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Saturday 25 Jan 2025 | Actualizado a 16:39 PM

El límite de un Estado en quiebre

Las declaraciones del ministro nos recuerdan una antigua frase de Cornelio Tácito: “Cuanto más corrupto es el Estado, más leyes tiene”.

Sergio J. Pérez Paredes

/ 7 de diciembre de 2024 / 04:55

Hace pocos días, el ministro de Economía boliviano, Marcelo Montenegro, pronunció palabras que resonaron con un eco de incertidumbre. En su criterio, ciertos sectores, como militares, policías y otros beneficiarios de rentas provenientes de la Gestora Pública, deberían dejar de recibir el bono adulto mayor o Renta Dignidad. Este planteamiento no solo es revelador, sino también alarmante: desnuda la fragilidad económica de un Estado que tambalea sobre una delgada línea entre el colapso y la sobrevivencia.

Las declaraciones del ministro nos recuerdan una antigua frase de Cornelio Tácito: “Cuanto más corrupto es el Estado, más leyes tiene”. En Bolivia, no solo proliferan las leyes, sino también los impuestos, reflejando la necesidad desesperada de un aparato estatal que intenta sostenerse a cualquier costo. Este aumento de cargas no es más que un intento de tapar las grietas de un modelo económico que se desploma, dejando a su paso un profundo malestar social y una desconfianza generalizada.

Estamos ante un momento crítico en la historia reciente de Bolivia. La economía nacional no solo enfrenta un vacío estructural, sino también un vacío de confianza. Cuando un gobierno llega al extremo de cuestionar la continuidad de ayudas esenciales como la Renta Dignidad, queda en evidencia que el modelo social y económico que lo sostiene está al borde del agotamiento. Este bono, que simboliza un mínimo gesto de justicia hacia los más vulnerables, está siendo replanteado no desde la solidaridad, sino desde la carencia.

La situación actual no solo es económica, también es moral. Un país que incrementa impuestos mientras reduce beneficios sociales parece olvidar su compromiso con la dignidad humana. En su lugar, abraza una política de parcheo continuo, desprovista de una visión transformadora. Este modelo tambaleante refleja un sistema que ya no responde a las necesidades reales de su pueblo, sino a su propia urgencia de sobrevivir.

Bolivia atraviesa una crisis que va más allá de lo económico. Es un momento de quiebre, donde la falta de rumbo político y social exacerba las desigualdades y condena a las generaciones futuras a una incertidumbre devastadora. Lo que presenciamos es más que una crisis pasajera: es el agotamiento de un ciclo, una transición hacia lo desconocido que exige reflexión y acción inmediata.

El quiebre del modelo actual no solo se mide en cifras económicas o estadísticas, sino en la pérdida de esperanza de millones de bolivianos. Este modelo, que alguna vez prometió inclusión y prosperidad, hoy parece reducirse a un sistema que beneficia a pocos mientras sacrifica a muchos. En este contexto, las palabras del ministro son una advertencia: hemos llegado al límite.

Hoy, más que nunca, es necesario repensar el papel del Estado. ¿Es éste un momento de reforma estructural o de perpetuar los errores del pasado? ¿Puede Bolivia levantarse de este abismo con justicia social y sostenibilidad o continuará en esta espiral descendente? Las palabras del ministro, aunque alarmantes, deben servir como un llamado a la acción. Si no enfrentamos esta crisis con valentía y visión, corremos el riesgo de perpetuar un modelo que solo profundiza las fracturas de nuestra sociedad.

En la intersección de la filosofía, la economía y la historia, Bolivia se encuentra ante su momento más delicado. Ya no podemos seguir ignorando el límite al que hemos llegado. Éste es un tiempo para decidir: o continuamos cargando el peso de un modelo fallido o asumimos el desafío de construir un futuro digno para todos.

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La Justicia Renace: Un nuevo amanecer para Bolivia

Sergio J. Pérez Paredes

/ 12 de enero de 2025 / 07:01

«Para ser felices se necesita eliminar dos cosas: el temor de un mal futuro y el recuerdo de un mal pasado», decía Séneca, recordándonos que la verdadera transformación de una sociedad radica en su capacidad de superar sus miedos y sanar sus cicatrices. Hoy, Bolivia enfrenta un momento crucial en su historia, con la posesión de nuevos magistrados que prometen ser el faro de esperanza en un océano de incertidumbre.

Nuestra justicia, durante años, ha sido como un río contaminado: indispensable para la vida, pero envenenado por la corrupción, el servilismo político y la indiferencia. En ese contexto, la llegada de nuevos rostros al sistema judicial podría simbolizar el inicio de una purificación. Sin embargo, no basta con el cambio de nombres; lo que está en juego es la reconstrucción de la confianza en el pilar más frágil de nuestra democracia.

Los nuevos magistrados asumen sus cargos con una doble carga: la esperanza de un pueblo que anhela justicia verdadera y el peso de un pasado que se resiste a ser olvidado. La frase de Séneca cobra vida aquí: para avanzar, debemos mirar al pasado sin permitir que su sombra nos paralice. La justicia no puede ser prisionera de los rencores históricos ni de los intereses de turno; debe ser un instrumento de reconciliación y verdad.

El desafío filosófico y humano que enfrentan estos magistrados no es menor. Se les pide que sean los arquitectos de un nuevo orden, que levanten puentes donde otros solo han dejado abismos. Esto requiere valentía, independencia y, sobre todo, una visión ética que trascienda los intereses mezquinos que tantas veces han contaminado el sistema judicial.

La justicia no es un concepto abstracto; es el rostro sereno de una madre que confía en que el asesino de su hijo será juzgado. Es el brillo en los ojos de un joven indígena que, por primera vez, siente que su voz importa. Es el suspiro de alivio de una mujer que ya no teme denunciar a su agresor. En su forma más pura, la justicia es el alma de una sociedad que busca la paz consigo misma.

Pero para que esta justicia renazca, no solo necesitamos magistrados íntegros; necesitamos una ciudadanía vigilante. La transformación no vendrá desde un despacho, sino desde la unión entre instituciones sólidas y un pueblo que exige transparencia, equidad y resultados.

Hoy, Bolivia se encuentra en una encrucijada. Los nuevos magistrados pueden optar por ser los protagonistas de una epopeya que cambie la historia o meros actores secundarios en un drama repetitivo. La elección está en sus manos, pero también en las nuestras, como sociedad.

En este amanecer judicial, no basta con mirar el horizonte con esperanza; debemos caminar hacia él con determinación. El pasado nos ha dejado lecciones dolorosas, pero no estamos condenados a repetirlo. El futuro nos espera, y con él, la posibilidad de que la justicia, finalmente, sea el espejo limpio en el que todos los bolivianos puedan reflejarse con orgullo.

Que la frase de Séneca no sea solo un recordatorio de lo que falta, sino una promesa de lo que podemos construir. Porque una Bolivia justa no es un sueño imposible; es un destino al que estamos llamados, si tenemos el coraje de enfrentarlo juntos.

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Las promesas del cambio de magistrados

'Las promesas que hicieron ayer los políticos son los impuestos de hoy', William L. Mackenzie King

/ 11 de enero de 2025 / 22:24

La reciente designación de nuevos magistrados en Bolivia, producto de las promesas de cambio del sistema judicial, ha generado expectativas. Los ciudadanos esperaban una transformación que fuera más allá de un simple cambio de nombres en los tribunales. Sin embargo, la pregunta sigue vigente: ¿qué cambio real ha traído consigo el cambio de magistrados? ¿Realmente se ha dado el paso hacia una justicia independiente, imparcial y eficiente, o simplemente estamos ante un reacomodo de figuras que replican las mismas dinámicas de poder? Las promesas realizadas por los políticos en su momento se están pagando en forma de desconfianza y frustración popular.

I. La necesidad de tener magistrados en Bolivia

En cualquier democracia que se precie de serlo, el poder judicial debe ser la columna vertebral de la defensa de los derechos fundamentales, el cumplimiento de la ley y el equilibrio entre los distintos poderes del Estado. En Bolivia, la necesidad de magistrados no es solo una cuestión de administración judicial; es una cuestión de confianza social y estabilidad política.

