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Wednesday 18 Sep 2024 | Actualizado a 16:47 PM

La lucha contra el racismo y su deriva punitivista

Todos estamos familiarizados con los eufemismos que han surgido para designar lo que, si fuese dicho, podría implicar sanciones

Rodrigo Pacheco Campos

/ 6 de agosto de 2024 / 07:08

La polémica que se ha producido por los dichos de Rubén Blanco, un tiktoker de la ciudad de El Alto con un número relativamente alto de seguidores en sus plataformas digitales de interacción social —alrededor de 43.000 en TikTok—, acerca de la danza de los mineritos, debe conducir a problematizarnos la deriva punitivista de la lucha contra el racismo en el país. Blanco es un tiktoker que ha construido su “marca personal” en las redes sociales en oposición a lo indígena. En ese marco, hace unos días calificó a la danza de los mineritos como una de “ropavejeros”, “mugrientos” y “sucios”.

Ante ello, la Gobernación de Potosí, apoyada por el Viceministerio de Descolonización y Despatriarcalización, inició un proceso de acusación formal por el delito de difusión e incitación al racismo y discriminación, en el marco de las prerrogativas de la Ley 045 contra el Racismo y Toda Forma de Discriminación. Esta norma emergió en 2010 bajo el supuesto de que los problemas y las contradicciones sociales (entre ellos el racismo) pueden resolverse por la vía legal y, más precisamente, penal. Esa lógica, desde luego, no se reduce al ámbito de la lucha contra el racismo; de hecho, Czaplicki y Neri evidenciaron hace algunos meses la “compulsión penalista” que prevalece en Bolivia, al referirse a la proliferación de normativas tendientes a consolidar medidas punitivas para “solucionar” el problema de los incendios y la deforestación en el país.

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La evidencia sugiere que las contradicciones profundas de la estructura social boliviana no se resuelven por la inclusión de nuevos tipos penales; el racismo, como uno de los ordenadores de las diferencias sociales entre los individuos en Bolivia, en tanto disposición que opera como mecanismo de desvalorización social de los sujetos racializados, permanece imperturbable pasados 14 años de la promulgación de la ley. Esta norma para lo que ha servido, quizá, en el mejor de los casos, es para que las distintas capas de la sociedad se autoimpongan una censura irreflexiva ante la perspectiva de un posible “castigo” y, en el peor, para que nuevos significantes se añadan al glosario del racista, conservando la impronta de los que quedaron en desuso y manteniendo inmutables las dinámicas racistas de las relaciones sociales y de poder de otrora. Todos estamos familiarizados con los eufemismos que han surgido para designar lo que, si fuese dicho, podría implicar sanciones.

Lo que pueden hacer las autoridades en el marco de la ley se muestra tan insuficiente y rebasado por la complejidad de las contradicciones sociales ligadas al racismo que, en caso, solamente han evidenciado más las características problemáticas del racismo en Bolivia; entre ellas, la histérica fiscalización social de blanquitud que se le hace a los perpetradores de hechos racistas en el país, como si fuera más legítimo un acto racista de quien pudiese demostrar marcadores étnicos no indígenas. Blanco, en gran medida por no poder certificar su blanquitud, o bien su condición “no indígena” en el imaginario racial, actualmente está recibiendo insultos racistas. Es decir que gran parte de las críticas a Blanco están más vinculadas con “creerse algo que no es”, que con encallar en derroteros racistas. Nada nuevo, Wankar Reynaga hace más de 20 años recordaba que “el racismo boliviano es muy especial”, en tanto que se puede ser “perpetrador” de racismo en la mañana y “víctima” en la tarde, y, sin embargo, no deja de ser una arista sobre la que hace falta más detenimiento analítico.

Aunque seguramente este hecho, pese a su espectacularización (Blanco fue arrestado para ser conducido a Potosí en medio de decenas de micrófonos y cámaras), será desplazado de la memoria por tantos otros, tal como probablemente ocurrió con las 66 denuncias por racismo y discriminación que se registraron en 2023, y obliga a cuestionar el simplismo con el que se piensan las soluciones a nuestras contradicciones sociales.

(*) Rodrigo Pacheco Campos es politólogo

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Polarizar en Bolivia

El riesgo de la polarización es que fácilmente deriva en hechos de violencia entre grupos.

