Voces

Friday 17 Jan 2025 | Actualizado a 04:42 AM

Aroma

/ 10 de diciembre de 2024 / 06:07

Hay cosas difíciles de recordar y no quiere decir que no estén ahí, en la memoria, quizás en las profundidades de la amígdala del cerebro o en los todavía misterios que envuelven a su funcionamiento. En uno de tantos ejercicios de una imprescindible materia cognitiva para personas relacionadas con el sonido, a la que Murray Schafer denominó “el aprendizaje de la escucha”, se pide a un grupo de personas, estudiantes o no, que traigan a la memoria un sonido querido, de la infancia. Cuesta mucho y la mayoría hace trampa. Traen de la memoria recuerdos queridos, sí, pero acompañados de una imagen. Entonces, le ponen sonido. Así de tramposa la concurrencia. Una máquina de escribir que usaba el abuelo, una máquina de coser que usaba la tía abuela o al revés, el abuelo cosía, la abuela escribía. No importa qué. Sirve para detenerse en la sonoridad, y recordar. Una campana en el pueblo chico, el viento en medio de los juncos, los trancos lentos de un caballo maltratado, casi como el de Turín. Sonidos traídos con trampa, desde algún lugar de la memoria. Asociados siempre a una imagen, no al revés. No se asocia, al recordar primero un sonido, a este, con una imagen. Esa la dificultad. Es una tarea de concentración, de tiempo, de honestidad. Resulta de igual dificultad, una vez que se experimenta con estos ejercicios en relación a lo sonoro, intentarlo con los aromas. La palabra aroma proviene del griego antiguo, de una palabra que se traduce como “arrancar”, una hierba, una planta. Pero no cualquiera sino las que despiden una especial y agradable fragancia. También y aunque no se ajuste a la etimología aceptada, otra palabra, también griega, relacionada a labrar la tierra, tiene una raíz que podría dar lugar a la palabra aroma. En un sitio del cerebro se guardan millones de olores y entre ellos, aromas, que además de ser memoria, pacífica, amorosa, feliz, puede también ser dolorosa, brutal, profundamente triste. Están ahí, esperando su tiempo, en una suerte de biblioteca de lo que fueron alguna vez partículas viajando en el aire. En los años 70 del siglo pasado, un bioquímico clasificó algo así como lo que vendrían a ser los olores primarios y más tarde y hasta hoy, hay una clasificación que divide a eso que huele, en frutados, cítricos, ahumados, en fin, esas diferencias que la memoria puede distribuir en experiencias distintas porque más allá de la química, hay también un componente simbólico detrás de cada aroma. ¿A qué huele la extendida melancolía de un zapato sin pareja, en medio de un barco abandonado a la deriva? Un enólogo, durante la pandemia de la Covid 19, perdió el olfato. Seguramente hoy, si no logró recuperarlo, vende cositas en alguna calle de alguna ciudad cuya plaza principal huele a lavanda y a madera antigua. Al perder el olfato habrá perdido también retazos de la vida. En un huayño, memorable como un documento, el texto dice que la sangre del pueblo tiene rico perfume, que huele a jazmines, a violetas, a pólvora y dinamita. Es difícil, como un sonido, traer un aroma desde la memoria profunda, lo que suele ocurrir es que, al enfrentarse una persona con un aroma, en la calle, al ingresar a una habitación, en el mercado, al recorrer una silla, al abrir un cajón, de pronto, hay un detonante, uno que huele y provoca una cadena de reacciones hechas emociones. El olor a guardado que hizo llorar a la tía en una casa de Miraflores, o ese aroma particular que debió haber tenido la celda obligada e injusta de Camille Claudel.

El recurrente olor a tierra mojada, apenas, por una lluvia tenue, suele ser el más mencionado y en circunstancias diversas, para empezar un poema, para terminar un discurso, para intentar una seducción por demás ineficiente, para describir el camino que lleva a los músicos al horizonte, en franca despedida. El aroma, el del almizcle, el del comino, el de la alegría particular de una guitarra, el que se desliza sin pausa, lentamente, hasta el regazo de la madre.

