Las mafias quieren que Ecuador sea una cárcel
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¿EL MUNDO LO PERMITIRÁ?
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Los carteles ligados al narcotráfico desafían frontalmente a la sociedad y al Estado ecuatorianos.
Dibujo libre
En Ecuador todos lo admiten. A las cárceles no las controla el Estado, las controlan las mafias de delincuencia organizada que han hecho de los centros penitenciarios su fortaleza, su escuela, su lugar de reclutamiento, su arsenal, su centro de operaciones.
Desde ahí, teléfono con Internet en mano, los capos dan instrucciones a sus lugartenientes que están afuera, a los abogados que dan coimas a jueces, a los policías que alertan de operativos y que cuidan sus bienes, a los políticos -a los que ellos han puesto en las papeletas de votación-, a los funcionarios que han cooptado con dinero o con amenazas.
También es ahí donde escenifican sus guerras a muerte por el control de los negocios ilícitos que operan. Las masacres carcelarias que se vienen dando desde finales de la década pasada, son productos en gran medida de esa lucha por quién es el más fuerte entre los grupos mafiosos, victorias siempre momentáneas en una guerra infinita.
Y esos grupos, antes silenciosos, antes moviéndose entre el anonimato y la anuencia del poder político, salen a mostrar ahora todo su poderío. No solo quieren someter al nuevo gobierno de Daniel Noboa, a quien amenazan igual que a sus dos predecesores. Ahora han coordinado ataques en zonas públicas, que se vienen dando desde la noche del 8 de enero.
Han asegurado que atentarán contra todo aquel que se encuentre en las calles a partir de las 23:00 (hora en que se inicia el toque de queda decretado por el Gobierno). Es el terrorismo operando a nivel nacional. Es la guerra de terror a través de la que quieren que Ecuador entero sea una cárcel que ellos controlen.
Mientras trato de seguir esta línea de discurso intentando explicar a quien no vive aquí lo que ocurre en Ecuador, me impaciento. Mi esposa corrió a ver a mi hija mayor a la universidad donde ella estudia para traerla a casa. Que volviera en bus, como suele hacerlo, parece hoy una muy mala idea.
Quién sabe si los delincuentes han puesto algún explosivo en las estaciones de autobuses. Ya lo hicieron en un puente peatonal de Quito, ya quemaron vehículos en ocho provincias la noche anterior, ya incendiaron un tráiler que transportaba autos nuevos. Ya secuestraron policías. Esta tarde ya se tomaron un medio de comunicación y obligaron a transmitir en vivo el asalto…. Que no, que no se venga en bus. Hay que irla a ver.
Mi esposa, que ha concluido a toda velocidad su trabajo, dice yo voy. Toma el auto y sale, seguramente con la radio encendida siguiendo cada detalle del asalto al canal.
Intento retomar el análisis. La tarde de este martes, 9 de enero de 2024, el presidente Daniel Noboa acaba de declarar a veinte grupos delincuenciales como terroristas. ¡Veinte! Y, dicen las autoridades que pueden sumar a otras. ¿Cómo llegamos a eso? No es fácil de resumir, pero se puede decir que la situación geográfica y social del país nos ha traído a este grave momento.
En el norte del Ecuador, por muchos años, las guerrillas colombianas tejieron una red de apoyos para sus actividades, como el narcotráfico, que desarrollaban en conjunto con cárteles internacionales de la droga.
Esa mercadería ilícita, cada vez más numerosa y más valiosa, se producía en Colombia y salía por los puertos ecuatorianos hacia EEUU y Centroamérica al inicio, y luego también hacia Europa. Necesitaban, por tanto, ayuda de grupos locales. Los cárteles los usaban para transportar droga, para almacenarla, para dar seguridad a sus embarques.
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Al amparo de esos cárteles surgieron y/o crecieron grupos delictivos como Los Choneros, Los Lobos, Los Tiguerones, Los Chone Killers…
Muchos de ellos eran escisiones de grupos primarios. Otros surgieron de pandillas juveniles. Y están conformados, en buena medida, por jóvenes nacidos y crecidos en ciudades y provincias históricamente desatendidas por el Estado, miembros de familias disfuncionales, rotas por la migración por falta de empleo, la pobreza o los vicios. Jóvenes que hallaron en esos grupos un destino, uno fatal.
No puedo seguir. Al pensar en estos jóvenes pienso en mi otra hija, la menor. A ella pude irla a ver más temprano a la salida del colegio, que queda cerca. Hoy, más que nunca había que irla a traer. Por miedo. Y eso que hasta ese momento no ocurría el asalto al canal de TV. De eso nos enteramos mientras almorzábamos juntos. Ella está aquí, haciendo sus tareas. Quisiera aislarla, que no se entere de lo que pasa para que no se preocupe tanto. Pero no puedo apagar la tele, pues la crisis de la toma del canal implica una transmisión ininterrumpida, que deja oír de fondo sonidos de sirenas, helicópteros, detonaciones y gritos.
Y aunque pudiera bajar el volumen, ella tiene un teléfono móvil. De pronto, se levanta de su silla, viene a mi escritorio y me muestra una foto que un compañero envió al chat del curso. Allí se ve a tres hombres armados que apuntan a civiles, tirados boca abajo en el piso de una estación del recientemente inaugurado Metro de Quito. Miro la foto, busco señales de fotomontaje, de que es un caso en otro país. Nada. Es foto real. Es aquí, en una estación del sur de Quito. Déjame averiguar, le digo, con la mayor calma posible. Busco y encuentro que la imagen es real, pero de un simulacro hecho en días pasados. Le cuento a mi hija y le pido que les avise a sus compañeros. Le sonrío mientras pienso “malditas fake news”.
Vuelvo a concentrarme. O lo intento. Esos grupos delictivos luchan hasta ahora por ser los amos y señores de un territorio que nadie más pueda tocar. Los más grandes procuran controlarlo todo. Los asesinatos que se desataron en Ecuador, en las calles y en las cárceles, desde finales de la década pasada, obedecen en buena medida a esas disputas.
Pero, las bandas entendieron desde hace mucho que, para ganar, para seguir operando y creciendo, no solo deben vencer a sus rivales en las calles: deben también evitar los operativos en su contra, extenderse a otras líneas de acción (como la minería ilegal, la extorsión, el secuestro, la trata de personas) y garantizarse la impunidad si los atrapan. Entendieron entonces que debían adueñarse de las instituciones de control.
Todavía no están juntas. Mi esposa dice que aún no llega al punto de encuentro con mi hija mayor. Hay un caos vehicular en la ciudad. No fuimos los únicos que creímos que hoy había que volver a casa lo más pronto posible. Todo ha cambiado en este infausto día. Son las 16:00 y los locales comerciales han cerrado. Por fortuna, la crisis del canal de TV, que a todos nos tenía en vilo, ha terminado. La Policía controló la situación y hay 13 detenidos.
Por la tele escucho que el Gobierno suspende las clases presenciales. Mi hija menor oye esa noticia y me muestra un pulgar para arriba. Qué alivio, me digo, pero también, qué triste.
(*)Carlos Mora es periodista