Yancarla es la enfermera favorita de Chicaloma
Vania Yancarla, enfermera con carácter. Yo vengo de un pueblo pequeño en los Yungas de La Paz y me he propuesto salir adelante en la ciudad. Ayudo a mi familia, a mis hermanos menores y aprendí a ser solidaria con la gente de mi pueblo, Chicaloma. Creo que es posible vivir en un mundo mejor si todos colaboramos. Así piensa esta profesional “siempre lista” para cumplir su labor.
A primera vista, Vania Yancarla Valdez parece una hormiguita vestida de enfermera. Es pequeña y no camina, se desliza velozmente encima de sus zapatillas blancas. La nueva enfermera del Hospital del Seguro Universitario es como un boy scout: “siempre lista”.
Tiene el carácter de hierro forjado por los golpes que le dio la vida. Tiene 31 años, es huérfana y está a cargo de dos hermanas menores. Sus diminutos ojos negros han visto muchas cosas: niños enfermos, padecimientos, gente que está en la antesala de la muerte…
Pero nada se compara con aquel 17 de enero de 2013, cuando ella estaba de vacaciones en su pueblo, Chicaloma, en los Yungas paceños, aproximadamente a cinco horas desde la ciudad de La Paz, en la ruta que está al frente de la carretera de la muerte.
Esa fecha, el bus en el que iban estudiantes de Chicaloma a un campeonato nacional se embarrancó cerca de un lugar macabro conocido como el Puente del Diablo. Murieron 18 personas que cayeron a un precipicio de aproximadamente 150 metros.
Vania Yancarla fue la primera que recibió los cuerpos de las víctimas. Ella se encargó de bañarlos y vestirlos porque sus familiares no tenían fuerzas para hacerlo. “Era algo muy doloroso para todas las familias. Era gente que conocíamos y queríamos”, recuerda la enfermera chicalomeña.
Después viajó a la urbe paceña y se encargó de ayudar personalmente a los más afectados. Por ejemplo, se armó de valor para decirle a Clemente Iriondo que no iba a volver a caminar y le ayudó en todo lo que pudo.
Desde entonces, Vania Yancarla es la enfermera del pueblo de Chicaloma con sede en la ciudad de La Paz. Sus coterráneos la llaman cuando necesitan que ella les indique dónde pueden ubicar a algún médico para lograr una atención. Y ella no se cansa de recomendarles qué hacer y a dónde ir.
Gracias a sus contactos en el “mundo blanco” de la Medicina, ella habla con doctores y especialistas para ayudar gratis a algunos chicalomeños. Con los fármacos pasa lo mismo. Si está en sus manos, ella no duda en ayudar a su gente, que la vio nacer y crecer en su natal Chicaloma.
Cuenta que hace mucho tiempo no viaja a su tierra. La última vez fue a mediados de enero de 2013. Entonces, Vania Yancarla se convirtió en la enfermera del pueblo, aquella que está lejos de su terruño, pero que nunca negará una ayuda, en especial a alguien de su pueblo.
Un trabajo que también es gratificante
Cuando era adolescente, Vania Yancarla decidió estudiar en la Universidad Mayor de San Andrés. Durante unos dos meses estudió desde la mañana hasta muy entrada la noche, en la casa de su tía, en la ciudad de La Paz.
El examen de dispensación fue una valla que no pudo saltar; sin embargo, no detuvo sus ganas de aprender. Se dedicó a trabajar como mesera en un restaurante de comida rápida, y en sus ratos libres (que eran pocos) estudiaba.
Ingresó a la Universidad Central y obtuvo su diploma de enfermera. Trabajó en una clínica privada y recién se incorporó al Hospital del Seguro Universitario. Hubo un tiempo en que atendió a personas particulares y entonces se dio cuenta de que el trabajo también puede ser gratificante.
Algunos de sus pacientes la buscan luego de sanarse y le invitan chocolates o simplemente la buscan para darle las gracias. Tampoco es una santa. Comenta que aprendió a morderse la lengua con los enfermos que son difíciles y que sacan a la mujer de hierro. Entonces, su palabra es indiscutible y no acepta negociaciones.
En sus años de trabajo ha aprendido a ser dura y parece que una coraza le envuelve el corazón. Pero, solo es una apariencia porque, según cuenta, muchas veces ella se ha puesto a llorar junto a algún familiar. “Una no es de hierro”, dice a La Razón.
Su trabajo le ha alterado el sentido del miedo. Puede ver los estragos de una enfermedad terminal, pero no es capaz de mirar una película de terror.
Señala que ya sintió a los fantasmas que caminan en algunos centros de salud donde trabajó. Les habla como si estuviera charlando con un ser vivo. Aprendió que la vida y la muerte están separadas por una frágil línea.