Voces

Tuesday 10 Sep 2024 | Actualizado a 02:49 AM

Kafkiano

/ 28 de julio de 2024 / 03:05

Semanas atrás, se ha recordado el centenario de la muerte de Franz Kafka (1883-1924), el famoso escritor que nos dio La metamorfosis, El proceso y El castillo, además de decenas de relatos breves y otros escritos no menos relevantes. Se murió muy joven, a los 41 años, sin haber publicado la voluminosa obra que hoy lo consagra como parte del canon literario de Occidente, reunida por su amigo Max Brod, que desoyendo la instrucción del escritor, quemar todos los papeles que le sobreviviesen, más bien los editó y publicó, entregando a su amigo Franz a la inmortalidad. Kafkiano.

Dejó el buen Franz, además de su poderosa literatura, llena de personajes sorprendentes en circunstancias llenas de extrañamiento, su mirada, su punto de vista, su modo de ver la vida cotidiana. He ahí un ensayo de explicación del significado del adjetivo kafkiano. Kafkiana la mirada, como un calidoscopio apuntando a las circunstancias del buen Franz, que cualquiera puede prestarse para mirar su aquí y ahora, y darse cuenta de que puede ser kafkiano.

Tal vez por eso, durante la mencionada efeméride de su muerte se hizo tanto énfasis en que la obra de Kafka, lejos de ser meramente existencialista y carente de redención, es más bien irónica hasta el humor negro, además, claro, de sensible a la fenomenología del alma humana. Así, es posible observar lo kafkiano de la vida en los personajes y en las circunstancias: absurdas, opresivas, irónicas, dolorosas, sarcásticas, exageradas, familiares…

Kafkiano el laberinto de la burocracia que todas y todos terminan padeciendo en algún momento de sus vidas. Lleva la batería del móvil bien cargada, porque sabes a qué hora entras, pero no a la que sales; mejor si cargas un buen libro, y encima lo lees. Lleva toda tu suerte, además de abogado temerario, si la cita es en alguna sala donde se administra justicia. Kafkiano el administrador de justicia, y kafkiano el sendero que te obliga a recorrer. Kafkiano el sistema que no solo lo permite, sino que lo usa para sobrevivir.

Kafkiana la manía de etiquetar, con ánimo de provocar un estigma, a quien es, o parece, diferente. Kafkiana la facilidad con que, en tiempos de postverdad, se disemina el estigma y se metamorfosea en odio, hate, como le dicen en esos ámbitos donde la comunicación se mide por métricas que dan cuenta del nivel de persuasión alcanzado. Kafkianas las personas que le ponen todo su talento a vencer y convencer, pero casi siempre por las razones equivocadas.

Kafkiana la ironía de escuchar al fascista de derecha lanzar una temeraria amenaza y, semanas después, oir las mismas palabras en boca del fascista de izquierda. Kafkiana la transformación de quienes confunden los medios con los fines y terminan mostrando una imagen de sí no solo diferente, sino además horrible. Kafkianos los acuerdos que cruzan de ida y vuelta los ríos ideológicos que separan irreconciliables principios, que se enuncian, pero no se practican. Kafkianos los personajes que propician y ejecutan esos acuerdos, prisioneros de su rol, pero faltos de visión e incapaces de mirar más allá del corto plazo.

Kafkianas las víctimas de ese sistema, sometidas a la incertidumbre incluso teniendo condiciones muy favorables; cuánto más las personas engañadas, confundidas, aturdidas, prisioneras de sus dilemas, pero más aún de sus comportamientos, de sus costumbres, adquiridas, casi siempre, sin saber cómo ni cuándo; kafkianas las cadenas que les sujetan a sus puestos, a sus funciones, a sus hábitos; kafkianas porque solo existen en la mente.

Kafkiana, pues, la vida en tiempos de postverdad, donde no queda más que seguir la consigna: “yo elijo creer” y llevarla hasta el extremo, que no está solo al fondo del arco rival, sino en la manera que se mira la vida, con o sin sarcasmo kafkiano, hasta transformar la realidad. Lo difícil, por supuesto, es elegir en qué creer sin el riesgo de terminar luego convertido en un insecto que incomoda, pero no puede eliminarse.

 Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación.  