/ 26 de septiembre de 2021 / 18:28

DIBUJO LIBRE

Desde hace años que en Bolivia se utiliza la categoría “polarización” para caracterizar causas y consecuencias de los problemáticos fenómenos que moldearon el escenario sociopolítico en el país. Sin embargo, a pesar de que “polarización” es un concepto pregnante, su instalación en el debate público y en los análisis políticos suele estar revestida por simplificaciones y sentidos comunes. Ante eso, primero, es preciso preguntarse qué es la polarización, para luego identificar las perspectivas de comprensión del fenómeno dentro de los análisis realizados en el país, así como sus principales límites.

De manera simple, la polarización hace referencia al grado en que las opiniones se encuentran en extremos opuestos con relación a diferentes aspectos de la vida social y política de determinada sociedad. Consecuentemente, la polarización política —que es de la que suelen hablar con mayor frecuencia los analistas— hace referencia al grado en que las opiniones se encuentran en extremos opuestos con relación al sistema y a los fenómenos políticos. Así, la polarización, en tanto que se vincula con el grado de divergencia entre las opiniones de los distintos grupos sociales, es una categoría relacional.

Dado que, como puede presuponerse, es lógico que existan múltiples posiciones/opiniones en el seno de la sociedad —en razón de ideología, clase social, identidad cultural, posiciones políticas, etc.—, es pertinente preguntarse ¿cuándo se habla de polarización? Generalmente cuando se considera que esas posiciones/ opiniones diferenciadas pueden traducirse fácilmente en conflictos y crisis que amenacen la estabilidad social. Por ello, una de las dimensiones por medio de las cuales se operacionaliza la polarización se relaciona a las particularidades de su impacto en la vida sociopolítica de una determinada sociedad y en sus posibilidades de desencadenar actos de violencia. Algunos autores indican que la polarización es un fenómeno de carácter permanente dentro de las sociedades democráticas, aunque de manera atenuada, presentando muchos niveles de gradación e intensidad y que, por tanto, el énfasis se debe poner en qué tan problemáticas son sus consecuencias en sus momentos más álgidos.

Ahora bien, la idea de que Bolivia es un país en el que los distintos grupos sociales y su comprensión de la sociedad se encuentran polarizados no es nueva; desde hace mucho tiempo se habla de las fracturas sociales que desencuentran a los grupos sociales de la formación social boliviana —fracturas de clase, étnico/ raciales y regionales, principalmente— y desde hace aproximadamente 20 años se habla bastante, de forma específica, de la polarización política. Habitualmente, al hablar de polarización política se esbozan sucesos que funcionan como una suerte de hitos demostrativos de su presencia en el país durante los últimos años; por ejemplo, se hace referencia al estallido de violencia y a los enfrentamientos sucedidos en 2007 en Cochabamba, a los conflictos emergidos a consecuencia del referéndum del 21 febrero de 2016 y, por supuesto, a los últimos procesos electorales, mediados por la crisis de 2019.

Los análisis acerca de la polarización en Bolivia son difusos en cuanto a demostrar si ésta se da preeminentemente a nivel de las élites políticas y los grupos de poder o si se da preeminentemente a nivel de la “sociedad civil”. En la literatura sobre el tema no existen posiciones únicas, aunque la idea de que la polarización se presenta sobre todo a nivel de las élites políticas es dominante.

Hay análisis que señalan que la sociedad civil muestra cansancio por la polarización a la que las élites recurren frecuentemente como estrategia política, argumentando que la población focaliza su atención más bien en fenómenos relacionados con sus necesidades materiales cotidianas. Sin embargo, paralelamente, existen análisis que señalan que las élites incurren en lógicas polarizantes en respuesta al complejo antagonismo que se encuentra instalado en las relaciones sociales cotidianas, buscando capitalizarlo, sobre todo en periodos electorales.

Tampoco existen posiciones únicas en cuanto a la identificación de las causas de la polarización en el país. Algunos consideran que las diferencias socioeconómicas e identitarias son una clave en la conformación de escenarios de polarización, mientras que otras perspectivas aseguran que el factor verdaderamente clave en la producción de esos escenarios es el político/ ideológico. De hecho, uno de los puntos centrales del debate acerca de la polarización en el país se relaciona con la caracterización de sus causas.

