Los árboles de Claudia Peña
Cuando lees el libro, inevitablemente te transmite los colores y los olores del oriente verde del país
Esta semana fue de celebración. La escritora Claudia Peña presentó su obra Los árboles, un conjunto de nueve cuentos maravillosos publicados por la editorial El Cuervo, que nos permiten confirmar la vitalidad de las voces femeninas en Bolivia.
Conocí a Claudia en mis trajines burocráticos, cuando se desempeñaba como ministra de Autonomías. Me sorprendió que alguien con tanta responsabilidad pudiera ser tan cálida, natural e incluso tímida. Luego me sorprendió con su calidad académica cuando pude leer Ser cruceño en octubre; un libro imprescindible para quien quiera comprender nuestra historia contemporánea. Sé que ahora anda ocupada haciendo gestión cultural como consejera de la Fundación del Banco Central de Bolivia (BCB); sin embargo, si me dejan elegir, yo prefiero a la Claudia cuentista: ella es la imprescindible.
Y es que Claudia pertenece a ese conjunto de voces que nacieron no gracias a la cultura cruceña, sino a pesar de ella. Me refiero a esa tribu rebelde que lo constituyen Magela Baudoin, Liliana Colanzi, Giovanna Rivero, Paura Rodríguez, entre otras, y que destacan en la literatura nacional.
Pero vayamos al libro de Claudia que hoy nos ocupa. En una entrevista la autora declara que el título fue elegido porque refleja la complejidad y, a la vez, sencillez de la obra. Yo agrego que es un título bien elegido, porque cuando lees el libro, inevitablemente te transmite los colores y los olores del oriente verde del país. Es un texto escrito desde una sensibilidad cruceña que susurra humedad y calor, pero con las sensaciones universales de la buena literatura. Habiendo migrado hace mucho de ese territorio, reconozco en la voz de Claudia mi identificación más profunda. Y es en los dos últimos cuentos, El dios y Bosque, donde encuentro con mayor contundencia nuestro inquietante vínculo.
El primer cuento, Destellos, es sin duda el relato más humano que he leído en mucho tiempo. Narra la historia de un hombre que está a punto de morir después de haber recibido de manera inesperada tres disparos. “Otros hombres y otras mujeres vendrían luego a esa misma sombra, habitarían la casa, harían el pan y atenderían el ganado, porque al final la vida es apenas un parche (…)”, parece decirnos mucho sobre nuestra propia muerte que de seguro nos llegará de manera sorpresiva. Y tal vez, como el personaje, nuestra única preocupación sea morir sin botas y la ansiedad de la muerte tan solo sea no saber quién nos verá los pies desnudos.
El segundo relato, Lazos, es pura sensación. Con la alquimia de la escritura Claudia nos convierte en perros, y nos concede por un momento su olfato, su oído y, sobre todo, su instinto para adivinar en las pequeñas cosas a las personas que las habitan. “ (…) el azúcar y la alacena donde se guardaba, con la leña y los brazos de cortarla, los muros tiznados, el hambre y la cama donde esa hambre había dormido, en fin, con todo y la casa en ese todo (…)”.
Pero déjenme que termine con mi cuento favorito: Niño. Esta historia cuenta cómo un hombre descubre inesperadamente a un niñito colgando de su camisa. El pequeño no habla, no explica qué quiere, pero se aferra a su ropa con implacable tenacidad y es imposible escaparse de él. “Ya no soy el mismo. Un niño que no es mío está aferrado a mi camisa” sostiene el protagonista, pronunciando una condena ineludible. Esta es una narración que se lee sin respirar, con las manos empapadas en sudor, suponiendo el destino del niño y del hombre como propios. Ese niño solo puede ser la pasión por escribir que se aferra a Claudia, con la implacable tenacidad de una maldición.
Los nueve cuentos que conforman Los árboles son un tejido denso del extrañamiento humano. Cada uno, muy distinto al otro, comparten la tensión absurda de lo cotidiano y cómo esa realidad se puede quebrar cambiando nuestra perspectiva de vida.
* es cientista social.