Kafkiano
Semanas atrás, se ha recordado el centenario de la muerte de Franz Kafka (1883-1924), el famoso escritor que nos dio La metamorfosis, El proceso y El castillo, además de decenas de relatos breves y otros escritos no menos relevantes. Se murió muy joven, a los 41 años, sin haber publicado la voluminosa obra que hoy lo consagra como parte del canon literario de Occidente, reunida por su amigo Max Brod, que desoyendo la instrucción del escritor, quemar todos los papeles que le sobreviviesen, más bien los editó y publicó, entregando a su amigo Franz a la inmortalidad. Kafkiano.
Dejó el buen Franz, además de su poderosa literatura, llena de personajes sorprendentes en circunstancias llenas de extrañamiento, su mirada, su punto de vista, su modo de ver la vida cotidiana. He ahí un ensayo de explicación del significado del adjetivo kafkiano. Kafkiana la mirada, como un calidoscopio apuntando a las circunstancias del buen Franz, que cualquiera puede prestarse para mirar su aquí y ahora, y darse cuenta de que puede ser kafkiano.
Tal vez por eso, durante la mencionada efeméride de su muerte se hizo tanto énfasis en que la obra de Kafka, lejos de ser meramente existencialista y carente de redención, es más bien irónica hasta el humor negro, además, claro, de sensible a la fenomenología del alma humana. Así, es posible observar lo kafkiano de la vida en los personajes y en las circunstancias: absurdas, opresivas, irónicas, dolorosas, sarcásticas, exageradas, familiares…
Kafkiano el laberinto de la burocracia que todas y todos terminan padeciendo en algún momento de sus vidas. Lleva la batería del móvil bien cargada, porque sabes a qué hora entras, pero no a la que sales; mejor si cargas un buen libro, y encima lo lees. Lleva toda tu suerte, además de abogado temerario, si la cita es en alguna sala donde se administra justicia. Kafkiano el administrador de justicia, y kafkiano el sendero que te obliga a recorrer. Kafkiano el sistema que no solo lo permite, sino que lo usa para sobrevivir.
Kafkiana la manía de etiquetar, con ánimo de provocar un estigma, a quien es, o parece, diferente. Kafkiana la facilidad con que, en tiempos de postverdad, se disemina el estigma y se metamorfosea en odio, hate, como le dicen en esos ámbitos donde la comunicación se mide por métricas que dan cuenta del nivel de persuasión alcanzado. Kafkianas las personas que le ponen todo su talento a vencer y convencer, pero casi siempre por las razones equivocadas.
Kafkiana la ironía de escuchar al fascista de derecha lanzar una temeraria amenaza y, semanas después, oir las mismas palabras en boca del fascista de izquierda. Kafkiana la transformación de quienes confunden los medios con los fines y terminan mostrando una imagen de sí no solo diferente, sino además horrible. Kafkianos los acuerdos que cruzan de ida y vuelta los ríos ideológicos que separan irreconciliables principios, que se enuncian, pero no se practican. Kafkianos los personajes que propician y ejecutan esos acuerdos, prisioneros de su rol, pero faltos de visión e incapaces de mirar más allá del corto plazo.
Kafkianas las víctimas de ese sistema, sometidas a la incertidumbre incluso teniendo condiciones muy favorables; cuánto más las personas engañadas, confundidas, aturdidas, prisioneras de sus dilemas, pero más aún de sus comportamientos, de sus costumbres, adquiridas, casi siempre, sin saber cómo ni cuándo; kafkianas las cadenas que les sujetan a sus puestos, a sus funciones, a sus hábitos; kafkianas porque solo existen en la mente.
Kafkiana, pues, la vida en tiempos de postverdad, donde no queda más que seguir la consigna: “yo elijo creer” y llevarla hasta el extremo, que no está solo al fondo del arco rival, sino en la manera que se mira la vida, con o sin sarcasmo kafkiano, hasta transformar la realidad. Lo difícil, por supuesto, es elegir en qué creer sin el riesgo de terminar luego convertido en un insecto que incomoda, pero no puede eliminarse.
Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación.