escaleras. Adolfo Ballivián, muerto de consunción. Daza, baleado en la pampa. Y todo esto sin ser exhaustivos ni pasar del siglo XIX.

¿Cuándo han vivido y muerto violentamente los intelectuales y los escritores bolivianos? Cuando han entrado en política. ¿Cuándo han vivido y muerto violentamente los hombres de negocios bolivianos? Cuando han entrado en política.

¿Exiliados y apresados? La mayoría. Por ejemplo, Gonzalo Sánchez de Lozada. ¿Quién al promediar los años 90 del siglo XX hubiera podido pensar que el entonces presidente tendría que escapar del país y exiliarse en Washington diez años después? Tenía Sánchez de Lozada en los años 90 poder, popularidad y dinero, y la política parecía ser para él una ocupación que hacía juego con sus otros éxitos personales, una actividad en la que encontraría más lustre para sí y los suyos. Una década más tarde, sin embargo, esta cayó sobre su vida como la amenaza que es, que siempre ha sido en Bolivia.

Y es que la historia boliviana es brava. Con algunas pocas excepciones, de cortos periodos de regularidad democrática y paz social, está cruzada por la lucha entre facciones, por alzamientos y derrocamientos, por juicios y vendettas. Por la revolución y la contrarrevolución.

¿Por qué muchos miembros de las élites económicas y sociales se ha dedicado con denuedo a una actividad que podía causarles serio daño, puesto que, por hallarse en la cúspide de la sociedad, tenían mucho que perder con su caída?

En una sociedad rentista, la primera razón es la empleomanía. La falta de otros medios fáciles, rentables y prestigiosos de ganarse el sustento que no sea el formar parte del Estado. Una extensión de ella es la corrupción, que permite cimentar fortunas a golpe de negociados. Pocas familias de renombre y dinero del país son totalmente ajenas a este método de enriquecimiento.

Hemos dicho que hay una apetencia general, es decir, de miembros de todas las clases sociales, de cargos públicos. Esta ansiedad, lógicamente, crea una masa de aspirantes a la política. Y de ella destacan los caudillos, es decir, los líderes adecuados para ocupar y redistribuir el poder. Al menos hasta 2006, la mayoría de ellos han pertenecido a las élites socioeconómicas y étnicas del país.

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Los caudillos, para ser tales, deben demostrar al menos dos atributos: en primer lugar, capacidad para acceder al gobierno (ser carismáticos y adinerados, si son caudillos electorales, o estar bien vinculados, si son caudillos partidistas); pero también deben tener el valor personal necesario para enfrentar las vicisitudes emergentes de las condiciones locales de la práctica política. A los caudillos, entonces, se los valora por sus habilidades oratorias, por sus facultades técnicas, pero también por su arrojo, por su capacidad para “mojarse”. De los pusilánimes y los miedosos no es posible hacer buenos caudillos.

Esta explicación, sin embargo, no es suficiente. Pensemos en los siguientes movimientos políticos: En el “septembrismo” linarista y en el liberalismo, y la pretensión de ambos de convertir a Bolivia en una sociedad “civilizada”. En los primeros grupos marxistas y nacionalistas de la historia, dispuestos a inmolarse por ciertas ideas de redención social. En el falangismo, que se lanzó en contra de la Revolución Nacional en nombre de la “pureza” aristocrática. En los trotskistas de Guillermo Lora, que consagraron sus vidas a la “educación de las masas”. En el “foquismo” de los jóvenes cristiano-marxistas que se lanzaron a la lucha armada en los años 60, y de los que, replicando esta experiencia, pero cambiando de ideología por el marxismo- indianismo, lo hicieron en los años 90. En el banzerismo de las élites económicas y sociales de los 70, digamos en el banzerismo de un Felipe Hartmann. En el Movimiento Bolivia Libre (MBL), quien creía estar en posesión de una ética especial que lo hacía merecedor de gobernar. En el gonismo, un movimiento que, en alianza con el MBL, intentó imponer su conocimiento del mundo “tal como en verdad es” (la última versión de esta pretensión gonista la debemos al sucesor de Sánchez de Lozada, Mesa, quien renunció a la presidencia dando a entender que lo hacía porque la población no había sido capaz de seguir las intenciones racionalistas que lo animaban).