Óscar García es compositor y escritor.

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Agorerancias

Óscar García

/ 7 de enero de 2025 / 06:03

 No se va a extinguir, no se va a dejar de producirlos. Aunque ciertamente, cada vez hay menos gente interesada siquiera en tomarlos en la mano, acercar la nariz y olerlos. Menos gente con la suficiente paciencia y tiempo para sacarles ya sea una emoción, un consejo, un pedazo de asombro, una que otra mentira histórica o simplemente una suerte de goce que no necesita explicaciones. No va a desaparecer porque el tiempo de atención de las nuevas generaciones es notoriamente inferior a la palabra electroencefalografista, que no es, precisamente, un dibujante de cerebros. Que, a propósito, se usan también cada vez menos para tareas que no sean resueltas de inmediato, con una acción, sin mayor acto reflexivo, ni crítico, ni nada. La velocidad y lo inmediato son una marca registrada del siglo XXI. Comida rápida, rápido enriquecimiento, fugaz pasión, necesidades angustiosas de reconocimiento veloz, adelgazamientos ambulatorios, trenes bala, balas buenas, balas malas, la fiesta general indefinida del yo, en pocos segundos, en un santiamén. No va a dejar de estar físicamente, con una determinada masa y peso específico, además de un número de identificación que le da, digamos, algo así como su identidad en el mundo. Los hay sin el código, por supuesto, pero a esos se les da como una categoría inferior, como que no existen en el mundo real, en ese que percibimos lo que se nos está permitido percibir, limitados, pero con un orgullo soberbio que nos llama a decir que el mundo es lo que es porque lo dice un sapiens. Mirá Anacleto, le dice Pepe a su gato, a los toros les da una ira biónica al ver el color rojo. El gato Anacleto sabe que el humano acaba de lanzarse una estupidez épica. Pero no dirá nada, porque no puede. Sabe que los toros tampoco hablan, como para andar dando explicaciones al respecto. Ambos, Anacleto y los toros, saben que la estupidez es el resultado de llegar a conclusiones, estúpidas, pero por el razonamiento equivocado. Para evitar esta clase de impases, por decirlo de manera elegante y de comentarista deportivo de un canal venido a menos en la ciudad de los rompemuelles y de los cohetes libertarios, para evitarlos, hace falta tiempo y voluntad. Ambas cosas. No una sin la otra. Tiempo para frenar y voluntad para saber frenar. La combinación puede llevar a la necesidad de revisar, no los pensamientos en sí, sino el proceso con el que se está pensando. Eso es, llegar a conclusiones a través de razonamientos por lo menos adecuados.

No va a morir, porque aunque como materia se esfume, se haga humo, polvo, partícula invisible, estará viviendo en algunas memorias, en algunas conversaciones, en acciones aprendidas, en la cabeza ezquisofrénica de un asesino en busca de la celebridad elegida, en la imaginación de una niña mientras se dirige a la escuela a recibir las lecciones de la obediencia y las doctrinas de la temporada que le toque.

Aunque haya predicadores que anuncian su extinción en poco tiempo, para compartir un tiempo/espacio desconocido con los dinosaurios y otros tantos desaparecidos, por razones del cosmos o por decisiones humanas, unas veces admirables, otras, tremendamente abominables.

Va a seguir siendo objeto, cosa perdurable, amable, sorprendente o no, testimonio de ausencias y de crímenes diversos, de pasiones sanas y de las otras, de secretos que dejarán de serlo para convertirse en saberes, armas, herramientas, habilidades, discursos, repeticiones, en fin, cosas del ser. El libro

