Su Alteza serenísima
Santa Anna pudo haber pasado a la historia como un héroe, pero fue más fuerte su insaciable deseo de poder
Javier Bustillos Zamorano
Cuando oía que así le decían, Antonio López de Santa Anna, presidente mexicano reelegido 11 veces, podía decir que sí a cualquier cosa que le pidieran, incluso a destruir a su país vendiendo partes de su territorio. No le importaba nada con tal de ser adulado, poseer el poder, la fama y el liderazgo. Creía, seriamente, que sin él México se perdería, por eso se sentía imprescindible, insustituible y era feliz cuando sus seguidores también le llamaban “El salvador de la patria”.
Nació en 1794 en un pueblo de Veracruz y desde muy joven supo que para alcanzar del poder había que traicionar, no una, sino tantas veces como fuera necesario. A los 16 años se hizo soldado del ejército español y combatió a los insurgentes que buscaban la independencia mexicana. Viendo que la insurgencia ganaría, se unió a ellos en contra de los españoles. Consumada la independencia, juró lealtad al primer emperador mexicano, Agustín de Iturbide, a quien después traicionó en complicidad con otros militares, y así hasta que en 1833 tomó la presidencia de la república.
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Pero ser presidente significaba gobernar muchas veces desde un escritorio, y eso sí que no. A él gustaba ser líder, encender pasiones patrióticas y lanzar a muchedumbres a ganar batallas que le dieran gloria. General de División, peleó en más guerras que cualquier otro militar de su rango durante 38 años, desde 1829 cuando derrotó al ejército español que hizo un último intento de reconquista, hasta 1847 cuando fue vencido por el de Estados Unidos, que, un año después, arrebató a México más de la mitad de su territorio.
De veras se sentía protector y salvador de su patria y en ese afán estaba dispuesto a todo, hasta perder la vida o partes de su cuerpo, como ocurrió en la llamada “Guerra de los pasteles” contra Francia en 1838. Resulta que unos soldados de su tropa, habían comido varias porciones de pastel que un panadero francés vendía en su tienda, y que no solo no pagaron, sino que destruyeron su local. El panadero inició un juicio y exigió una millonaria indemnización que el gobierno mexicano se negó a pagar. Francia, que ya tenía intenciones de invadir México, usó esto como pretexto y mandó sus primeros barcos a costas mexicanas.
El líder convocó a su ejército y se fue a galope tendido hacia el puerto de Veracruz, donde enfrentó a los soldados franceses y los hizo retroceder hasta volver a sus barcos y huir hacia altamar. Todo muy bien hasta ahí, hasta que escucharon un cañonazo procedente de una de las naves francesas, que al tocar tierra hizo volar por los aires la pierna del prócer.
Con gran desasosiego, la tropa recogió la pierna y llevó a su comandante al hospital. Al despertar, el General ordenó que su pierna fuera enterrada con todos los rituales cristianos, curas y misas incluidos, en un cementerio de su pueblo natal. Al regresar a la capital mexicana fue recibido como un héroe y en agradecimiento lo reeligieron en 1839, 1841 y otras veces más hasta 1853. Pero un día de 1842, el héroe, a quien le encantaba victimizarse, consideró que el homenaje a su pierna perdida no fue suficiente, de modo que ordenó su traslado a la capital para darle un entierro de Estado, con los honores correspondientes. Las crónicas de entonces cuentan que la pierna fue introducida en una urna de cristal y paseada por las calles, en medio de un despliegue militar, con invitados de la jerarquía católica, funcionarios, embajadores, estudiantes y pueblo en general en una multitudinaria procesión hasta un templo, donde fue depositada luego de discursos, Toques de silencio y redoble de tambores.
Fue la primera señal de su decadencia. En una relección posterior, López de Santa Anna vendió a Estados Unidos una porción de 76.845 km2 del territorio mexicano. El dinero fue despilfarrado y el pueblo no se lo perdonó e inició una revuelta que lo echó del país. Su pierna fue sacada del templo y arrastrada por las calles. Años después, el gran líder murió en el abandono y en lo más doloroso para él: el olvido.
Santa Anna pudo haber pasado a la historia como un héroe, pero fue más fuerte su insaciable deseo de poder. Lo malo es que en ese afán arrastró a su país que, aún hoy, se avergüenza de tenerlo en su pasado.
(*) Javier Bustillos Zamorano es periodista