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No

Claudio Rossell Arce

/ 8 de septiembre de 2024 / 07:55

El título también pudo haber sido “nada”, ya que, en muchos casos, es lo que queda después del no, pero no hay que adelantarse. Si hay una palabra clave en el núcleo de la existencia humana es, sin duda, el “no”. Este adverbio, tan cortante como definitivo, es no solo una partícula lingüística fundamental, sino también una herramienta retórica sofisticada y una fuente de debate filosófico desde hace milenios. Desde la vida cotidiana hasta la metafísica, el «no» no solo niega, sino que, irónicamente, construye, aunque eso parezca un oxímoron.

Desde el punto de vista lingüístico, el “no” es un adverbio de negación, una de las primeras palabras que se aprende de la lengua materna; sin ella es imposible rechazar, contradecir o, simplemente, evitar lo que causa disgusto: “no quiero comer verduras”, “no iré a la fiesta”, “no me interesa tu opinión”. Es una joya de dos letras que puede transformar una proposición afirmativa en su contrario y dar la capacidad de negar el mundo tal como se nos presenta.

Sin embargo, no es solo su función descriptiva la que merece atención, sino también su capacidad de introducirse en la lógica del discurso y la interacción social. Desde negar verbos (“no quiero”), hasta adjetivos (“no es bueno”) o incluso oraciones completas, el “no” permea la vida diaria de todas las personas, sugiriendo que la capacidad de decir “no” es, de hecho, la primera lección en autodeterminación, aunque sean muchos quienes no toleran el rechazo.

En el ámbito de la retórica, el “no” es una herramienta multifacética: usado hábilmente, puede ser un arma cargada de ironía, sarcasmo o de profunda reflexión. Cuando alguien dice “No quiero parecer grosero, pero…” es evidente que lo que sigue no será precisamente un cumplido. En el lenguaje persuasivo, el “no” se usa para abrir nuevas posibilidades, negando una afirmación solo para enfatizar otra: “No es que lo estés haciendo mal, pero podrías hacerlo mejor”; en esta negación retórica, no solo se construye tensión, sino que también se dirige la atención del oyente hacia lo que se desea destacar.

El “no”’ es, sin duda, un excelente maestro en el arte de sugerir, rechazando algo para traer otra cosa al primer plano. Menos retórico es el “no” pronunciado ante quienes, confundidos por la canción de Sabina, creen que hay mujeres que dicen que sí cuando dicen que no; muchos de esos rechazados siguen buscando el sí (así sea “camuflajeado”, como recomendaba Arjona hace ya ¡30 años!) y cuando no lo consiguen tienden a descender a los sótanos de violencia.

En filosofía, la negación ha sido objeto de amplias reflexiones. Aristóteles ya hablaba del papel crucial que tiene la negación en la estructura del razonamiento: decir “no” no solo implica una contradicción, sino que establece un límite claro entre lo que es y lo que no es. Hegel plantea que la negación no es meramente destructiva, sino que es creativa, el “no” impulsa el pensamiento hacia nuevas síntesis: la negación de la negación es lo que permite el progreso de las ideas; negar, paradójicamente, construye. Para Kant, el “no” se parece al noúmeno: aquello que está allí, pero nunca podremos conocer completamente; o sea, la nada de los existencialistas.

Finalmente, el “no” tiene valor performativo: decir “no” es una acción concreta y produce realidad. Por ejemplo, al decir “no acepto”, se realiza el acto de la negativa; un “no” en la voz de una autoridad (como un juez o un jefe) puede transformar instantáneamente la realidad de una situación: “No permito esta conducta”, “No se acepta esta evidencia”; el “no” opera como una herramienta de control y regulación, transformando una situación con el mero uso de la palabra. Lo mismo que en un referéndum cuando la gente dice “no”, aunque el jefazo decida desconocer ese rechazo. La historia nos ha enseñado que esos gestos no quedan impunes.

El “no”, entonces, no es solo una pequeña palabra de negación, sino una manifestación de control sobre el lenguaje, el pensamiento y la realidad. Decir “no” puede liberar, ampliar la agencia y molestar al poder, especialmente cuando sus administradores creen que pueden imponerse a punta de mentiras, secretos y censura; a esos les decimos ¡no!

