‘Coleccionar emociones’ puede ser un negocio
Un argentino posee una innumerable colección de diversas antigüedades.
Motocicletas del siglo XX, una réplica de un soldado de Terracota y una barca son algunos de los objetos que integran la colección de Gabriel del Campo, un argentino que adquiere objetos que le “emocionan” para después venderlos.
A sus 56 años vive en uno de sus anticuarios de Buenos Aires, rodeado de objetos que adquirió de manera “irracional”. En 2010 llegó a acumular 17.000 piezas en uno de sus depósitos, momento en el que decidió dejar de contabilizar lo que adquiría. Este “acumulador” ecléctico no se identifica con el sentido “estricto” de la palabra “coleccionista”, más bien se considera “esclavo” del deseo de poseer todo aquello que le conmueve.
En sus inicios intentó ceñirse a un periodo histórico y concentrarse en un tipo de piezas. Sin embargo, pronto rompió con esta “obligación social” que encorseta al coleccionista “clásico” para dejarse llevar por su instinto y “cargar” en su auto todo lo que le produce una emoción.
Compra cada pieza como si fuera para él con la esperanza de que despierte la curiosidad de alguno de los clientes “raros” que merodean por sus tiendas de la ciudad porteña.
Los objetos que llenan sus locales son piezas sobre las que es imposible estampar un sello que certifique que pertenecieron al cantante de rock estadounidense Buddy Holly o al expresidente argentino Juan Domingo Perón, pero que pasan de mano en mano acompañados de una historia.
A pesar de que sostuvo que no es “estrictamente” necesario que el cuento sea “cierto”, solo que sea “creíble”, el argentino insistió en que cuando se trata de la procedencia o de la originalidad “uno es esclavo de la verdad”.
Cada domingo entran en su local de la plaza Dorrego, en el barrio de San Telmo, unas 1.500 personas pero el tamaño y el precio de las antigüedades hacen que casi siempre sean clientes con alto poder adquisitivo los que realicen las tres o cuatro compras que registra al mes. Entre las paredes de sus tiendas conviven recuerdos de $us 20 con automóviles que alcanzan el millón. Por ello, la rentabilidad de su pasión depende de las imágenes que realiza para marcas, de los contratos que firma para decorar salas de reuniones y de amueblar por completo alguna que otra casa particular.
Después de una vida dedicada a su pasión, ha decidido enfrentarse a un nuevo reto: fusionar la hostelería y las antigüedades.
En los 1.700 metros cuadrados de su local de la calle Caseros invita a los comensales a disfrutar de un menú sencillo para después perderse entre objetos que fueron testigos del pasado de Argentina y que ahora tienen una segunda oportunidad en uno de los pocos anticuarios en los que no se encuentra un cartel de “No tocar”.