(*) Óscar García es compositor y escritor

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Hermes, caminando

/ 24 de diciembre de 2024 / 07:46

Filmar a gente leyendo, a gente comiendo y cocinando, a gente pensando, componiendo, escribiendo. Poca acción, mayor calma, registrar la experiencia. Esa que la inmediatez ha hecho desvanecer en medio de la velocidad de la información sin narrativa. Registrar toda clase de demoras. La de servir el té lentamente, la del humo de un incienso jugando a trenzar la nada en direcciones siempre azarosas, la de secar al sol la ropa recién lavada, que es siempre diametralmente opuesta a la velocidad intempestiva de guardarla cuando un trueno estrambótico ha anunciado la presencia del aguacero. La demora de los lápices sombreando un rostro imaginado desde la memoria de las noches, la demora de un ejército inofensivo de jubilados acarreando pesadas bolsas hacia sus adivinadas soledades.

Estas tareas, como la de coleccionar asombros, requieren de paciencia y de suma tolerancia ante las faltas de astros, los desastres. La paciencia de las dos partes que se necesitan para completar una historia, la misma que se necesita para completar una melodía en una técnica denominada dialogal, la de los sikus, la de los pares complementarios. La paciencia como entendimiento entre partes, como cosa de una suma cuyo resultado siempre va a ser el todo, la totalidad.

Cada vez más difícil detenerse, frenar al índice tocando la pantalla, detener la prisa de los nervios para alcanzar los objetivos del día, que suelen ser, obtener la aprobación inmediata de cualquier actividad expuesta a esa otredad sin rostro ni volumen ni sustancia. O convencer a la comunidad de los dispositivos, a pensar igual, a que cualquier anomalía es una falta. Dirigiéndose a esos bits de inexistencias, que, sin embargo, hacen mal, opinan, juzgan, desaprueban, inhabilitan, suman datos. Cada vez más complicado asumir que la demora exaspera y puede ser, de aquí en más, un acto de desobediencia.

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Hace ya muchos años, primero en la vieja Europa, en Italia, para precisión, se ha desarrollado el concepto de Slow Food en la gastronomía. Cosa de personas ricas, afirmarían los ricos que para quedar bien con la historia, necesitan del voto de los pobres. Sin embargo y eludiendo los reduccionismos conceptuales, esta forma de enfrentar el quehacer de la gastronomía, trajo una serie de cuestionamientos a las formas urbanas de consumir alimentos como si de cargar combustible se tratara. La slow food conlleva, sobretodo, paciencia. Paciencia y demora. Pero también historia. Aprender el aroma de las hierbas y de las especias, el color de las verduras, los matices de los verdes, las combinaciones perfectas de los condimentos después de un sin número de pruebas y errores, las conversaciones durante la espera. La cocina así, recupera ese espacio de intimidad que le arrebató la velocidad.

En un curso de lectura veloz, un sujeto apurado, con todas las ganas de completar un grado lo más rápido posible, intentó hacer trampa aprendiendo de memoria un texto breve que después iría a elegir para una prueba. Pero el profesor, acostumbrado a todas las trampas posibles, le cambió el texto. El resultado, el alumno terminó rápidamente fuera de la academia de lectura veloz, que entre otras cosas, garantizaba velocidad, no comprensión.

Una palabra, la precisa, no cualquiera, esa y no otra. La que ha sido elegida para describir un estado de ánimo, un color sospechoso, una forma desconocida. Esa palabra, es el resultado del tiempo invertido en ella.

También ese sonido, esa combinación de sonidos, esa relación del sonido con su interrupción, de la mano con el objeto sonoro. Esa complicidad en lo vibratorio, resulta también de una inversión de tiempo. De una imprescindible demora que derivará, sin lugar a dudas, en la experiencia. Y así, es en los registros de la experiencia, en los que se guardan los decires del mundo, que tienen narración, como las cosas que envejecen, las que engendran una pátina que sabe contar, las que suenan mejor, las que huelen mejor, las que crujen sin peligro, las que se oscurecen, las que se agrietan y dejan pasar la luz sin molestar.

Óscar García es compositor y escritor.

