Lengua
Quién sabe cuándo, y cómo, la especie humana, o sus ancestros, comenzó a comunicarse verbalmente. Hay teorías que dicen que es una habilidad adquirida poco a poco desde hace más de un millón de años, otras datan el uso de las palabras en algún momento entre 100.000 y 50.000 años atrás. Lo cierto es que una palabra es un conjunto de sonidos articulados, y hacer sonar el pico o el hocico es algo que pueden todas las especies animales, antiguas y presentes.
Pero de todas las especies animales, solo la humana tiene la capacidad, aparentemente innata, de comunicarse verbal y lingüísticamente, es decir, de hablar y de usar la lengua, que en este caso es la forma compartida del lenguaje y no esa parte del órgano fonador que se mantiene dentro de la boca. Según la Biblia, los humanos, en su arrogancia, pretendieron construir una torre que llegase hasta el cielo para verse cara a cara con su creador; este, en su infinita sabiduría, dotó a los constructores de idiomas distintos, e impidió que se comuniquen para ponerse de acuerdo. Divide et impera, diría muchos siglos después un famoso pensador florentino.
Toda persona humana tiene, entonces, la capacidad innata de usar su órgano fonador, es decir, hablar, y para que el resto de la gente entienda qué está queriendo decir, emplea la lengua que les es común; esa comunidad es la que hace al idioma, que en casi todos los casos tiene, por una parte, un conjunto más o menos definido de reglas de uso; por ejemplo, el español y su Real Academia, que fija, limpia y da esplendor desde 1713 (aunque el primer Diccionario data de 1495). También, ahora se sabe, detrás del idiota está su falta de idioma: se es tal por no poder hablar.
Por otra parte, el idioma, además de las reglas comunes de gramática, escritura y dicción, tiene diferentes maneras de hablarse en los diversos contextos geográficos o sociales, o ambos a la vez; es el acento. Así, por ejemplo, en casi todos los países no es lo mismo hablar con el acento de la capital que con el de cualquier otra parte de “el interior” (tal vez eso explique por qué en el occidente del país cuando se señala a un o, peor, una, camba, se pronuncie siempre en diminutivo), así como tampoco es lo mismo pronunciar las palabras, y en especial algunas letras, o sonidos, con el acento de la parte alta o baja de la sociedad.
A lo largo de su historia, la humanidad se ha dotado de cada vez más lenguajes para expresar ideas y para construir el mundo, pasado, presente y futuro. Hace 50.000 años ya se producían expresiones visuales: antes que la escritura existieron los símbolos, que representaban con más o menos nitidez lo que se podía nombrar con palabras y ver con los ojos. Los lenguajes visuales no han hecho más que evolucionar hasta hoy, y con ellos la capacidad humana de ver, con los ojos y con la mente, realidades y tiempos diferentes.
Más o menos de la misma época son los más antiguos instrumentos musicales: el manchay puytu original tuvo que haber ocurrido en lo que hoy es Eslovenia hace unos 43.000 años. La música, igualmente, no ha hecho más que evolucionar en sus infinitos sonidos, que se estructuran de modo más diverso que en la lengua, y transmiten, entonces como ahora, sensación de rito y de juego, ideas más y menos complejas, pero, sobre todo, la más variada gama de emociones.
También tienen cosa de 35.000 años los cálculos matemáticos, comenzando con conteos y operaciones aritméticas y terminando milenios después en el lenguaje de la lógica formal, que, según sus cultores, es el modo más preciso de representar las ideas. De todos los lenguajes es el que más ejercicio y preparación exige, pues, en rigor, sirve para explorar lo inexplorado, incluso si no se llega a conocer o no se sabe qué se está conociendo.
Durante el fértil, pero regado con sangre, siglo XX, el estudio de la lengua permitió dar un salto copernicano en el entendemiento de cuán importante es el lenguaje no solo para la comunicación de ideas, sino para dar existencia a esas ideas. La pregunta ¿cómo conocemos lo que sabemos? sigue flotando y dando nuevas y novedosas respuestas, pero en todas ellas los lenguajes humanos son el componente esencial. Eso explica, finalmente, por qué es imposible ordenarle a las personas que cierren el pico o que callen su hocico.
Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación.