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Tuesday 30 Apr 2024 | Actualizado a 11:39 AM

El sultán Erdogan

Es notorio el choque de personalidades entre Recep Tayyip Erdogan y la canciller Angela Merkel

/ 20 de abril de 2019 / 13:09

Parece evidente que desde el famoso general de los ojos azules y temperamento enérgico Mustafá Kemal Ataturk (1923-1938) no hubo en la Turquía moderna otro líder tan robusto como Recep Tayyip Erdogan (65), quien domina los restos del otrora Imperio otomano, con pulso duro, desde hace 17 años; del 2003 al 2014 como primer ministro y luego acumulando todo el poder como presidente, apoyándose en el Partido Justicia y Desarrollo (AKP), un conglomerado islamista moderado que, en su política exterior, aspira a expandirse en la región como los neo-otomanos.

De origen georgiano, padre de cuatro hijos, Erdogan cobró fama primeramente como laborioso alcalde de Estambul (1994-98). Difícil tarea la de gobernar ese singular territorio donde una parte es europea y la otra, asiática; aunque su candidatura para ingresar a la Unión Europea sea constantemente rechazada quizá por su población de 73 millones de musulmanes.

Una característica recurrente de Erdogan es su pragmatismo e inclinación para sacar ventaja de las situaciones más complicadas. Por ejemplo, durante la avalancha migratoria de 2016 que invadía Europa aceptó interceptar y retener a los impetrantes dentro de sus fronteras, a cambio de $us 3.300 millones, desembolsados por Frau Merkel. Anteriormente, un supuesto intento de golpe de Estado incitado por su enemigo íntimo el clérigo Fethullah Gülen, hoy exiliado en EEUU, le sirvió de pretexto para ejercitar una gigantesca purga de sus adversarios, despidiendo a miles de empleados públicos, policías, militares y hasta profesores universitarios.

Asimismo, la guerra intestina que sacudió Siria por tantos años le resultó útil para fortalecer sus fuerzas castrenses con apoyo externo, y pasada la contienda, arremeter contra el Partido Obrero del Kurdistan (PKK), fracción autonomista de los kurdos, pese a que su ala militar fue vital en la derrota del Estado Islámico.

El macabro desmembramiento del periodista saudí Jamal Khashoggi, acontecido dentro del Consulado de Arabia Saudita en Estambul, aparentemente orquestado por el príncipe Mohamed bin Salman, fue un episodio grabado furtivamente por los servicios de inteligencia turcos, y difundido a la prensa en cuentagotas por el propio Erdogan. Esta circunstancia le permitió negociar favorablemente con el reino wahabita varios puntos pendientes en su relación bilateral.

Desde su palacio de Ak Saray, que como todo autócrata fue construido a la medida de su ego, Erdogan debe hacer frente a una copiosa agenda geopolítica. Desde la perdurable partición de la isla de Chipre, donde la ocupación turca de la parte norte es motivo de confrontación con Grecia; pasando por su vinculación con Israel, enturbiada por la ayuda turca a Gaza; la luna de miel con Putin, su socio ineluctable en la cuestión siria; hasta la gestión de su área de influencia en las repúblicas turcófonas del Asia Central, entre otros asuntos. En otro nivel, es notorio el choque de personalidades entre Erdogan y la canciller Angela Merkel, como lo es el hielo en su relación con Trump.

Dentro el mosaico internacional descrito anteriormente, cabe preguntarse dónde cabe el interés del nuevo sultán otomano para con América Latina. Su apoyo al régimen de Maduro está monetizado en el oro venezolano exportado a Estambul, en trueque por productos alimenticios recibidos y quizá por armamento bélico. En cuanto a Bolivia, es difícil imaginar un intercambio comercial significativo con Ankara. Inclusive no hay sintonía en el acápite de novelas evocadas por Evo Morales en su conversación con Erdogan, por cuanto éste leyó y citó antaño a Necip Fazil Kisakurek, novelista reaccionario antisemita, y es sabido que el Premio Nobel Ohran Pamuk es el escritor turco más crítico al sistema imperante.

Como colofón, cabe anotar la ruidosa derrota que sufrió su partido en las recientes elecciones municipales, sobre todo en Estambul, su antiguo bastión.

Es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.

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George Orwell: el eterno profeta

/ 27 de abril de 2024 / 07:27

Cuando llegué por primera vez a Londres, Orwell había muerto hace pocos años (1950) y sus dos alegorías que se volverían best-sellers servían de catecismos en las frecuentes batallas intelectuales que se libraban en el fulgor de la Guerra Fría. Se trataba del clásico Animal Farm (Revuelta en la Granja) y del no menos celebrado 1984. Ambas obras influyeron grandemente en la juventud de la época para provocar dudas y alta dosis de escepticismo en las bondades pregonadas por el sistema imperante en la entonces Unión Soviética. La primera, escrita con refinada ironía, se trata de la revolución impulsada por los animales de la finca que culmina con la captura del poder, el subsecuente exilio de los patrones acusados de corruptos y la implantación de la dictadura en la hacienda, bajo consignas unánimemente aceptadas como aquella del comunismo invertebrado que decía “todos los animales son iguales”. Aunque las diferencias se hacían cada vez más notorias, pues los cerdos constituían la clase dominante, los perros organizaron la policía y los burros mayoritarios, formaban las masas trabajadoras. Sin embargo, el goce del poder por los puercos empezó a mostrar ciertas preferencias, entonces la teoría oficial trocó el eslogan así: “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que los otros”. Con esa secuencia, comencé a imaginar el denominado proceso de cambio operado en Bolivia a partir de 2006 y cuyo triste epílogo es la insuperable crisis económica e institucional que padece el país hoy en día.

1984: Bajo ese título premonitorio escrito 30 años antes —con parecida savia metafórica—, retrata el estado de no-derecho que regía en la Unión Soviética staliniana y pronostica que al cabo de unos años se convertiría en sofisticada dictadura, con justificaciones tan burdas como esa de “el hermano mayor te está cuidando”, o sea un fantasma inexistente, para paliar el asedio policial de la ciudadanía y persuadirla que, no obstante, está constantemente vigilada. Otra joya es el “ministerio de la verdad”, o sea el equivalente en Venezuela del Ministerio de Informaciones, que repite las 24 horas y por todos los medios, incluyendo altavoces, noticias ficticias que siendo la única fuente deben tomarse por verídicas, y la perla más exótica son los principios ideológicos como “la guerra es la paz” o “la libertad es la esclavitud” y “la ignorancia es la fuerza”. Este último parece prevalecer en las manifestaciones en las calles bolivianas.

George Orwell, pseudónimo de Eric Blair, murió de tuberculosis a los 46 años, casi la misma edad que el malogrado opositor ruso Alexei Navalny, y sus escritos han trascendido la flema literaria para convertirse en advertencias premonitorias del devenir político universal. En su juventud se alistó como policía colonial en el entonces Burma (hoy Myanmar), donde fruto de sus observaciones publicó Dias Burmeses, pasantía de cuatro años que lo indujo a una frenética vida sexual con prostitutas y esposas “coloniales”, como cuenta su reciente biógrafo Paul Theroux (ed. Mariner, 400 páginas), que lo dibuja como “un alma atormentada e ingenua” durante esas jornadas asiáticas. Lo que no consigna es el compromiso del autor con la libertad, porque Orwell también —en su momento— se alistó como voluntario en la guerra civil española para combatir al fascismo franquista, inspiración para su Homenaje a Cataluña.

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El asilo cuestionado

Carlos Antonio Carrasco

/ 13 de abril de 2024 / 06:58

La violenta irrupción policial ecuatoriana a la embajada mexicana en Quito, cometida el 5 de abril, para atrapar al exvicepresidente Jorge Glas escondido allí, ha provocado la ruptura de relaciones entre esos países y la reacción universal de condena al irrespeto a las convenciones y los tratados internacionales sobre la inmunidad territorial de las sedes diplomáticas y la potestad de conceder asilo político que goza el Estado acreditado. Esa figura típicamente latinoamericana ha sido hasta hoy sagradamente cumplida tanto por regímenes autocráticos como por gobiernos democráticos, por ello se explica el alboroto suscitado. Un recuento apurado de ejemplos emblemáticos nos trae a la memoria los 63 meses (1948-1954) de encierro que padeció el famoso líder peruano Víctor Raúl Haya de La Torre en la embajada colombiana en Lima, ante la negativa del dictador Manuel Odría de concederle el salvoconducto respectivo. Ni la Corte Internacional de Justicia en La Haya pudo resolver el diferendo, sino un acuerdo entre las partes que permitió el viaje del asilado a Bogotá. Otro caso singular fue la invasión americana (operación Justa Causa) a Panamá (1989) para extraditar al general Manuel Antonio Noriega (alias Cara de piña) de su refugio en la Nunciatura Apostólica, sin observar su condición de jefe de Estado en funciones, aduciendo sus nexos comprobados con el narcotráfico.

Irónicamente, fue en la legación de Ecuador en Londres donde encontró amparo por casi siete años (2012-2018) el australiano Julián Assange, fundador de WikiLeaks, acusado de espionaje por Washington, quien ahora está en manos de la Justicia británica.

Y también ha sido la sede diplomática ecuatoriana en La Habana la que fue intervenida en 1961 y 1981, por la policía castrista para impedir el refugio que buscaban disidentes cubanos.

En Bolivia, a raíz del narcogolpe de García Meza (1981), la presidenta Lydia Gueiler fue albergada en la Nunciatura Apostólica y yo, como su cumplido ministro de Educación y Cultura, encontré asilo en la embajada de Francia, en Obrajes, donde al cabo de tres meses, sin salvoconducto, tuve que salir sigilosamente al exilio.

La actual crisis bilateral entre Quito y México, como explica el comunicado oficial, tiene su origen en la incontinencia injerencista del presidente López Obrador, quien logra aquel extraño goce sensual injuriando a sus homólogos de la región. Esta vez, insinuando que Daniel Noboa salió victorioso, en los comicios del 20 de agosto de 2023, aprovechando el asesinato del candidato Fernando Villavicencio, insidia que provocó la declaración de persona no grata de su embajadora. En revancha, México concedió aceleradamente asilo político a Jorge Glas, sin observar que éste fue sentenciado por la Corte Suprema de Justicia por corrupción, a la pena total de 14 años de cárcel. Ante cierto rumor que un avión mexicano estaba listo para exfiltrar al sujeto fuera del país, aventura favorita de AMLO, el gobierno quiteño ordenó esa desafortunada incursión a la embajada.

En resumen, podrían existir dos avenidas para resolver este diferendo. La primera sería designar dos países amigos como mediadores para estudiar soluciones equitativas y la segunda, más escabrosa, que Ecuador devolvería a Jorge Glas al recinto diplomático mexicano, pero no le concedería el requerido salvoconducto, salvo decisión de la justicia local.

El haber acudido a la Corte Internacional de Justicia es retardar una rápida solución por meses o por años (como en el caso de Haya de La Torre) o acudir a las instancias regionales como la OEA o la Celac, es someter el caso al vaivén de las inclinaciones político-ideológicas del vecindario.

Carlos Antonio Carrasco
es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.

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La tercera guerra mundial

/ 30 de marzo de 2024 / 07:16

El reciente atentado horrendamente mortífero perpetrado por elementos del ala afgana (ISIS-K) del Estado Islámico, en el Crocus City Hall moscovita, cambia nuevamente el mosaico geopolítico del mundo, al anotar —otra vez— al terrorismo islamista como enemigo principal tanto de Occidente como del Eje del Este, señal inmediata es la declaratoria de alerta máxima en Francia, Italia y otros.

Ese episodio alimenta la inquietud latente entre los analistas de las principales capitales que ya auguraban hipotéticas situaciones emergentes del estallido de una guerra nuclear. Cuando se da por hecho la posible victoria de Donald J. Trump en las elecciones americanas de noviembre próximo, el New York Times escribe: “El riesgo de un conflicto nuclear va en aumento. Las naciones nucleares incrementan sus arsenales hacia la nueva carrera bélica. Hoy en día, la nueva generación de armamento conlleva impredecibles amenazas”, y bajo ese preámbulo describe las instalaciones subterráneas en Omaha del comando estratégico o StratCom, cuyo personal militar está en alerta 24/24 horas, pendiente de la orden presidencial para activar sus 3.700 misiles disponibles, sea para la defensa o el ataque. En cualquier caso, en cuenta regresiva se dispondría de 30 minutos para adoptar esa fatal decisión bajo la única responsabilidad del presidente en tanto que comandante en jefe. Justamente esa potestad que descansa en un solo hombre, alarma a los analistas, conociendo el temperamento volátil de Trump. Las otras potencias nucleares (China, Rusia, Francia, Reino Unido, Norcorea, India y Pakistán), tienen parecidas disposiciones, siendo la Rusia de Putin (reelecto hasta 2030) la más temible por contar con arsenales iguales en sofisticación a los de Estados Unidos. Siempre simulando hipotéticos escenarios, los países miembros de la Unión Europea están incrementando aceleradamente sus presupuestos de defensa, ante la contundente declaración de Trump de que, en caso de ser electo, no acudiría en defensa de aquellos países que se encuentren en mora en sus contribuciones a la OTAN y que dejaría a Rusia luz verde en sus arremetidas. Francia como potencia nuclear sería —obviamente— objetivo favorito de la ofensiva rusa. Ante esa eventualidad, el presidente Macron sostuvo su firme oposición a la posible victoria de Moscú sobre Kiev. Pero todo podría cambiar si, por ejemplo, Trump declarara su neutralidad ante ese conflicto y abandonaría su ayuda militar y financiera a Ucrania.

La angustia europea es tan grande que el principal tema de debate a las puertas de las elecciones parlamentarias de junio es precisamente la posición a seguir acerca de Ucrania.

Otro foco de tensión son las vidriosas relaciones de Tel Aviv con Washington, razón por la cual tanto Bibi Netanyahu como Vladimir V. Putin esperan ansiosamente el arribo de aquel nuevo inquilino en la Casa Blanca.

En el terreno de las relaciones internacionales, conocida la animadversión de Trump por el multilateralismo, seguramente prescindiría del rol de Naciones Unidas y se acomodaría a la realidad de fresca dicotomía de Occidente con el emergente “Sud-global”, que se va forjando en base del BRICS, donde la bulliciosa Rusia y la silente China pisan fuerte.

En suma, los próximos meses serán el prolegómeno de un nuevo mundo pleno de sorpresas y peligros, incluyendo la eliminación anticipada del candidato Trump.

Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.

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El otoño de los patriarcas

Carlos Antonio Carrasco

/ 16 de marzo de 2024 / 14:50

Con el dramático aumento de esperanza de vida, pareciera que la caricatura del patriarca retratada por García Márquez hubiese adquirido la tonalidad de irrefrenable epidemia en todos los confines del mundo, principalmente en los Estados Unidos con la aproximación de los comicios presidenciales en los que dos ancianos se disputan el cargo. Cualquiera que sea el ganador, Donald J. Trump tendría 82 al término de su mandato (2028) y Joseph R. Biden 86, conjetura que está provocando agria polémica en ambos bandos y que ha dado paso a remembranzas etéreas en la historia. En efecto, el legendario Dwight Eisenhower murió a los 78; Franklin Delano Roosevelt a los 63 y el simpático Ronald Reagan a los 93 años, dejando su pasantía en la Casa Blanca a los 79.

El debate se encandila acerca de cuán viejo es ser viejo para ejercer el cargo y en su caso los efectos colaterales que conlleva el peso de los años, citándose como riesgo para la seguridad del Estado, la perdida parcial de la memoria, lo que causa más hilaridad que conmiseración, como los recientes gafes en que incurrió Biden al confundir al presidente de Egipto con el de México o aquellas de Trump que llamó al mandatario húngaro como si fuera de Turquía. Sin embargo, otros casos más allá del Atlántico son mayormente patéticos si recordamos al argelino Abdulaziz Bouteflica, que gobernó desde su silla de ruedas hasta cumplir 82; también el tunecino Habib Bourgiba (84) o el actual mandamás de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbas (88); el presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang (81), sin contar la lista de octogenarios que se aferran al poder: Sabah al Jaber Sabah (91) en Kuwait; Emmerson Mnangagwa (81) en Zimbabue; Nangolo Mbumba (82) en Namibia; Paul Biya (91) en Camerún; Alaassane Ouattara (82) en Costa de Marfil; Alexander van der Bellen (80) en Austria; Michael D. Higgings (82) en Irlanda; Sergio Matarella (82) en Italia; George Vella (81) en Malta, y dejaremos de lado al papa Francisco (87 ), anclado en el Vaticano. Naturalmente, la paradoja es que la esperanza de vida en África, donde abundan las gerontocracias, es de 62 años, mientras que en Europa está fijada entre 77 y 83.

En Bolivia, la experiencia histórica bajo la veterana batuta no fue tan mala desde Tomas Frías (1874-1876), de 79 años, con impecable ejecutoria, hasta Víctor Paz Estenssoro, cuyo cuarto periodo salvó que “Bolivia se nos muera” cuando cumplía 82. Y, entre los presidentes más jóvenes, excepto el venezolano Antonio José de Sucre o el beniano Germán Busch, tampoco podría resaltarse en aquellos ni su brillo heroico ni alguna preclara inteligencia.

En lo que atañe a la conservación de una buena memoria, valga decir que el acopio de nombres y lugares en los octogenarios es geométricamente muy superior que en los adolescentes o en los treintañeros, por la simple razón que en los años vividos los viejos debieron recoger multitud de datos para almacenarlos en su cerebro, cantidad —obviamente— menos importante en los más jóvenes. Por lo tanto, el riesgo en los ancianos de no recordar será siempre mayor.

Muy atinadamente, Biden se defendió diciendo que “la cuestión que enfrenta nuestra nación no es cuán viejos seamos, si no cuán viejas sean nuestras ideas”.

Carlos Antonio Carrasco
es doctor en Ciencias Políticas y miembro
de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.

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América Latina, entre Milei y Bukele

/ 2 de marzo de 2024 / 06:46

Argentina, el segundo país sudamericano más grande (2,78 millones de km2) y El Salvador, el más chiquito centroamericano (21.041 Km2), democráticamente, regalaron al mundo, en periodo carnavalero, dos singulares ejemplares que, desde ese Macondo donde abunda el realismo mágico, exporta espacios preferentes en la prensa planetaria: Uno es el bonaerense Javier Milei (52), figura televisiva de frondosa melena felina, ojos azules, sonrisa fácil, solterón sin hijos pero con cinco perros adoptados. Economista de ideas extravagantes tan libertarias y pro-capitalistas que incluso sorprendió al auditorio monetizado en Davos. De emociones radicales, al decidir convertirse al judaísmo, siguió viaje a Israel para frotar su naso en el muro de las lamentaciones de Jerusalén y ofrecer su modesto concurso al primer ministro israelí para reforzar el genocidio que se opera en Gaza. Sin esperar la ceremonia de su propia circuncisión según manda el kabbale, guardose el sagrado texto hebraico en la faltriquera y armado de una caja de alfajores cordobeses, acompañado de su hermana Karina, como todos los caminos conducen a Roma, imploró audiencia a su compatriota el papa Francisco, de quien antes se había referido como al “hijoeputa que predicaba el comunismo”. Cristianamente, el ilustre jesuita al perdonar su arrepentido lamento, le obsequió una estampita de Mama Antula, la primera santa argentina canonizada ese mismo día. Al retornar a Buenos Aires, Milei lo hizo en vuelo comercial, donde una vez a bordo estrechó manos con todos y cada uno de los atónitos pasajeros. Terminada esa inusitada luna de miel, en la capital lo esperaba un congreso adverso que derrumbó gran parte de sus pretendidas reformas con el apoyo de miles de piqueteros bulliciosos que harán difícil que termine pacíficamente su mandato presidencial.

Entretanto, en el istmo centroamericano, a sus 42 años de edad, Nayib Bukele era nuevamente elegido presidente de El Salvador, por abrumadora mayoría (85%), junto a un parlamento totalmente controlado. De padre palestino, lleva en su ADN la habilidad y la astucia de los vendedores de alfombras mágicas en los bazares orientales y esa ventaja, trasladada a su profesión de publicista, le sirve para atraer millones de militantes a su partido Nuevas Ideas. En su primer periodo presidencial (2019-2023), en una economía ya dolarizada, implantó el bit-coin como otra alternativa de moneda corriente. Pero, sobre todo, impuso el  “estado de excepción” para atrapar y encarcelar, sin juicio previo, a más de 76.000 pandilleros que agrupados en la Mara Salvatrucha y la Mara 18 aterrorizaron diversas colonias salvadoreñas durante 30 años, contabilizando 120.000 asesinatos. Gran hazaña que convirtió a El Salvador de ser el país más inseguro del mundo a la antípoda de excelsa seguridad. Sus detractores acusan a Bukele de irrespeto a los derechos humanos y —sin excusas— los delincuentes encerrados en una moderna cárcel, semidesnudos, con solo alimentación básica, sin derecho a visitas, ni teléfono o comunicación alguna con el exterior, languidecerán hasta su muerte en esas condiciones, bajo la inculpación de su pertenencia a las maras, comprobada por los ostensibles tatuajes que portan y que constituyen la única e irrefutable evidencia de los crímenes cometidos. En su segunda entronización, Bukele prometió dos batallas más: acabar con la burocracia superflua y encarcelar a los corruptos en prisión idéntica a la de los pandilleros. Con ese atractivo programa su popularidad suma y sigue, con tal éxito que el Ecuador azotado por el asedio de los narcotraficantes imita abiertamente aquel modelo, y otras naciones de la región y el mundo alaban los éxitos logrados.

La región latinoamericana enfrenta el dilema de esos dos modelos, al medio de mandatarios anodinos los unos y peligrosamente populistas, los otros. Y, para colmo, ambos fenómenos fueron ovacionados por la Convención Conservadora Americana bajo el alero personal de Donald Trump.

Carlos Antonio Carrasco
es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia
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