Los magistrados no solo resuelven casos; su tarea es garantizar que el marco normativo y las decisiones políticas se ajusten a los principios constitucionales. Su rol es fundamental para mantener el orden y la paz social, y asegurar que el poder ejecutivo y el legislativo no sobrepasen los límites establecidos. Por ello, tener magistrados competentes e imparciales es esencial para la consolidación de la democracia. El poder judicial es el garante de que la ley se cumpla por igual para todos, sin distinciones.

La independencia judicial es uno de los pilares de un Estado de derecho. En un país como Bolivia, donde la política a menudo se encuentra entrelazada con los intereses partidarios, la independencia de los magistrados se vuelve aún más crucial para asegurar que la justicia no se vea afectada por presiones externas. Este es el primer punto que justifica la existencia de magistrados en Bolivia: garantizar que el poder judicial se mantenga libre de manipulaciones y actúe como un contrapeso efectivo a los otros poderes del Estado.

II. ¿Qué trae el cambio de magistrados?

Cuando se cambian los magistrados, como sucedió recientemente en Bolivia, se crea una atmósfera de expectación, pues se presume que este cambio traerá consigo una nueva perspectiva en la administración de justicia. Sin embargo, las promesas de un nuevo sistema judicial, de una justicia imparcial y accesible para todos, rápidamente chocan con la realidad del aparato judicial que sigue funcionando dentro de las mismas estructuras que no promueven cambios profundos.

Las promesas de renovación de los magistrados han sido acompañadas por la idea de que con ellos llegaría una justicia más eficiente, menos corrupta y más vinculada a la realidad de los ciudadanos. Sin embargo, la historia reciente muestra que el cambio de magistrados no ha sido suficiente para transformar un sistema judicial que ha estado históricamente marcado por la politización y la falta de independencia.

El proceso de selección de nuevos magistrados ha sido, en muchos casos, cuestionado por su falta de transparencia. Los partidos políticos, a menudo, mantienen un control sobre la designación de estos magistrados, lo que da lugar a la percepción de que el sistema judicial sigue siendo una extensión del poder político. En este contexto, las promesas de independencia judicial y reforma profunda parecen ser solo discursos vacíos, pues las mismas dinámicas de cooptación continúan operando.

Este cambio de magistrados, entonces, no ha logrado modificar las estructuras de poder que sostienen al sistema judicial. Los magistrados nuevos se enfrentan a la misma realidad estructural, política y económica que sus predecesores. Si bien puede haber diferencias individuales entre los nuevos y viejos magistrados, el sistema en su conjunto sigue siendo vulnerable a las mismas presiones externas y carece de los mecanismos necesarios para garantizar una verdadera independencia.

III. Las promesas incumplidas: los impuestos de hoy

«Las promesas que hicieron ayer los políticos son los impuestos de hoy». Esta frase de William L. Mackenzie King refleja con precisión el sentimiento popular que surge cuando se percibe que el cambio prometido no ha llegado o no ha sido el esperado. Los ciudadanos depositan sus esperanzas en los políticos que prometen reformas, pero, en muchos casos, se encuentran con una realidad que no cumple esas expectativas.

En Bolivia, las promesas de transformación del sistema judicial han sido reiteradas por años, pero las reformas sustantivas nunca llegaron. El cambio de magistrados fue percibido como una oportunidad para redirigir el rumbo de la justicia, pero a menudo las promesas de los políticos se convierten en impuestos pesados que los ciudadanos deben cargar en su vida diaria: una justicia lenta, ineficiente y, en muchos casos, corrupta. La transformación de un sistema judicial requiere más que un cambio de nombres: requiere un compromiso real con la independencia judicial, la transparencia en los procesos de selección y la implementación de reformas estructurales que permitan a los magistrados actuar sin interferencias externas.

El cambio de magistrados en Bolivia, lejos de representar una transformación significativa en la justicia del país, parece ser una repetición de las mismas promesas incumplidas de siempre. El poder judicial, tal como está compuesto, sigue siendo un reflejo de las disputas políticas, donde los intereses partidarios continúan prevaleciendo sobre los principios constitucionales.

Para que el cambio sea real, es necesario más que una simple rotación de nombres; es necesario transformar las estructuras que han permitido la cooptación del sistema judicial. Mientras las promesas de cambio continúen siendo solo un eco vacío de los discursos políticos, los impuestos que la sociedad deberá pagar serán altos: desconfianza, impunidad y una democracia que no logra consolidarse en la práctica.