Todos ellos han sido movimientos políticos surgidos de las élites, muchos de ellos vinculados al catolicismo, en los que la motivación central de los principales sujetos no ha sido el interés. Universitarios de clase media con talentos y posibilidades que se meten al monte, jóvenes “bien” que terminan en campos de concentración, un presidente que renuncia a su apetecido cargo, etc. Si en estos casos la empleomanía tuvo algo que ver, no constituyó sin embargo un factor determinante. Pero, entonces, ¿cuál fue este?…

(*)Fernando Molina es periodista y escritor

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El fallo del príncipe neoliberal

El periodista Fernando Molina acaba de publicar un libro sobre el fracaso de la élites de los 90 desde la perspectiva de Maquiavelo, que lleva el título de “El príncipe neoliberal”. Aquí presentamos un fragmento del mismo.

/ 28 de abril de 2024 / 06:43

Dibujo Libre

Suele criticarse a la élite neoliberal por “maquiavélica”, en el sentido vulgar del adjetivo. En realidad, su problema fue no serlo, si entendemos por “maquiavelismo” lo que éste realmente significa. La élite neoliberal no se atuvo a la razón de Estado (esto es, en los términos de Maquiavelo, a la preservación de la hegemonía que ganó tras el ajuste económico de 1985). Algunos de sus principales dirigentes presumían de “Maquiavelos criollos” por su astucia para incrementar el poder de sus partidos y el suyo personal, y para apartar del camino a toda clase de adversarios, pero estaban pensando en el Maquiavelo que no es. Sus acciones satisfacían apetitos, incrementaban sus arcas, les daban momentánea notoriedad, pero al mismo tiempo socavaban, con lentitud, pero seguridad, los cimientos de su dominio: les quitaban posibilidades para usar la coerción con éxito, por un lado, y los desprestigiaban ante el pueblo, disminuyendo su influencia y dominio sobre él. Porque la razón de Estado exige tomar en cuenta al pueblo, y por eso es una razón política y no puramente militar. El príncipe enseña que el poder nunca es absoluto. Un señor puede poseerlo, y en grandes cantidades, pero siempre habrá, junto a él, otros que también serán poderosos, aunque en menor medida. Estos son los candidatos más cercanos a desplazar al primero. Por eso la política, en tanto arte de lograr y conservar el poder, está orientada en primer lugar hacia ellos.

La lista de poderosos es muy grande: están los otros señores, que en lenguaje moderno equivalen a los dirigentes de los partidos rivales y de los gobiernos locales; están los grandes propietarios, que normalmente se aliarán al príncipe de turno, para que sus negocios no sufran, y, finalmente, está el pueblo. Maquiavelo hace hincapié en ello: este es mucho más fuerte que las demás partes en las que el poder se divide; por eso, hay que evitar perderlo o tenerlo en contra: “Al príncipe le es necesario tener al pueblo de su parte, porque si no, no tendrá remedio en las adversidades…”.

Esta no fue la convicción de la élite neoliberal. Esta llegó al poder después de una gran derrota de los dirigentes y de las ideas estatistas y de izquierda que representaban tradicionalmente al pueblo boliviano. Pudieron instalar y sostener sus primeros gobiernos con total libertad, casi sin ninguna contestación de la población y, al contrario, con la simpatía de esta, que agradecía y aplaudía a los partidos que la habían salvado de la hiperinflación. Por esta razón, estos príncipes le perdieron el respeto y el temor al pueblo, olvidaron que es el más poderoso de los sujetos políticos, aquel del que depende en gran parte la estabilidad y prosperidad del gobierno.

Tratándose de una democracia, de un periodo en el que se realizó más de una decena de elecciones nacionales y regionales, la anterior afirmación parece absurda. Pero no lo es. La élite neoliberal consideró al pueblo como un simple factor electoral, supuso que su capacidad de ejercer consenso y coerción sobre él era tan grande como la de las élites de los países occidentales desarrollados, con las cuales se identificaban más que con el pueblo, y por tanto que este ya no podía expresarse del modo que retrata Maquiavelo, quien lo hace responsable de la caída de muchos príncipes. La élite creyó que el pueblo ya solo se expresaría electoralmente y, luego, cuando vio que eso no ocurría y las manifestaciones violentas de masas iban en aumento, sobre todo desde 1997, no quiso aceptar lo que estas representaban; las atribuyó a “agitadores” y “conspiradores”, y las trató como disfunciones que era posible erradicar, cuando eran muestras de que la mentalidad colectiva había cambiado.