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El silencio semántico

El cielo llora junto a la tía. Se ha inundado la zona rosa, de novias, según el reporte matinal de la prensa residual

Óscar García

/ 26 de noviembre de 2024 / 06:03

Martes                

Está subiendo el pan, por las gradas. Se lo escucha, dando pasos pequeños pero firmes, tarareando una canción nunca escuchada, y eso es una cosa difícil, pero no imposible. En la azotea hay dos pájaros picoteando las migas, del pan que sube. Tampoco imposible en un mundo en el que pasan cosas disímiles y se está pensando de maneras distintas, al mismo tiempo. Apenas alumbra el sol, una tía casi joven recibe una noticia en el teléfono, una silente, escueta, simple. El sobrino ha desaparecido, pero ha dejado un rastro con migas de pan.

Consulte: Algunos entornos del ser

Miércoles

Hay cenizas por todo el lugar en el que alguna vez hubo un bosque y estarán también mañana, pero no las huellas. Hay huellas nuevas que van desapareciendo en la medida en la que avanzan hacia lugares oscuros y detrás de la niebla, donde habitan los seres del miedo. No el miedo en sí, sino los entes desconocidos, los mal imaginados, los mal venidos. Por el apuro, entre beber el té helado y guardar cosas en la bolsa, ha dejado, la tía, las llaves de la breve casita, sobre la mesa. Al darse cuenta, horas más tarde, piensa en algunas opciones. Romper un vidrio, llevar un cerrajero, poner la puerta en venta y otras. Elije la primera, se apresta a romper el vidrio pero la puerta se abre. Hola tía, saluda el sobrino.

Jueves

Al señor de los milagros le han cortado la luz por falta de pago y no sabe reconectar el medidor. Pero tiene velas, de sobra. Lo que no sabe es dónde están los fósforos, todavía, recuerda, tenía en algún lado, dos cajitas de esas cuando en la patria había una fábrica de fósforos y trenes vivos ascendiendo a la montaña. Es la fecha anotada por la señorita, para expresar su amor, por decir algo, ya que se trata de un deseo incontenible, al profesor de su sobrino, al que imagina en una fotocopia, pegada en un poste. Va decidida, pensando en qué decir, qué cara poner. Le sugirieron durante tantos años, que la iniciativa no la debe tomar ella, aunque le salga un letrero en la frente que diga lo contrario.

Viernes

Se ha promulgado un decreto que prohíbe, bajo pena de hasta 27 años de cárcel, dejar caer pianos desde más de 3 pisos de alto. Se acompaña el decreto con la divulgación de una noticia de hacen 3 años, en la que se describe con detalle sobre la muerte de 3 personas aplastadas, cada una, por un piano de modesta cola. Hay 2 x 1 en la tienda de vestidos para novias, la más antigua de la zona rosa. Pero las novias están ya en peligro de extinción a causa de las nuevas relaciones no monógamas. Parada en una esquina de la ciudad, atribulada, la tía arregla su cabello, piensa en que a ver si ahora, o mañana, se anima al fin a declarar sus intenciones al profesor.

Sábado

Un profesor ha conseguido un nuevo trabajo en Etiopía, se sabe que le irá mejor que en su actual trabajo, actual ciudad, actual país, actual continente. No tiene ningún problema ni compromiso así que decide irse. Sentía una especial atracción por una señorita. Jamás se animó a decirle nada a la tía de su alumno, por temor a ser acusado de acosador o algo peor. Juega la selección nacional de béisbol de playa, con la selección de La Haya, en Iquique, ya hay un bus lleno de fanáticos, a punto de partir. Se celebra una boda en la iglesia de San Ramón nonato, la novia va vestida de seda.

Domingo

El cielo llora junto a la tía. Se ha inundado la zona rosa, de novias, según el reporte matinal de la prensa residual. A eso de las 11:13 de la mañana, se va a vender pescado fresco recién llegado de Iquique, bueno, bonito y barato.