¿Qué realmente trae el cambio de magistrados para Bolivia? Una pregunta cuya respuesta todavía está por verse, pero que, por el momento, parece que las promesas de ayer siguen siendo los impuestos de hoy.

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Unión o rendición en el horizonte de la política boliviana

El autor reflexiona sobre la posible alianza propuesta por Carlos Mesa, Tuto Quiroga, Luis Fernando Camacho y Samuel Doria Medina.

/ 28 de diciembre de 2024 / 18:26

“La política es más peligrosa que la guerra, porque en la guerra solo se muere una vez», dijo Winston Churchill, y pocas veces ha sido tan acertada esta afirmación como en el contexto boliviano actual. Hoy, la política no solo define el rumbo del país, sino también el destino de millones de personas atrapadas en una crisis económica, social y moral que parece no tener fin. En este escenario, surge una posibilidad histórica: la unión de Carlos Mesa, Tuto Quiroga, Luis Fernando Camacho y Samuel Doria Medina. ¿Puede esta alianza salvar a Bolivia?

Crisis más allá de la economía

Bolivia atraviesa un momento crítico, marcado por la devaluación del boliviano, el aumento descontrolado del costo de vida y la pérdida de empleos. Sin embargo, la verdadera tragedia va más allá de los números: es una crisis de valores, de dignidad, de esperanza.

El MAS ha gobernado con una retórica de inclusión y justicia social que, en la práctica, se ha traducido en corrupción, autoritarismo y división. Las instituciones están cooptadas, la justicia es un instrumento del poder, y la sociedad civil, antes vibrante y activa, parece haber sido sumida en un letargo de resignación.

El peso de la historia

La historia de Bolivia está marcada por fracturas políticas y regionales. Desde la independencia, los caudillos y las élites han utilizado las divisiones para perpetuar su poder. Hoy, esa herencia parece repetirse. La oposición al MAS ha estado fragmentada, incapaz de presentar un frente unido que desafíe seriamente al oficialismo.

Carlos Mesa, Tuto Quiroga, Luis Fernando Camacho y Samuel Doria Medina representan, en cierto sentido, esa diversidad que ha definido la política boliviana:

Mesa, con su enfoque intelectual y su apuesta por el diálogo.

Quiroga, con su experiencia y su visión internacional.

Camacho, con el fervor popular de Santa Cruz.

Doria Medina, con su pragmatismo empresarial.

Juntos podrían formar un bloque que represente a todas las regiones y sectores del país. Pero esta unión no será fácil: implica superar rivalidades, egos y diferencias ideológicas.

El desafío de la unidad

Unirse no significa solo firmar acuerdos políticos; significa construir un proyecto común que inspire a los bolivianos. Esta alianza debe basarse en principios claros:

1. Democracia auténtica: recuperar la independencia de las instituciones y garantizar elecciones transparentes.

2. Economía sostenible: apostar por la industrialización, la creación de empleos y la recuperación de la confianza en el sistema financiero.

3. Revalorización social: reconstruir el tejido moral del país, impulsando una educación que fomente valores como la honestidad, el trabajo y la solidaridad.

Además, esta unión debe ser capaz de escuchar. La política no puede seguir siendo un monólogo de las élites; debe convertirse en un diálogo real con el pueblo.

La oportunidad histórica

Bolivia está en un punto de inflexión. El MAS ha perdido credibilidad, y el descontento popular es palpable. Pero este descontento, si no se canaliza adecuadamente, puede transformarse en apatía o en radicalización. La alianza de Mesa, Quiroga, Camacho y Doria Medina tiene el potencial de ofrecer una alternativa creíble, pero para ello debe actuar con rapidez y decisión.

La historia nos enseña que las grandes transformaciones no ocurren por casualidad, sino por la confluencia de liderazgo y oportunidad. Esta es la oportunidad. ¿Tendrán estos líderes la visión y el coraje para aprovecharla?

