Un siglo de diplomacia perdularia
Los diplomáticos del país han sido desde siempre figurones preocupados en su proyección personal
La microcirugía que con meticulosidad extrema emplea Robert Brockmann en las 347 páginas de su último libro, Tan lejos del mar, recorre casi día a día lo que llama la década extraviada de 1919 a 1929, entre la búsqueda incesante de Bolivia para recuperar su salida al Pacífico y la acción desesperada por llegar al Atlántico, a través del río Paraguay.
Sus fuentes principales las escarbó en el Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores, en la colección de recortes de prensa contenidos en el Dossier Fricke, en libros, diarios, mementos del decenio en estudio y, obviamente, en internet. La iconografía es sugestiva, los mapas repetitivos.
Sobre la base de esas premisas de sólido valimiento, el autor teje la intriga del libro trasladando al lector de la agreste realidad nacional a la escena internacional, donde diestros titiriteros manejan los hilos de conflictos aparentemente bilaterales. Esa metodología crea, en cierta medida, un sabor a suspenso que se disipa con los resultados predecibles.
Usando un lenguaje sin florilegios y con abundancia de frases coloquiales que facilitan a algunos la comprensión de complejos episodios, Brockman confirma una triste realidad: salvo contadísimas excepciones, los actores del servicio exterior boliviano han sido desde siempre figurones más preocupados en su proyección personal, o en el impacto de sus acciones en la política interna, que en la larga visión estratégica a favor del interés nacional.
En los albores de la utopía wilsoniana de la Liga de las Naciones, Bolivia vislumbra una ocasión para denunciar el Tratado de 1904, y para ello envía una delegación de los pesos pesados del momento, muñidos de argumentos jurídicos, históricos y morales. Encabezaba el millonario Félix Avelino Aramayo circundado de diletantes y de Franz Tamayo, a quien el autor le tiene notoria antipatía por su arrogancia (conocido como políglota se atribuía el dominio del sánscrito, sin que ninguno de sus compatriotas estuviese en medida de comprobar su acento). Obviamente, la frondosa delegación no obtuvo nada, no por la falta de sustancia, sino por errores procedimentales.
Esa situación, inevitablemente, nos lleva a comparar el actual empeño gubernamental de llevar el mismo caso a la Corte Internacional de Justicia, pero ante la carencia de doctos entre los diplomáticos originarios, se obliga a contratar a precio de costo, juristas extranjeros (desempleados) prestos a aceptar viajes, viáticos y honorarios para leer los expedientes en el avión. El resultado será igual que hace 90 años. En cambio, Chile continuará con terca constancia su obstinado freno a la demanda boliviana.
También se relatan incidentes risueños como por ejemplo cuando el expresidente liberal Ismael Montes, ministro en París, se resiste manu militari a dejar su puesto, intercambiando ardorosos cablegramas con sus empleadores republicanos. En el texto, durante esa belle époque desfilan repetidas veces personajes como Augusto César Sandino, el general de hombres libres de Nicaragua, junto al presidente americano Herbert Hoover, al peludo Hipólito Irigoyen, al francés Aristide Briand y otros.
Brockmann retrata bien al imperialismo salvaje de la época, que mediante sus empréstitos onerosos (como el Nicolaus) o sus empresas fraudulentas, como la Standard Oil, oprimen a países pobres como Bolivia. Los impresionantes relatos de la toma y retoma de fortines como preámbulo de la guerra son reseñas vívidas y alucinantes.
Brockmann no cree en que conspiraciones chilenas hubiesen urdido el conflicto con el Paraguay. Tampoco apunta a la Standard Oil como promotora de la conflagración. Más bien culpa al metafísico del fracaso, a Daniel Salamanca el usar su verba para inflamar el ambiente bélico y al coronel paraguayo Rafael Franco, líder de los febreristas, cuyo ultranacionalismo precipitó las hostilidades que dieron inicio a la denominada Guerra del Chaco.