(*) Óscar García es compositor y escritor

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Algunos entornos del ser

/ 12 de noviembre de 2024 / 06:00

Variaciones del líquido, formas múltiples de la piedra, gestos infinitos del rostro, del asombro, de las sombras. Las puntas diversas de los lápices y las diminutas repeticiones irrepetibles de las hojas lobuladas, ovadas, sagitadas. Todos los blancos de la nieve extendida y todas las transparencias de la nieve derretida. Las palabras distintas impresas en El Quijote y los puntos abigarrados flotando en la cabeza de Seurat. Los sabores posibles de las posibles combinaciones de un ají con otro ají y de este último con una especia y de esta con un mineral y de este con las papilas de una persona ya producto de otra combinación producida en un antiguo lecho o en el lecho de un río que tuvo antes agua y hoy es tan solo estío y polvo y otro olvido como tantos otros, multiplicados a propósito. Oraciones, miles de oraciones, a santos y a vírgenes y a las montañas y al trueno. Los sonidos del trueno, nunca iguales, nunca predecibles. Las luces del relámpago, las texturas de la madera, los aromas de la tierra mojada, de los libros viejos, de la ropa guardada, de los callejones antiguos por la noche, de las personas que se van sin hacer ruido, al alba, de las cáscaras de todos los limones, habidos y por haber, de las procesiones modestas en semana santa, en un pueblo cubierto por el agua hasta que la muerte le separe, de este mundo.

Las guaridas, diversas, escondidas, camufladas, refugio, hogar, morada última, un lar, un lugar de paso fugaz, un hueco de tres metros de profundidad. El hoyo de Sadam, el nido de un águila, el misterioso depósito en el que guarda todos los dientes el ratón Pérez, las caletas de las truchas pintadas, la pequeña habitación en la que vive la bacinica de plata del Papa pop, el cajón de las llaves sin destino. La gruta de Lourdes, la de la virgen del cerro del Tepeyac, la cueva de Ali Babá, la bóveda de los bancos asaltados, por dentro y sin violencia.

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Los millones de hilos que tejen las vestiduras del planeta, las tramas, las urdimbres, las enredaderas que forman signos insonoros, ángeles, monstruos, nombres, fechas, mandalas, aves, astros, territorios en barbecho, las flores inodoras, las del bien y las del mal. Tejidos sobrevivientes a las calamidades, a los fuegos del hombre, a los desastres programados, tejidos que fueron luego textura y luego texto. Narraciones de la vida y de la muerte, diversas, recurrentes, adoptadas unas veces como verdades escritas en la roca inalterable y otras, como ficciones estampadas en la piel de los escurridizos peces en medio de una tormenta tropical. Narraciones de las diosas y de los héroes y de los villanos, de los ladrones y de las gentes bondadosas, de los universos fantásticos en los que hablan los conejos y se sublevan los corderos, en los que las serpientes dan consejos mientras cantan una canción de cuna a quien mece la cuna para no mancharse con las muertes blancas. Narraciones para el acomodo de los monarcas en los palacios, de todos los tiempos, esos de las princesas cautivas y los otros, de los caudillos temerosos. Narraciones para asustar, asombrar, amar, dormir y finalmente, repetir.

Lo desconocido, lo que no tiene nombre, los sonidos que andan por ahí, en forma intraducida de onda, seres invisibles, las historias incontables, las lenguas todavía no inventadas, los extraños colores de la furia, los dolores inexplicables, la luz de las estrellas muertas, los seres malvenidos, la sublimación y la descarga de las emociones, la música bailable de los delfines, el tiempo que separa al planeta azul de otro habitado por seres infinitamente inferiores en maldad. La materia, ni oscura ni clara, el número, porcentualmente hablando, de lo ignorado, que cabalmente, mantiene a las personas, no a todas, y a los personajes, preguntando, esto es, viviendo.

Óscar García es compositor y escritor.

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Insumos probables

/ 29 de octubre de 2024 / 01:08

Algunos insumos a través de los cuales un mundo, tan particular como cualquier otro, puede levantarse, verosímil y enhiesto, frágil y contradictorio, necesariamente auto enfrentado a la pregunta de mayor importancia en el quehacer y en el pensar cotidiano: ¿por qué?