Sin embargo, las precedentes no son posiciones excluyentes per se. Así, i) la polarización social y/o política que irradian las élites puede no ser replicada en los mismos términos a nivel societal, sin que ello conlleve la inexistencia de polarización a nivel de la sociedad civil; y, ii) las causas de la polarización pueden ser multivariables y, por tanto, combinar determinantes políticas, económicas y sociales, de tipo coyuntural e histórico. Ello, además, contemplando que la polarización es un estado que emerge a consecuencia de procesos acumulativos de antagonismo en las relaciones sociales entre los distintos grupos sociales —ergo: es un estado moldeado por las determinantes materiales que caracterizan la posición de los distintos grupos en el jerárquico espacio social, a saber: desigualdad socioeconómica, asimetrías de poder, etc.

En ese marco, aunque la polarización presente como principal dimensión la ideológica/política en un momento dado —este es el caso de Bolivia hoy, cuando la forma más visible de polarización es consecuencia del posicionamiento político sobre lo sucedido en 2019, si fue un “golpe de Estado” o una “movilización ciudadana en contra de un fraude”— los distintos grupos de la sociedad no incurren en el escenario de polarización vaciados de historia, de identidad, de experiencias de clase y de sentidos comunes. De ese modo, la polarización no se encuentra —ni puede hacerlo— en los márgenes de las contradicciones estructurales que moldean y configuran el contenido de las relaciones en una formación social. Hay que aclarar que aunque la polarización se encuentre revestida por esas contradicciones, tampoco se reduce a ellas.

Por tanto, en lugar de pensar la polarización como lógicas dicotómicas —polarización de las élites/polarización societal; polarización estructural/polarización coyuntural; polarización a consecuencia de la desigualdad socioeconómica y cultural/polarización a consecuencia de la diferencia política e ideológica— resulta más útil abordar el fenómeno comprendiendo que en Bolivia existen factores sociales, económicos, culturales, políticos, coyunturales e históricos que actúan simultáneamente, y de formas diferenciadas de acuerdo al caso específico, en la conformación de escenarios de polarización.

 (*)Rodrigo Pacheco C. es politólogo UCB.

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‘RACISMO Y PODER EN BOLIVIA’

Reseña del último libro de Fernando Molina, texto que problematiza la vigencia del racismo en el país.

/ 2 de mayo de 2021 / 21:18

DIBUJO LIBRE

Fernando Molina, siguiendo la propuesta teórica de Niklas Luhmann (2005), en Racismo y poder en Bolivia define al poder como un “medio de comunicación”. Ello en tanto que el poder, en su dimensión consensual —y, por tanto, no coercitiva— depende directamente de su comunicación. El poder, que a grandes rasgos es la capacidad de influir en las acciones de los demás, determina la manera en la que los individuos se relacionan entre sí. En ese sentido, los individuos, de acuerdo con sus características socioeconómicas y con las características de la sociedad de la que son parte, son poseedores de distintos recursos de poder —materiales y simbólicos— que son comunicados consciente e inconscientemente y que determinan sus intercambios sociales.

En ese marco, en las relaciones sociales el poder se comunica por medio de símbolos que, al ser decodificados por los individuos, dan cuenta de la cantidad y de las asimetrías de poder que median sus interacciones. Es decir que las relaciones sociales están imbuidas de operaciones de codificación y decodificación del poder, lo que permite a los individuos saber cuánta cantidad de poder poseen sus interlocutores y, por tanto, en última instancia, saber cuánto valor social tienen. En síntesis, de manera simple se puede indicar que el poder social de un individuo depende de su acumulación de “recursos de poder” —títulos de propiedad, educativos; características corporales, idioma, etcétera.

Esas consideraciones permiten que Molina pueda conceptualizar al racismo como “una disposición social heredada” que neutraliza e incluso reduce el poder social de los individuos racializados, operando como un mecanismo de desvalorización social de los sujetos categorizados como indígenas. En ese sentido, de acuerdo con el autor, los elementos que denotan una condición étnico/racial indígena llegan a constituirse en “cifras negativas introducidas en el código del poder que, sin importar con qué otras cifras se junten —riqueza, educación, atractivo, etc.— restan a éstas la capacidad de significar poder social”.

El racismo, para Molina, está compuesto por dos elementos interrelacionados, a saber: creencias y actitudes. La creencia que subyace al racismo es que quienes poseen determinado fenotipo, idioma, etnicidad, cultura, etc., asociado a “lo indio” tienen menos valor social. Las actitudes, por su parte, se constituyen en predisposiciones a actuar que corresponden con la cualidad de las creencias racistas. En ese marco, el autor identifica y analiza algunos ejemplos de creencias y actitudes racistas dentro de la sociedad boliviana. Por ejemplo, la creencia racista trágicamente extendida de creer que “hablar mal español”, es decir “hablar como indio”, conlleva ser inferior.

