Regular las redes
Regular las redes no requiere tipificar nuevos tipos penales y san-ciones; el proyecto de ley presentado nos haría pensar que las redes son una dimensión paralela con sus propios delitos. Seguir en esa lógica nos llevaría a duplicar el Código Penal, reinventando cada ley para adecuarse a esta cosa (para nada) misteriosa llamada internet.
Mucho se ha dicho en las últimas semanas acerca de regular las —mal llamadas— redes sociales, herramientas acerca de las cuales la mayoría de nosotros seguramente podría autoproclamarse como experto. Sin embargo, nos inundan los lugares comunes y simplificaciones acerca de una serie de debates complejos que absurdamente nos posicionarían en dos bandos (onda plebiscito) acerca de si deberían o no ser reguladas.
Asumiendo con entusiasmo el riesgo de decir cosas que a muchos no les agradará leer, en los siguientes tres puntos argumentaré que las redes en definitiva son objeto legítimo de regulación, pero quizá no como se está planteando desde una falsa dicotomía entre control y libertad a secas.
ASIMETRÍAS. El paraíso perdido del ciberespacio: el primer punto tiene que ver con la naturaleza ostensiblemente libre y democrática de este plano digital. En nuestro ciberutopismo, a veces intentamos creer que las redes son espacios extraterritoriales donde reinan las voluntades de millones de ciudadanos soberanos, quienes con sus opiniones y debate constituyen una especie de ágora virtual libre de todo dominio.
Pero la mayoría del tiempo ignoramos que se vienen acrecentando las asimetrías en este plano: desde los términos y condiciones a los que estamos sujetos, pasando por la territorialización de nuestros datos (que no se encuentran en la “nube”, sino en enormes granjas de servidores, generalmente en Estados Unidos), y el acceso sigiloso que tienen a nuestra información personal agencias como la NSA (Agencia de Seguridad Nacional, por sus siglas en inglés, National Security Agency).
Es decir, le negamos fervientemente a un Estado lo que sin siquiera percibirlo le concedemos a las grandes corporaciones, e incluso a gobiernos de otros países. Nuestras redes ya están profundamente reguladas, y la más clara evidencia que tenemos de ello es nuestra pedestre ignorancia de este hecho.
Tampoco es cierto que internet es un plano horizontal donde todos (al fin, aleluya) somos “iguales”, basándose esta ilusión en un libertarismo profundamente conservador en la que la igualdad es meramente una potencialidad. Si bien es cierto que cualquier ciudadano puede crear una cuenta, compartir contenido y llegar a miles de personas, existen desequilibrios monstruosos en el alcance de las publicaciones debido al pauteo, o difusión pagada. El volumen de nuestra voz digital está cada vez más condicionada por nuestra capacidad de pago.
ANONIMATO. Los rostros camaleónicos de la anonimidad: el segundo punto de este análisis tiene que ver con el anonimato, que en la corta pero extensa historia del internet ha servido para que ciudadanos revelen información de interés público sin correr riesgos sobre su seguridad personal.
Sin embargo, a diferencia de los medios tradicionales (donde los medios y periodistas son responsables de la información que presentan), las redes permiten la difusión masiva de información de todo tipo de manera anónima, haciéndose cuando menos dificultosa una rendición de cuentas razonable.
Existen leyes vigentes en nuestro país respecto a la calumnia, el acoso político, la violencia de género, la protección de menores, así como en relación al racismo y toda forma de discriminación. Pero la mayoría de las veces no existen personas jurídicas o naturales a quienes se les puedan atribuir muchas de estas ofensas.
El mismo Facebook está consciente de los problemas que genera el no poder vincular a personas naturales con cuentas específicas y por ello ha impuesto la condición (no siempre cumplida) de que las cuentas deben llevar nombres y apellidos reales.
La policía en distintas partes del mundo hace pedidos de información a ésta y otras corporaciones con el fin de investigar y resolver crímenes de toda índole. La validez jurídica de estas evidencias es cada vez más reconocida por cortes y sistemas legales. La razón es que la preocupación por regular las redes no solo surge entre políticos, sino entre quienes son objeto de acoso sexual, político o víctimas de violencia digital.
El pasado martes, la Policía federal brasileña arrestó al vicepresidente de Facebook para América Latina porque la empresa se rehusó a revelar datos de WhatsApp (adquirida por Facebook en 2014) ligados a un caso acerca del tráfico de cocaína.
Pero ésta y otras empresas globales en algunos casos ofrecen mecanismos para la liberación de información: en la primera mitad de 2015 (último periodo para el cual se dispone de datos), 91 países realizaron pedidos de información a Facebook un total de 38.946 veces; casi la mitad por Estados Unidos. Al mismo tiempo, 20.568 contenidos han sido restringidos a pedido de gobiernos en base a sus leyes locales (por ejemplo en Francia, donde se han restringido contenidos 295 veces, es ilegal cuestionar la existencia de crímenes contra la humanidad como el Holocausto).
Bolivia no se encuentra en esa lista. Y no es necesariamente un motivo para celebrar. Si el Estado boliviano no ha solicitado este tipo de información hasta el momento, quizá sea por inoperancia investigativa o por deficiencias en nuestras leyes al no poder hacer uso judicial efectivo de evidencias de esa naturaleza.
La posibilidad del anonimato ciertamente tiene usos loables en las redes, pero también abre la puerta a una serie de problemas. Partiendo de una acepción básica del bien común, el anonimato en la red no es valioso porque nos permite decirle ‘chusma’ al vecino sin ser descubiertos, sino más bien porque puede salvaguardar o promover otros derechos que sí son de interés público, como la filtración a WikiLeaks por parte de Chelsea (née Bradley) Manning de documentos clasificados acerca de las guerras en Irak y Afganistán en 2010.
REGULACIÓN. Nuestra realidad es virtual: esto me lleva al tercer punto, que trata de la inevitabilidad de la regulación de las redes. Una regulación extrema, como la que existe en China, sería inviable sin un sistema de vigilancia masivo que atente contra la libertad de expresión y asociación garantizados, no solo por nuestra Constitución, sino por una serie de tratados y convenciones a los que estamos sujetos como país.
Considero que la ofuscación conceptual parte de que este plano no termina de definirse entre la esfera pública (como los medios tradicionales) y la privada (como las conversaciones entre amigos en un café). Pero caer en este debate sería una distracción.
Es mentira que las redes no estén reguladas hoy en Bolivia, stricto sensu. Todo acto que tiene lugar en la esfera pública (y muchos actos, como la violencia doméstica, que a veces se pensaría pertenecen a la esfera privada) son objeto de las leyes de nuestro Estado. Solo sucede que en 2016 no existen los mecanismos para efectivizar un cumplimiento de las leyes cuando los hechos suceden en internet. Es decir, la recolección y validez de evidencias obtenidas en las redes hoy por hoy no están normadas.
El posibilitar esta tarea en mi opinión no requiere tipificar nuevos tipos penales con sus respectivas sanciones; el proyecto de ley presentado nos haría pensar que las redes son una dimensión paralela con sus propios delitos. Seguir en esta lógica nos llevaría a duplicar el Código Penal, reinventando cada ley para adecuarse a esta cosa (para nada) misteriosa a la que llamamos internet.
Las redes no pertenecen a una esfera etérea y desterritorializada en la que a veces, en nuestro ciberutopismo, quisiéramos creer. ¿Por qué debería ser legal difamar a alguien en la red mientras que hacerlo offline es una ofensa penada por ley? La pregunta de fondo es si estos espacios digitales pueden ser regulados de forma razonable y proporcionada, de tal manera que no se infrinja sobre la privacidad, libertades de expresión, asociación y (en algunos casos) el anonimato de los usuarios. Ningún país en el mundo ha encontrado aún una respuesta convincente a esta pregunta.