Memoria, verdad y justicia
Bolivia impulsa, junto a otras naciones, una investigación del rol de la OEA en el caso boliviano.
DIBUJO LIBRE
Los pueblos que olvidan sus desgracias e infortunios, pierden la conciencia de sus destinos”, decía el presidente argentino Nicolás Avellaneda, y es una gran verdad, ya que las naciones fuertes y dignas siempre se han construido sobre el aprendizaje de las grandes lecciones que dejan las tragedias y desgracias vividas; quizá el ejemplo más grande de este hecho es Europa misma, que después de la Segunda Guerra Mundial, supo encontrar, sobre la base de la justicia en Núremberg un destino de paz, reconciliación y unidad.
En nuestro país, a lo largo de nuestra historia, lamentablemente tuvimos una fuerte tendencia a olvidar los hechos luctuosos que nos han marcado, tenemos una suerte de impunidad constante con relación a las grandes violaciones a los derechos humanos cometidas en nuestra historia. Fue una excepción a esta regla la aprobación legislativa del juicio de responsabilidades contra Luis García Meza en febrero de 1986 por el Congreso Nacional instaurado en 1985 y el juicio mismo que llevó adelante la extinta Corte Suprema de Justicia, que dictó la sentencia de 21 de abril de 1993. Este histórico proceso tuvo como resultado que la memoria de cientos de personas asesinadas sea respetada, le dio a la nación boliviana el derecho a conocer la verdad de lo que realmente ocurrió en la dictadura de 1980 e hizo un mínimo de justicia con las víctimas de este episodio triste de nuestra historia.
Ya instaurada la democracia a partir de octubre de 1982, ocurrieron grandes violaciones de derechos humanos, cuando menos en dos oportunidades: octubre de 2003 y noviembre de 2019; y estos hechos, que además en esta última ocasión sobrevinieron a la interrupción del orden constitucional, hasta la fecha no encuentran la tan anhelada justicia. Los seres humanos, las personas que perdieron la vida en estos hechos, no son números, no podemos simplemente decir: “en octubre de 2003 murieron más de sesenta personas en El Alto y en noviembre de 2019 más de treinta en Sacaba, Senkata, El Pedregal y Montero”. Cada persona, cada hombre o mujer, que perdió la vida es un padre, un hijo, un hermano, su vida y su existencia es tan importante como la de cualquier gobernante; en eso reside el Estado de Derecho, en otras palabras, la vida de cada boliviano es la razón de la existencia misma del Estado. Quizá sobre esto valga la pena recordar la frase acuñada en el Imperio Romano, cuando en la cima de su poder y desarrollo el emperador Trajano sostenía que “Roma vale la vida de un hombre”; en definitiva, la vida de las personas y su protección es la máxima función de la sociedad jurídica y políticamente organizada, esta regla no puede ni debe exceptuarse jamás.
En Bolivia, la terrible pérdida de vidas humanas en 2019 vino acompañada de un verdadero quiebre constitucional, que tuvo su epicentro en el “informe preliminar” de la Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos, publicado la madrugada de ese fatídico domingo 10 de noviembre. En cuestión de horas se dio la conferencia del Alto Mando Militar, donde en voz del propio comandante general se sugería la renuncia del Presidente constitucional, a lo que se sumó el pedido del comandante de la Policía Boliviana. Cuando las instituciones armadas de una nación “sugieren” la renuncia de un gobernante constitucional, es pues inequívocamente un “golpe de Estado”, algo que en Bolivia y en Latinoamérica no ocurría hace más de cuarenta años. A este hecho gravísimo le siguió una suerte de violencia extrema contra los colaboradores del expresidente, se tomaron rehenes a familiares y se los torturó, se quemaron casas, y todo indicaba que la violencia sembrada se tornaría terrible e incontrolable. Evo Morales no tuvo alternativa que presentar su renuncia en horas de la tarde de ese mismo día. Le siguieron el Vicepresidente y los presidentes de ambas cámaras, justamente a razón de la violencia desatada. Es en esta situación que se da la grave comisión de delitos contra la Constitución por parte de Jeanine Áñez, quien la noche del 12 de noviembre, sin estar jamás en la línea de sucesión constitucional, sin esperar que la carta de renuncia del Presidente Constitucional sea leída y considerada, burlando todo el orden constitucional, se autonombra, primero presidenta del Senado y después, sin que se instale ninguna sesión, sin quorum, ni la más mínima formalidad, leyendo un papel, se autoproclama Presidenta de Bolivia; se traslada al Palacio Quemado y sin prestar juramento, como lo hicieron incluso los golpistas Natusch Busch y García Meza, recibe la banda presidencial y la medalla de Simón Bolívar de un oficial de las Fuerzas Armadas, lo que en los hechos simboliza y demuestra que el poder de ese gobierno apócrifo venía y se basaría únicamente en el uso de la fuerza armada.
Dos días después, el 14 de noviembre, no le tembló la mano a la expresidenta, de quien se sabe es abogada, y a sus ministros para firmar el tristemente célebre Decreto Supremo 4078, exceptuando en su artículo tercero de responsabilidad penal a los miembros de las Fuerzas Armadas; un día después se da la “Masacre de Sacaba” y tres días después la “Masacre de Senkata”, en las cuales la represión fue tan brutal que según el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, GIEI Bolivia, formado por la CIDH, se cometieron “ejecuciones sumarias”, el crimen más horrendo, cruel y despiadado establecido en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Esto, sin embargo, sería solo el principio, le seguirían cientos de personas heridas, miles de personas perseguidas, detenidas indebidamente, torturadas, asiladas, exiliadas, en lo que significó un verdadero año de terror para el pueblo boliviano.
Ahora bien, ante los ojos de la verdad, la lógica y la razón todos estos hechos no pueden quedar impunes, no por odio ni por venganza contra nadie, sino para que los bolivianos conozcamos la verdad y sobre todo, como diría Avellaneda, para que no perdamos la conciencia de nuestro destino, que indiscutiblemente debe estar al lado de la institucionalidad, la justicia, la paz, la resiliencia y la verdadera reconciliación en base a la verdad. En ese entendido, lo que se espera de una persona que se decía tan segura de sus actos de gobierno, tan déspota y temeraria en sus discursos, suprimiendo por antojo los derechos de las personas inocentes, es que ahora tenga la entereza de asumir un proceso en el que se le garantiza la presunción de inocencia, el debido proceso y el más amplio derecho a la defensa, elementos que ni ella ni su gobierno dieron a quienes sometieron cruel y humillantemente a sus designios llenos de odio, resentimiento, racismo y discriminación.
Finalmente, la nación boliviana, al haber sido víctima del accionar del Secretario General de la OEA y su rol en el quiebre constitucional de 2019, impulsa todos los días, junto a otras naciones del continente, una profunda investigación, íntegramente jurídica, de su accionar en el caso boliviano con el objetivo de sentar un precedente histórico para que nunca más a ninguna nación americana le ocurra lo que le ocurrió a Bolivia.
(*)Héctor Arce Zaconeta es abogado, embajador en la OEA