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Medidas

/ 25 de agosto de 2024 / 00:42

Hace ya 25 siglos, un sofista llamado Protágoras sentenció que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Relativizaba las certezas al mismo tiempo que señalaba una escala para el mundo. A la humanidad, parece que desde siempre, le gusta medir y tomar medidas, que no siempre son lo mismo; tiene que ver con la innata inclinación a conocer, pero también a controlar.

Se puede tomar medidas empleando sistemas de medición, que a lo largo de la historia de la humanidad no han hecho más que sofisticarse hasta, literalmente, el infinito. Pero también se toma medidas cuando algo necesita corrección, mejora o transformación, como cuando el hijo adolescente está descontrolado o lo mismo, pero con la opinión pública; a veces son medidas reactivas que se agotan pronto, otras son más duraderas, pero también cuesta más implementarlas. Cuando la mirada es de corto plazo, las primeras abundan y las segundas escasean.

Hay medidas de todo y para todo. Al parecer, a la gente le gustan las encuestas tanto como los crucigramas, y ambas vienen vistosamente ilustradas. Por lo general, los reportes de encuestas muestran medidas de tendencia central, indicadores como el promedio, la media o mediana, que resumen un conjunto de datos con un solo valor representativo, creando la falsa ilusión de unanimidad, y casi nunca las medidas de dispersión, que muestran la realidad de cuán dispersos y alejados están los datos respecto de la media; la dispersión ocurre porque cada persona mira y juzga el mundo desde su circunstancia, es decir desde su medida de todas las cosas.

También hay individuos que confunden la máxima protagórica creyendo que ellos son la medida de todas las cosas, como el rey que creía ser el Estado, o sus muchos émulos contemporáneos, que dicen ser el pueblo, atribuyéndole vicios y defectos propios y ajustando la realidad a la medida de su visión y no al revés. Suelen terminar provocando medidas extremas y hasta transformadoras, pero casi siempre imprevisibles, o sea, con consecuencias imposibles de medir a priori.

En el ámbito legal hay medidas cautelares, acciones provisionales que un juez puede tomar para asegurar el cumplimiento de una sentencia futura, pero que en sociedades con gobiernos de escasa vocación democrática terminan por llenar las cárceles con personas sin sentencia. Hay medidas legislativas, incluyendo la aprobación y sanción de proyectos de ley; en esos ámbitos, cuando la frustración gana, agarrarse a puñetazos en el hemiciclo es una medida desesperada, y equivocada.

Las mediciones más antiguas de la humanidad son, seguramente, el tiempo y el espacio, estructuras fundamentales (Kant dixit) sin las cuales es imposible organizar la experiencia humana. Como el ser humano es la medida de todas las cosas, desde muy antiguo se usan las partes del cuerpo para calcular longitudes: un codo, un pie, una pulgada, el ancho de la mano. Los sumerios de Mesopotamia, muchos siglos antes de la Revolución Francesa y su sistema métrico decimal, ya habían dividido la esfera en 60 partes, como la cara del reloj, que mide el paso del tiempo siempre de la misma manera, sin que eso altere el hecho que su velocidad no depende del complejo mecanismo que mueve las agujas sino de la experiencia del individuo; ya lo dijo Kazantzakis: el tiempo es el latido de un corazón.

Más recientemente han aparecido nuevas medidas, que se nombran con la palabra en inglés, pero castellanizada: métricas, que a su vez, según el diccionario, es el femenino del adjetivo que nombra las medidas asociadas al metro. Es irónico: este uso del lenguaje “no autorizado” por la Real Academia a nadie parece incomodarle, todo lo contrario de cuando se feminizan sustantivos y adjetivos que nombran la vida y los cuerpos de las mujeres.

25 siglos después, Protágoras, de quien se dice que ganaba mucho dinero y que era como una estrella de rock, pero en filosofía, sigue siendo vigente, tal vez más que nunca gracias a que la posmodernidad (o el realismo capitalista, si se prefiere) hizo añicos las certezas y los grandes relatos de la humanidad, dejando un rastro de relativismo que irrita a quienes quisieran un poco de certeza ideológica, e inspira a quienes promueven agendas fascistas gracias a que “su” verdad puede ser, cuando menos, aceptable.

Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación.  