Los príncipes neoliberales introdujeron en la práctica política nacional la realización de mediciones más o menos periódicas y más o menos serias de la opinión pública, pero su propósito no era comprobar si las bases de su poder se hallaban tan bien asentadas como ellos creían; las suyas eran encuestas de orientación electoral que servían para recolectar y agregar las demandas de la gente. Los resultados que, pese a ello, mostraban la creciente enajenación de pueblo fueron ignorados o entendidos como datos electorales que indicaban que el voto se desviaría hacia candidaturas “anti-sistémicas”, es decir, extrañas a la élite. Esto preocupaba, pero se pensaba conjurar por medios también electorales: marketing político, inversión en campañas, coaliciones de varios partidos similares, etc.

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Entre 2000 y 2002 los estudios detectaron una enorme cantidad de “furiosos” por el estado de cosas, lo que era un resultado directo del comportamiento de los partidos de la élite durante los años anteriores y de la recesión económica que se vivía en ese momento. Pero este dato se interpretó mal. No dio origen a ninguna autocrítica.

La falta de atención y respeto por el pueblo impregnó todos los actos de la élite neoliberal: la venalidad con que administró la cosa pública, incurriendo en constantes escándalos de corrupción; la rebatiña y la repartición amañada de los mejores cargos públicos entre un grupo de funcionarios que formaba parte de esta élite y estaba ligado a las empresas privadas, a las cuales favorecía; el pago a estos funcionarios con jugosos sobresueldos, que se procuró disimular con una partida “reservada” de gastos, la cual en realidad no ocultó nada y en cambio volvió discrecional y sucia la administración de estos fondos, etc. Todo esto se hizo con la mayor alegría, despertando la envidia y la repulsa de la gente pobre que, entretanto, tenía que arreglárselas con las numerosas dificultades que las reformas neoliberales habían traído a sus vidas. Los que así actuaban presumían de “maquiavélicos”, pero en realidad desconocían y negaban al teórico florentino. Su comportamiento puso en peligro, primero, y luego anuló su ascendiente intelectual y moral sobre la población. “Los que llegan a príncipes por vías virtuosas adquieren el principado con dificultad, pero lo mantienen fácilmente”, recomendaba, en cambio, el autor de El príncipe.

(*)Fernando Molina es periodista y escritor

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Respuesta a los cuatro directores de Página Siete

Los cuatros directores de Página Siete han criticado mi cobertura del cierre de este periódico en un diario internacional. Lo que les ha molestado principalmente es que haya tildado a Página Siete como el “principal periódico opositor a los gobiernos del MAS”.

El periodista y escritor Fernando Molina.

/ 4 de julio de 2023 / 16:39

Los cuatros directores de Página Siete han criticado mi cobertura del cierre de este periódico en un diario internacional. Lo que les ha molestado principalmente es que haya tildado a Página Siete como el “principal periódico opositor a los gobiernos del MAS”.

De inicio, tomando en cuenta el lenguaje normal, esta molestia es incomprensible. Cualquier observador externo que tuviera que describir a Página Siete diría exactamente eso: que era el principal periódico opositor del país. Tres razones sencillas para eso: era el que más chocaba con los gobiernos del MAS, como consta a todos los bolivianos; su línea editorial era claramente crítica y su plantilla de columnistas estaba compuesta por los más célebres opositores letrados del país (Carlos Valverde, Gonzalo Chávez, Puka Reyesvilla, Andrés Gómez, etc.)

¿Cómo se define a un periódico que tiene estas características y que, además, en el momento de su cierre, culpa abiertamente al Gobierno de haberlo presionado políticamente, de haberle quitado publicidad para asfixiarlo, etc.? ¿Cómo se llama a un periódico considerado por el MAS como parte de un “cartel de la mentira”? ¿Un periódico envuelto en incontables controversias con el oficialismo de los últimos años?