El llamado al pueblo

Más allá de los líderes, el verdadero protagonista de este cambio debe ser el pueblo boliviano. Cada ciudadano tiene un papel que desempeñar en la construcción de un futuro mejor. Es momento de abandonar la apatía, de exigir más a nuestros políticos y de asumir nuestra responsabilidad como ciudadanos.

«La política es más peligrosa que la guerra», decía Churchill, porque en la política se decide el destino de naciones enteras. Bolivia enfrenta hoy su propia guerra, no con balas, sino con decisiones. La última trinchera está aquí, y el futuro del país dependerá de si sus líderes y su pueblo están dispuestos a defenderla.

¿Un sueño posible?

La unión de Carlos Mesa, Tuto Quiroga, Luis Fernando Camacho y Samuel Doria Medina puede parecer, para algunos, un sueño imposible. Pero la historia de Bolivia está llena de imposibles que se han hecho realidad. Hoy, más que nunca, necesitamos líderes que sean capaces de mirar más allá de sus diferencias y de trabajar juntos por un bien mayor.

Bolivia merece algo mejor. Merece una política que no sea un campo de batalla, sino un espacio para construir un futuro donde el dinero valga, la voz del pueblo se escuche y los valores vuelvan a ser el pilar de nuestra sociedad.

La última trinchera está aquí. ¿Estaremos a la altura del momento histórico? ¿O dejaremos que el futuro de Bolivia se pierda en las cenizas del pasado? La respuesta está en nuestras manos.

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‘El juego sin memoria ni principios’

/ 24 de diciembre de 2024 / 08:01

En un país donde los ciclos políticos parecen eternos y las alianzas se reconfiguran con la velocidad del viento, la reciente cercanía de Jorge Tuto Quiroga al Frente Revolucionario de Izquierda (FRI) podría interpretarse como otra jugada más en el tablero, pero también como una muestra clara de las sombras de nuestra democracia. Voltaire, con la agudeza que lo caracterizaba, nos dejó una frase demoledora: “La política es el camino para que los hombres sin principios puedan dirigir a los hombres sin memoria”. Esta frase no solo resuena hoy, sino que golpea con dureza nuestra realidad política.

Si la política debe ser el arte de servir, ¿en qué momento se convirtió en el arte de sobrevivir a cualquier costo? La trayectoria de personajes como Tuto Quiroga es un ejemplo de cómo los discursos y los principios pueden moldearse al calor de las circunstancias. Un político que alguna vez se presentó como un férreo defensor del liberalismo y que hoy, con cierto pragmatismo, se acerca a un partido que históricamente abanderó ideales de izquierda. Por sí sola, esta jugada no debería ser condenada, porque la política también es diálogo y encuentro. Sin embargo, la pregunta crucial es: ¿dónde quedan los principios?

En Bolivia, los principios han sido muchas veces eclipsados por la necesidad de poder, y esto ha sido posible porque nuestra memoria es frágil. Cuando olvidamos quién dijo qué, quién hizo qué, y en nombre de qué, abrimos la puerta para que el cinismo gobierne. La memoria colectiva, esa que debería ser nuestro sostén y brújula moral, parece erosionarse con cada ciclo electoral. Los que ayer fueron adversarios irreconciliables, hoy se abrazan bajo la bandera de lo “posible”. Los ciudadanos, acostumbrados a estos cambios, observan el escenario con resignación o, peor aún, con indiferencia.

El acercamiento de Tuto al FRI no es un hecho aislado. Es síntoma de una política que ha perdido su vocación ética y que ha encontrado en la desmemoria de los pueblos su mayor herramienta. La frase de Voltaire, más que un juicio, es una advertencia: si permitimos que los principios sean reemplazados por la conveniencia y la memoria por el olvido, terminaremos siendo gobernados no por líderes, sino por oportunistas.

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Pero hay algo más peligroso aún: que los ciudadanos aceptemos este juego sin cuestionarlo. Que naturalicemos la incoherencia como si fuera parte inevitable del quehacer político. No lo es. La política, en su mejor versión, es compromiso con la verdad, con la historia y con el futuro. Si perdemos eso, nos condenamos a repetir los mismos errores, una y otra vez.