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Lengua

/ 11 de agosto de 2024 / 00:44

Quién sabe cuándo, y cómo, la especie humana, o sus ancestros, comenzó a comunicarse verbalmente. Hay teorías que dicen que es una habilidad adquirida poco a poco desde hace más de un millón de años, otras datan el uso de las palabras en algún momento entre 100.000 y 50.000 años atrás. Lo cierto es que una palabra es un conjunto de sonidos articulados, y hacer sonar el pico o el hocico es algo que pueden todas las especies animales, antiguas y presentes.

Pero de todas las especies animales, solo la humana tiene la capacidad, aparentemente innata, de comunicarse verbal y lingüísticamente, es decir, de hablar y de usar la lengua, que en este caso es la forma compartida del lenguaje y no esa parte del órgano fonador que se mantiene dentro de la boca. Según la Biblia, los humanos, en su arrogancia, pretendieron construir una torre que llegase hasta el cielo para verse cara a cara con su creador; este, en su infinita sabiduría, dotó a los constructores de idiomas distintos, e impidió que se comuniquen para ponerse de acuerdo. Divide et impera, diría muchos siglos después un famoso pensador florentino.

Toda persona humana tiene, entonces, la capacidad innata de usar su órgano fonador, es decir, hablar, y para que el resto de la gente entienda qué está queriendo decir, emplea la lengua que les es común; esa comunidad es la que hace al idioma, que en casi todos los casos tiene, por una parte, un conjunto más o menos definido de reglas de uso; por ejemplo, el español y su Real Academia, que fija, limpia y da esplendor desde 1713 (aunque el primer Diccionario data de 1495). También, ahora se sabe, detrás del idiota está su falta de idioma: se es tal por no poder hablar.

Por otra parte, el idioma, además de las reglas comunes de gramática, escritura y dicción, tiene diferentes maneras de hablarse en los diversos contextos geográficos o sociales, o ambos a la vez; es el acento. Así, por ejemplo, en casi todos los países no es lo mismo hablar con el acento de la capital que con el de cualquier otra parte de “el interior” (tal vez eso explique por qué en el occidente del país cuando se señala a un o, peor, una, camba, se pronuncie siempre en diminutivo), así como tampoco es lo mismo pronunciar las palabras, y en especial algunas letras, o sonidos, con el acento de la parte alta o baja de la sociedad.

A lo largo de su historia, la humanidad se ha dotado de cada vez más lenguajes para expresar ideas y para construir el mundo, pasado, presente y futuro. Hace 50.000 años ya se producían expresiones visuales: antes que la escritura existieron los símbolos, que representaban con más o menos nitidez lo que se podía nombrar con palabras y ver con los ojos. Los lenguajes visuales no han hecho más que evolucionar hasta hoy, y con ellos la capacidad humana de ver, con los ojos y con la mente, realidades y tiempos diferentes.

Más o menos de la misma época son los más antiguos instrumentos musicales: el manchay puytu original tuvo que haber ocurrido en lo que hoy es Eslovenia hace unos 43.000 años. La música, igualmente, no ha hecho más que evolucionar en sus infinitos sonidos, que se estructuran de modo más diverso que en la lengua, y transmiten, entonces como ahora, sensación de rito y de juego, ideas más y menos complejas, pero, sobre todo, la más variada gama de emociones.

También tienen cosa de 35.000 años los cálculos matemáticos, comenzando con conteos y operaciones aritméticas y terminando milenios después en el lenguaje de la lógica formal, que, según sus cultores, es el modo más preciso de representar las ideas. De todos los lenguajes es el que más ejercicio y preparación exige, pues, en rigor, sirve para explorar lo inexplorado, incluso si no se llega a conocer o no se sabe qué se está conociendo.

Durante el fértil, pero regado con sangre, siglo XX, el estudio de la lengua permitió dar un salto copernicano en el entendemiento de cuán importante es el lenguaje no solo para la comunicación de ideas, sino para dar existencia a esas ideas. La pregunta ¿cómo conocemos lo que sabemos? sigue flotando y dando nuevas y novedosas respuestas, pero en todas ellas los lenguajes humanos son el componente esencial. Eso explica, finalmente, por qué es imposible ordenarle a las personas que cierren el pico o que callen su hocico.

 Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación.

