¿Metaverso? ¡¿Es en serio?!
Llámame viejo, troglodita, ludita, lo que sea. No tengo ningún interés en formar parte de un “metaverso”. Ese es el futuro al que apunta el atribulado Facebook de Mark Zuckerberg, al cambiarse el nombre a Meta. ¿Y qué es este Metaverso? “Zuckerberg pintó una imagen del metaverso como un mundo virtual pulcro y bien iluminado, al que se ingresa, al principio, con un hardware de realidad virtual y aumentada y, luego, con sensores corporales más avanzados, en el que las personas pueden participar en juegos virtuales, asistir a conciertos virtuales, ir a comprar productos virtuales, coleccionar arte virtual, pasar el rato con los avatares virtuales de los demás y asistir a reuniones de trabajo virtuales”.
Eso suena ridículo. Y terrible. Al igual que con todas las cosas nuevas, atraen a algunos, tal vez a millones, tal vez incluso a la mayoría. Sigo diciéndome que debo vivir en el aquí y el ahora, que las redes sociales, en muchos sentidos, envenenan nuestra capacidad para hacer eso. No me malinterpretes, las redes tienen muchas virtudes y no me he alejado por completo de ellas, tampoco lo haré en el futuro. Dicho esto, las redes tienen tanta fealdad, tanta envidia y codicia, tanta desinformación y manipulación, que su prominencia en mi vida, entendí, causaba más problemas que beneficios.
He intentado reorientarme hacia el mundo real. Para escribir más cosas que no comparto en línea de inmediato. Escribir por la idea y no por el impacto viral, cosas que quizás no gusten a nadie, pero son cosas que de todos modos quiero intentar plasmar en su forma más clara. Quiero compartir más fotos con las personas que amo y que me aman y no con el mundo para que generen una reacción. El mero hecho de considerar la respuesta de extraños a publicaciones personales de imágenes es perverso.
Incluso creo que las redes sociales estaban alterando mi idea de la gente: cómo se veían, vivían y comían. Todos estaban tratando de superar a la siguiente persona. La gente se veía perfecta con demasiada frecuencia. Algunas de esas fotos quizá reflejen la realidad. Pero como la mayoría de los seres humanos, tenemos nuestros días buenos y nuestros días malos. Las redes sociales distorsionan ese equilibrio. Incluso lo que se supone que es positivo puede volverse opresivo y molesto, como el torrente de memes y afirmaciones motivacionales. Algo en ello suena hueco. Algo se presenta como una actuación.
He estado alejándome de las redes sociales por un tiempo, usándolas más que nada para publicitar mi columna y los segmentos de televisión y otras empresas en las que estoy involucrado. Debo decir que me siento como un adicto que por fin deja las drogas. Estoy sorprendido, y avergonzado de estar sorprendido, de lo significativo que es para mí estar más presente sin más, entablar conversaciones con extraños, no sentir que necesito documentar cada momento para una virtualidad voraz, no estar tan inmerso en una pantalla que termine por extrañar la puesta de sol.
Soy más comprensivo y diplomático cuando no estoy de acuerdo con alguien en persona. En persona soy persistente con situaciones que habría desestimado con rapidez en línea. El mundo no es perfecto. No está organizado ni filtrado y enfrentar la realidad de que esa imperfección hace que el mundo sea especial ha provocado un cambio en mí. Ahora, me arrepiento, aunque trato de no hacerlo, de los años de tiempo perdido en el espacio virtual, haciendo todas las cosas que la gente me dijo que debería. Estaba esculpiendo y creando, de forma ininterrumpida, una imagen alterada y más “agradable” de mí mismo, que al final creo que es demasiado controlada para ser del todo cierta. Entonces, a medida que Facebook y otros avancen hacia el metaverso, elegiré avanzar a una versión más verdadera de mí mismo, una que viva de manera más plena en el aquí y ahora.
Charles M. Blow es columnista de The New York Times.