Los hoteles de Cioran, imaginados sórdidos, de tonos naranja, con olor a guardado, quietos, espanta todo pop, espanta Zizek, espanta seres de luz.

El ronco, torcido, espectralmente denso, inestable como debe ser, esperado, que no adivinado, acorde suspendido en el tiempo, de una qonqota tosiendo en medio de la pampa que separa una bandera blanca de la plaza de Macha.

Un aroma indiscutible, efímero y duradero, que aparece siempre alrededor de una sensación de amparo y de hoguera. Un aroma como péndulo que recorre el comino, unas veces, y el almizcle, otras. Un aroma que aterriza, que se atreve, que tiene con el entorno inmediato una suerte de llave en mano.

Sin dudar más de tres minutos y medio, el movimiento casi regular de un tren, percibido desde el coche comedor, en el que se puede optar por cerveza fría o por una cola tibia. Las colas no llevan en la etiqueta la recomendación de ser previamente enfriadas antes de servirlas. Con no agitarlas basta. Con la cerveza a bordo de un tren camino a la ciudad de los ajíes, no pasa lo mismo. Es su deber estar fría, como lo es el de un pájaro libre, ser libre, de libre vuelo.

Los campos de arvejas florecidas. De blancos explosionados. Los esquimales reconocen cientos, no sé, una barbaridad de tonos del blanco. Alguna gente, uno, contra el negro. Entiende el blanco como una negación del negro y al revés. Entiende el mundo como una tácita separación entre dos partes. No entenderían, ni con chuis, el asunto ese del tercero incluido. El tercero debe ser excluido. Por tanto, también todos los blancos de un campo de arvejas florecido, puntillista, pacífico, desafiante.

Un plano largo de Tarkovski que parezca que no tiene animación propia, que sea el sonido el que lo mueva como esculpiendo en el tiempo, con la sonrisa paulatina que esta experiencia desde el audiover provocaría.

Inacabados. Los dibujos, los trazos en la cerámica rústica, las líneas en el papel obra, las puntadas en la prenda de lino. Inacabados porque permiten que los espíritus, los que trascienden, puedan irse. Tienen puertas abiertas, salen cuando quieran, no están atados a nada, ni a una melodía, ni a una consigna, ni a una forma sigilosa en el agua.

El momento preciso en el que un sabor provoca múltiples sensaciones y temblores, por ende, o estremecimientos, o saltitos, o sudores, o rubores, o ganas de trepar a un árbol de ciento veintitrés años de antigüedad o simplemente, mirar a los ojos adecuados y lanzar una señal, tan clara como la que nos envían los extraterrestres desde millones de años luz, tiempo en los que todavía no existía el universo conocido por nuestro desconocimiento. El momento preciso de una combinación de, no sé, albahaca, cereza, ají de Tomina, limón del jardín del edén.

Todo recorrido por la piel de las cosas. De los seres esquivos, de los dóciles, de los escondidos. Por la envoltura de madera latente, por las de terciopelo falsificado en un taller ubicado al fondo de un ministerio en el que se fabrican casos y balas de papel crepé. Por la vestidura que cubre toda una vida y lleva en la primera cicatriz una especie de marca de origen. Por las extensiones de proteínas y pigmentos, castaños, rojizos, negros, blancos, rubios, ahora lilas, verdes, azulados. Por los cuerpos del humo. Hasta dar con el centro y con la substancia que haga flotar a los sentidos, a los siete.

La almohada de Sei Shonagon. No el libro. La almohada, con una ligera tibieza todavía intacta y ella, Sei, volviendo, de espaldas.

Óscar García es compositor y escritor.

LA RAZÓN da la bienvenida a nuestro nuevo columnista Óscar García. Tenemos la certeza de que sus opiniones enriquecerán la pluralidad de visiones que habitan estas páginas. Sus textos se publicarán cada 15 días. Esta casa periodística sigue creciendo.

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