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Jugar

Al jugar se fomenta la libertad y la creatividad, mientras que el juego promueve la disciplina y la competencia

Claudio Rossell Arce

/ 11 de julio de 2024 / 06:51

Al parecer, hay consenso en que a todos los humanos nos gusta jugar. Nos gusta tanto, que hace más de tres milenios y medio ya existía un juego de mesa. Juego, porque tenía reglas. Jugar, entonces, es la actividad que nos apasiona a los humanos y el juego es la actividad lúdica, pero con reglas. Difícil saber si jugar es inherente al ser humano, porque ¿acaso hay algo natural, fuera de las funciones corporales, que son autónomas, en el comportamiento humano?

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El asunto es mucho más que el deleite de mirar a las mascotas o a los humanos chiquitos, jugando exentos de reglas (aunque aprendiéndolas en cada instante) y entregados a su inabarcable imaginación: la economía, la psicología y la sociología le han prestado muchísima atención. Fue el matemático J. Nash quien aportó a la teoría de juegos con la explicación del equilibrio, que se produce en una coyuntura en la cual ningún jugador puede mejorar su situación cambiando unilateralmente su estrategia; así, el prisionero puede escapar de su dilema confesando: en el peor de los casos obtendrá la mitad de la pena.

La teoría que llevó al matemático a recibir el Premio Nobel de Economía sirve como método para predecir el resultado de interacciones estratégicas en diversas situaciones, desde competiciones de mercado hasta negociaciones políticas y conflictos militares. En el fondo, este y otros matemáticos dedicados a estas reflexiones partían del supuesto que todos los humanos, además y antes que ser racionales, somos lúdicos y conducimos nuestros comportamientos a menudo motivados por la antinomia de ganar o perder.

Así, existe una explicación al por qué parece tan normal la suma cero, que es cuando una parte gana y la otra pierde. Se produce, con gran regocigo de los vencedores y pena de los perdedores, por ejemplo, en el fútbol, donde la gente llega a jugarse mucho más que su amor por la camiseta, o en el sofisticado ajedrez, donde los reinos caen, pero, ay, también en la política, que todo lo toca y lo convierte en feroz competencia entre las facciones opuestas; el problema es que a menudo pierden quienes no estaban jugando.

Desde la antropología se sostiene que el juego es anterior a la cultura; J. Huizinga argumenta que muchas formas culturales, como el arte, la literatura, la religión y las leyes, tienen sus raíces en actividades lúdicas. También afirma que el juego crea un espacio separado del «mundo real», donde se desarrollan reglas propias y significados específicos. Coincide la psicología, que mira a la pasión humana por el juego preguntándose por qué y para qué, y se responde diciendo que se juega porque, desde la infancia hasta la adultez, el juego proporciona un medio para el aprendizaje, la socialización, la creatividad y la adaptación.

Pero también hay juegos que todos juegan, para evitar la intimidad verdadera y protegerse de la vulnerabilidad, buscando, al mismo tiempo, satisfacer sus necesidades de reconocimiento, pertenencia y estructura. Eso explica al tío que se la pasa exhibiendo sus dolencias, al pariente que no para de hablar de sus viajes, a la amiga que no encuentra pareja porque siempre está encontrando errores en los demás o, peor, quien vive buscando evidencia de su falta de valía.

También se juega para pertenecer a la sociedad. Al jugar se fomenta la libertad y la creatividad, mientras que el juego promueve la disciplina y la competencia. Se juega las fichas que la vida le da a cada quien dentro de una estructura; al menos en teoría, el agente puede desbancar a la casa, pero eso implica, seguramente, saber más que solo las reglas. En la sociedad la gente pertenece a diferentes campos, a menudo varios a la vez, y en cada uno de ellos pone “enjuego” (P. Bourdieu dixit) sus capitales, que los ha conseguido o heredado, y acumulado, para convertirlos en el más preciado de ellos: capital simbólico, reconocimiento.