Y, sin embargo, los cuatro directores se quejan de lo mencionado y consideran que yo introduje “imprecisiones” en la noticia para forzar con malicia la conclusión de que Pagina Siete era un diario opositor. Las “imprecisiones” que mencionan son, menos una, chicanas para quitarme credibilidad. La argucia es sencilla: si se logra mostrar que un periodista se equivoca muchas veces, entonces se induce a inferir que lo hace a propósito.

Sería una “imprecisión” decir que, en un determinado periodo de tiempo, establecido en mi artículo, Carlos Mesa fue el principal columnista de Página Siete. Otra “imprecisión” sería decir que el lío con el MAS comenzó con un titular sobre un bebé asesinado que no existió, sin aclarar antes que se debió a un error de una fuente x (como si la existencia de esa fuente cambiara el hecho de que el titular era errado y el lío con el MAS comenzó con eso). Una “imprecisión” más: según sus directores, Página Siete no contribuyó al estado de ánimo contra la reelección de Evo Morales en 2019. Ojo, que yo no señalé que había “creado” ese estado de ánimo, solo que había contribuido al mismo. Cualquier persona con honestidad intelectual, cualquier lector que quiere que una nota de prensa le cuente hechos y no propaganda, estará de acuerdo con que muchos medios de comunicación contribuyeron al estado de ánimo en contra de Morales, ya que todos los medios son, siempre, canales de expresión de los estados de ánimo de sus audiencias.

Otra “imprecisión” sería decir que Página Siete era el referente de las clases medias acomodadas; ¿no lo era?; ¿entienden los directores lo que significa “referente”?

Finalmente, el caso más extraño (y que muestra más claramente el uso de la chicana para desprestigiarme): yo puse que Página Siete fue creado por un grupo de empresarios de La Paz. Ahora resulta que no, que al diario lo crearon periodistas, inclusive yo. Se trata del truco más barato de los muchos que usan los directores para encontrar una “imprecisión” donde no la hay. ¿Quiénes crearon The Washington Post? ¿Decir que fue creado por los Hutchins es “impreciso”; significa negar que trabajaron en él los mucho más conocidos periodistas del caso Watergate y otros?

¿Están indignados los cuatros directores en particular porque haya puesto que Página Siete apoyó la primera parte del gobierno de Jeanine Añez? Los reporteros no estamos para dorar la píldora. Las hemerotecas no mienten. Cualquiera puede consultar los editoriales de Página Siete entre octubre de 2019 y mayo de 2020. Y eso para no contar la campaña realizada por el periódico hasta hace poco para demostrar que “fue fraude y no golpe”, que, si no es apoyo a la asunción de Añez, entonces ¿qué es?

El lector de buena voluntad ya habrá entendido que las “imprecisiones” de los cuatro directores son totalmente inexistentes y sacadas de la manga para lograr el propósito de impedir que un periodista cuente el cierre de Página Siete tal como fue, sin tener que repetir la versión de uno ni el lado de la polarización política boliviana. También el MAS podría quejarse de que “Molina no dijo que Página Siete era una cloaca mediática”.

Excepto en un caso. Sí cometí un error al señalar que enjuiciaron al propietario de Página Siete, Raúl Garafulic, por “falta de pago”. Colegí esto equivocadamente de la carta abierta que este publicó, en la que confiesa tener las cuentas congeladas y los bienes embargados. No era por falta de pago, el juicio, sin embargo, sino por una causa de otra índole, mucho más grave, que, según se sugiere ahora, sirvió para darle el tiro de gracia al periódico. Se lo sugiere, pero no se lo afirma claramente. Ya que se trata de “precisión”, ¿por qué Garafulic no cuenta de qué trata este juicio? ¿Por qué no hace de la denuncia de este juicio su principal argumento contra el Gobierno? ¿Por qué Página Siete, que, según sus directores, nunca fue obstaculizado en su trabajo periodístico por Garafulic, no ha publicado nada de ese juicio, pese a su relevancia para la caída del periódico? ¿Por qué no publicó que Garafulic se hallaba en Brasil desde meses antes del cierre del periódico, justamente a raíz de ese juicio que me equivoqué en considerar era “por falta de pago” (error que fue corregido)?

Si uno dice que The New York Times es liberal y Wall Street Journal es conservador, ¿miente?, ¿difama?, ¿causa indignación? Solo a los provincianos que creen que periodismo es igual a defensa corporativa de los mitos de ciertos encumbrados sectores sociales.

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