Por ello, más que señalar a los actores del tablero, es necesario volver a las preguntas fundamentales. ¿Qué principios guían hoy a quienes aspiran a dirigirnos? ¿Qué memoria sostenemos los ciudadanos frente a las promesas incumplidas, los cambios de discurso y las alianzas inesperadas? Si no nos hacemos estas preguntas, seguiremos siendo un país conducido por hombres sin principios, porque hemos elegido ser hombres sin memoria.

La política no tiene por qué ser el terreno del cinismo. Puede ser, todavía, el espacio donde el compromiso con los ideales y con la gente prevalezca. Pero para ello, la memoria debe ser nuestro escudo y la exigencia ética, nuestra demanda constante. Porque solo así, como ciudadanos, podremos resistir las sombras que nos advierte Voltaire y exigir que quienes nos gobiernan sean algo más que sobrevivientes en el poder.

Que el acercamiento de Tuto al FRI sirva, entonces, como una oportunidad para reflexionar sobre lo que aceptamos como normal en nuestra política. Que nos despierte, aunque sea un poco, de la inercia del olvido. La memoria, al final, es el único camino para no dejarnos dirigir por quienes olvidaron lo que significa tener principios.

Sergio J. Pérez Paredes es historiador.

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El despertar de la mirada boliviana

/ 25 de noviembre de 2024 / 06:00

Bolivia se encuentra en una encrucijada histórica, un punto de inflexión que pone a prueba su capacidad para discernir entre promesas superficiales y soluciones verdaderamente transformadoras. En este momento recóndito de nuestra época, surge una paradoja inquietante: mientras algunos políticos emergen como figuras mesiánicas que prometen convertir al país en un Silicon Valley tropical o en un modelo de industrialización capitalista, la realidad subyacente es una carencia profunda de medidas claras y políticas ejecutables.

La narrativa política en Bolivia parece estar atrapada en un ciclo interminable de promesas sin sustancia. Los discursos de campaña, tan bien adornados como efímeros, han perdido la conexión con la realidad cotidiana de los bolivianos. Este desencanto no es gratuito; es la respuesta de una sociedad que ha visto cómo la palabra política se vacía de contenido para transformarse en una estrategia de marketing emocional, diseñada para seducir en lugar de liderar.

El problema no es solo la ausencia de políticas claras, sino la falta de políticos que entiendan el verdadero significado de la representación. En este contexto, las próximas elecciones judiciales y presidenciales adquieren un peso descomunal. Más que un ejercicio democrático, representan una oportunidad para redefinir nuestra relación con el poder, la justicia y el Estado mismo. Pero para que esta oportunidad no sea desperdiciada, Bolivia debe desarrollar una mirada crítica, una mirada que no se deje deslumbrar por espejismos ni promesas imposibles.

La filosofía nos enseña que el ojo es la ventana al alma, pero también al entendimiento. Bolivia necesita abrir los ojos, no solo para ver lo que se le ofrece, sino para cuestionarlo, para exigirlo, para reformarlo. En un país donde los “misioneros políticos” proliferan como oráculos de un futuro utópico, es imperativo que el pueblo recupere su rol como principal actor político, no como espectador pasivo.

Pero, ¿cómo construir esta mirada justa y clara? La respuesta radica en la interacción social, en la participación activa y en el compromiso colectivo. Es necesario que los ciudadanos se conviertan en fiscalizadores constantes, que cuestionen las narrativas dominantes y que entiendan que el cambio no se produce en los despachos de los políticos, sino en la cotidianidad de quienes exigen justicia, educación y oportunidades.

Bolivia no necesita más promesas de Silicon Valleys imposibles ni industrializaciones mágicas. Lo que necesita es una política humana, una que reconozca que el progreso no se mide únicamente en cifras económicas, sino en la dignidad recuperada de su gente. Necesitamos líderes que sean capaces de ver más allá de los votos y que comprendan que gobernar es, antes que nada, un acto de servicio.

Así, en este momento crucial, Bolivia debe recordar que la verdadera revolución no proviene de los misioneros políticos, sino de los ciudadanos que deciden abrir los ojos y mirar el futuro con claridad, justicia y valentía. La pregunta no es qué nos prometen, sino qué estamos dispuestos a exigir. Porque, al final, no son los profetas los que construyen un país, sino su gente.

Sergio J. Pérez Paredes es historiador

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