Es interesante observar que, aunque las mujeres pueden haber hecho grandes aportes a la comprensión de los juegos, de la economía, la psicología y la sociedad, son sus pares varones, heterosexuales o no, quienes tienen la fama y las citaciones. “Son las reglas del juego”, y es cuando se evidencia que muchos aspectos de la estructura no ceden ni cederán así nomás. Mientras tanto, no hay que dejar de jugar, así sea solo con las palabras.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación

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Idiota

Están los idiotas desinformados, que basan sus opiniones y decisiones en información errónea o sesgada

Claudio Rossell Arce

/ 27 de junio de 2024 / 09:49

Muy antiguamente, se decía que una persona era idiota cuando no participaba en la vida pública o en los asuntos políticos de la polis; en ese sentido, un idiōtēs (que viene de la palabra griega ἰδιώτης) era alguien que se centraba únicamente en sus intereses privados y no contribuía al bien común ni participaba en el debate público. Es evidente que ese tipo de gente existió y existe, sin importar su estatus educativo, económico o de clase.

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Es probable que el desprecio que esta gente provoca entre sus pares que sí participan en el debate público sea la razón por la cual el vocablo idiota se fue llenando de connotaciones negativas a lo largo de la historia, hasta convertirse en lo que es hoy: sinónimo de estupidez o falta de inteligencia, un insulto duro como piedra que se arroja con furia contra quien actúa de manera displicente o abiertamente negligente.

Se dice que los griegos (nótese que en este caso el género de la palabra importa, pues entonces ni las mujeres ni los esclavos participaban de la cosa pública) valoraban altamente la participación activa en la política y consideraban la vida pública como una parte esencial de la ciudadanía y la virtud, mientras que la falta de participación se veía como una forma de ignorancia o desinterés por el bienestar de la comunidad: una idiotez. En la década de 1960, Jürgen Habermas, sin nombrarlos, deploró el daño que le hacen los idiotas a la comunicación pública al convertirla en mero instrumento de propaganda.

En la literatura universal (y tiene que ser una idiotez creer que la humanidad y sus obras están en el centro no de su país o su planeta, sino del universo) hay idiotas famosos, y muy a menudo se les considera tales por razones diferentes a las señaladas hasta aquí. El príncipe Myshkin, de Fiódor Dostoyevski, es llamado idiota no por su falta de inteligencia, sino por su pureza, bondad y honestidad, que contrastan con la corrupción y el cinismo de la sociedad decimonónica que lo rodea.

También es considerado idiota, por no conformar con la sociedad, el personaje del cuento de Marcel Ayme, quien emplea el término para cuestionar las normas sociales y destacar la inocencia y la autenticidad de su personaje, Léonard. Miguel de Unamuno escribió La historia de los idiotas contada por ellos mismos, empleando la palabra de manera crítica y filosófica, y explorando la paradoja de la idiotez y la sabiduría. Sin ser nombrado de esa manera, Mersault, el personaje de Albert Camus en El extranjero queda como un idiota al ser condenado por no haber llorado la muerte de su madre y no por haber asesinado a un hombre a sangre fría; idiotas sus juzgadores, también.

Entre los idiotas contemporáneos puede identificarse al que pese a tener acceso a la información y la educación, elige mantenerse desinformado por comodidad o apatía; la realidad le resulta sobrecogedora y teme hacerle frente: es el idiota voluntario, que siempre resulta funcional a los intereses de quienes administran el poder o cuando menos intentan tomarlo. Eso explica la existencia de idiotas engreídos, quienes, a pesar de su falta de conocimiento o competencia, actúan con gran confianza y arrogancia, desestimando el consejo y la experiencia de los demás o, a menudo, hasta la simple razón; en la clase política abundan, y hasta toman decisiones.

Hay idiotas conformistas, como quienes siguen a la mayoría sin cuestionar, adoptando opiniones y comportamientos por simple presión social. Desinteresados, como quienes muestran una total falta de interés por aprender o entender asuntos importantes que les afectan directamente. Y están sobre todo los idiotas desinformados, que basan sus opiniones y decisiones en información errónea o sesgada, sin buscar verificar la veracidad de sus fuentes; las redes sociales no solo los han convertido en legión, sino que, como lamentaba Umberto Eco, les han dado voz y les han hecho creer que tienen algo relevante que decir.

Así, en tiempos de idiotez universal, probablemente también sea idiota, en el sentido literario de la palabra, creer que es posible recuperar valores democráticos como la confianza, la tolerancia y la predisposición al diálogo. Solo queda preguntarse ¡¿Y ahora, quién podrá defendernos?! Esperando al Chapulín Colorado, que era torpe, pero nunca idiota.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación

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