Como ejemplo de esta creencia en el contexto actual, podemos recordar a Horacio Poppe, candidato a la Alcaldía de Sucre en las elecciones subnacionales, quien después de haber perdido las elecciones señaló: “Discriminashon, discriminashon, solamente eso saben decir los del MAS (…) carajo que son brutos (…) hay que ser malnacido”, donde la ecuación es “hablar como indio = ser del MAS = ser malnacido = ser inferior”.

Un aspecto fundamental es que esas creencias y actitudes racistas no se constituyen en fenómenos puramente ideológicos, sino que se materializan en relaciones y hechos sociales concretos que producen la reducción de la agencia —ergo, del poder— de los individuos que poseen “características indígenas”.

Como puede presuponerse, para Molina el racismo no es un fenómeno menor en la sociedad boliviana; el autor considera que en el presente existe una jerarquía étnico-racial en la que los miembros de las clases altas —alta burguesía y alta gerencia— son “blancos” o “funcionan como blancos”. Para Molina, esa jerarquía se ha constituido a consecuencia de diversos factores económicos, sociales e ideológicos, y tiene como uno de sus más importantes dispositivos de consolidación al racismo.

Ahora bien, si existe una jerarquía étnico-racial en Bolivia, mínimo es necesario responder dos interrogantes. La primera, ¿cómo logra reproducirse? De acuerdo con el autor, por medio de la segregación —por ejemplo, educativa, en tanto la “educación de calidad” está casi reservada para la élite blanca— y la discriminación, a través del veto implícito, el estereotipo, la inferiorización, el paternalismo, los insultos, etc.

La segunda, ¿de qué manera los individuos considerados no blancos pueden ascender en la escala social y en los espacios de poder? La respuesta, a pesar de haberse complejizado más desde la emergencia de la autoidentificación étnica como mecanismo de valorización social de lo indígena, aún puede resumirse en una palabra: blanqueándose. Si “lo indio” conlleva la reducción del valor social de los individuos, “la blanquitud” conlleva el incremento de su valor social. Para decirlo en términos simples “son las dos caras de la misma moneda”. Sin embargo, como es evidente, no todos los individuos pueden blanquearse; existen mecanismos de cierre o de bloqueo del ascenso social de los individuos. En ese sentido, solo quienes se encuentran más próximos a los estándares que la sociedad le impone a la blanquitud se separan de los sujetos más lejanos a esos estándares, utilizando para ello como medio de diferenciación la discriminación racista y el desprecio a “lo indio”.

El panorama que las reflexiones de Molina permite entrever se torna aún más problemático si se toma en cuenta que la importancia del racismo es recurrentemente negada. Por ejemplo, se da el caso de que académicos y analistas en Bolivia reconocen la existencia del racismo o, dicho más precisamente, reconocen alguna de las formas por medio de las cuales el racismo se representa, pero se niegan a estudiar rigurosamente su amplitud y el problemático lugar que ocupa en el entramado socioeconómico del país, y cuando alguien lo hace —Molina en este caso— lanzan una crítica al unísono: “Sí, el racismo existe, es evidente; el autor x no está descubriendo la pólvora, pero explicar todo a través del racismo es, además de monotemático, indicativo de su incapacidad de comprender la complejidad de la temática”. Es decir, asumen que quien estudia el racismo al hacerlo tomará “la parte por el todo”.

Por ello, y para finalizar, cabe destacar que Molina no trata de explicar el conjunto de la vida social y de la historia del país utilizando al racismo como una categoría analítica exclusiva, menos aún omite el lugar que ocupan otras determinantes “más materiales” en ellas, sino que pretende posicionar, en la dimensión en la que considera que se expresa en la realidad, un fenómeno que ha sido pocas veces estudiado con rigurosidad académica en el país. Sin embargo, es pertinente destacar que la conceptualización del racismo como “una disposición social heredada —tradicional” puede resultar problemática si se la utiliza para focalizar la discusión en su carácter heredado/tradicional, omitiendo que en el momento histórico actual el racismo es un fenómeno que se encuentra sostenido por las relaciones de dominación y explotación del capitalismo tardío y que, al mismo tiempo, funciona como un aditamento de ellas. Tómese en cuenta, sin embargo, que esta última reflexión solo se reviste de sentido si se toma en cuenta que el racismo es considerado, desde el sentido común, como un fenómeno estático que ha permanecido invariable desde la colonia.

 (*) Rodrigo Pacheco c. es politólogo

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