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El enigma Arce

/ 11 de agosto de 2023 / 21:48

A un poco más de la mitad del mandato del presidente Arce, el escenario político aparece más incierto y paradojal de lo que se podría haber pensado cuando asumió las riendas del país allá por noviembre de 2020. En medio de la agitación de estos años, persisten, desde mi punto de vista, incógnitas sobre el personaje y su estilo de ejercicio del poder.

Debo precisar que le tengo aprecio por su valentía en 2020, ese año en que todos vivimos en peligro, y un respeto por su trayectoria de servidor público. Hay que ser muy mezquinos para no entender lo compleja que debió haber sido su labor como el piloto de una economía que tuvo resultados positivos durante más de un decenio.

Parece que Arce será nomás el hombre de la gestión de las crisis, ese es su karma, su misión. Se hizo cargo de una nación convulsionada, no solo por la pandemia sino por una crisis política en la que sorprende cuanto llegamos a odiarnos entre nosotros. Con nuestro voto nos aferramos a una salida pacífica y esperábamos un retorno a cierta calma. Lamentablemente, los reflejos polarizadores de unos y otros y un mundo pospandémico desordenado nos precipitaron a nuevos episodios de inestabilidad. Así estamos desde hace cuatro años.

Pese al vértigo de un país que parece atrapado en desequilibrios permanentes, el hecho de que estemos algo maltratados pero vivos, es quizás uno de sus grandes resultados. Las encuestas lo ratifican, la salida ordenada de la pandemia y cierta estabilización económica son los logros que siguen sosteniendo su imagen. Después de un semestre muy complicado, el hombre sale magullado, pero lejos de estar fuera del juego, la economía parece resistir en un contexto difícil y su apoyo se estabilizó en torno a un 35%, porcentaje modesto pero el más elevado entre todos los dirigentes políticos.

Y sospecho que los números serían mejores si no habría subestimado los desequilibrios financieros que desataron la escasez de dólares y si el conflicto interno en el oficialismo no se hubiera adelantado sin tener, al parecer, mucha idea de lo que eso iba a implicar. El destino tiene vericuetos traicioneros.

Lo llamativo es que, en ese tipo de episodios, el Presidente aparece poco y no se explaya demasiado sobre sus razones y soluciones. Ya conocemos algo la mecánica de su manejo de las crisis, mientras el furor se desata a su alrededor, algunas cosas se hacen y se resuelven a su propio ritmo, pero todo en un silencio que a veces irrita. Algunos lo atribuyen a una decisión de ser prudente y tomarse su tiempo en una sociedad hastiada del barullo y los falsos afanes, mientras otros le reprochan su indecisión y escasas ideas. En todo caso, no parece querer ser el hiperjefe ni el peleador callejero que algunos anhelan.

Es así que las percepciones sobre su estilo de gestión son llamativamente contradictorias según el paladar del opinador: ¿paloma o halcón? ¿renovador de un proceso de cambio anquilosado o apparátchik con apoyos poco escrupulosos? ¿tecnócrata modernizador o ideólogo rígido? ¿persistente o testarudo? ¿silencioso por estrategia o sin narrativa?

Lo cierto es que su presidencia parece inevitablemente marcada por nuestra entrada paulatina a un mundo político nuevo, sin hegemonías evidentes y con poderes reconfigurándose, lo cual explica que haya más dudas que certezas y donde no existe manual para hacer funcionar una gobernabilidad y un mundo descompuestos.

Por todo eso, su futuro político depende principalmente de sus resultados concretos y no tanto de su capacidad discursiva. Si el hombre logra llevarnos a un momento más estable en lo económico, desbaratando el fatalismo del colapso que montón andan deseando y alentando, y mostrarnos además con claridad que tenemos opciones de progreso con el litio como locomotora, habrá cumplido largamente con su mandato. Será el que supo evitarnos el abismo, el que callado resolvió mientras el resto se agitaba. Pero atención, esa es solo la condición necesaria para que pueda pensar en seguir dirigiendo a la nación en un tiempo que quizás será más benigno y estable. Sin mayor claridad sobre lo que viene después, es decir sin innovaciones y más escucha de las expectativas de la gente sobre el futuro, posiblemente sus logros no sean suficientes para imponerse en un juego electoral que será el más abierto y feroz de este decenio. ¿Cómo se verá Arce en una batalla que podría culminar, en su peor escenario, en algo fatal para su legado histórico: entregar el Estado Plurinacional a un opositor al MAS? Gran destino y riesgo, al tiempo.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Implosión

/ 30 de noviembre de 2024 / 06:00

Ya está, la implosión del sistema de partidos se ha confirmado. En este tiempo de incertidumbre radical, no es un dato menor. Sin embargo, no hay señales sobre la naturaleza del artefacto político que remplazará el hegemonismo masista. Pueden entonces empezar las guerras del hambre en un campo de juego casi sin reglas, mientras la sensación de ingobernabilidad se extiende.

Al final, se consumó la captura del MAS por parte del oficialismo, con métodos irregulares y triturando, de paso, a la institucionalidad electoral. A la mitad de la platea parece no importarle, porque la eliminación de Evo fue algo que esperaron por años, sin percatarse que se abrieron las puertas a un escenario sin reglas, donde todo vale.

Como la política es un lugar salvaje, la destrucción de la imparcialidad del TSE y la judicialización grosera del proceso electoral, van a incentivar tácticas igualmente desinstitucionalizadas de todos los actores. Los vocales del TSE parecen no comprender el quilombo en que los metieron, que pregunten a sus predecesores del 2019, sus riesgos se multiplicaron, pero cada uno elige su destino.

Lo cierto es que el poderoso bloque político que gobernó Bolivia por quince años parece estar viviendo sus últimos días, al menos en la forma en la que lo conocimos, aunque Evo y su entorno insistan en una estrategia negacionista que sorprende viniendo de gente con tanta experiencia.

Para que Morales sea nuevamente candidato tendrían que pasar muchas cosas, muy improbables, lo que no quiere decir que ese líder este muerto. Como Perón y Correa en el exilio, Lula en una celda en Curitiba o Uribe procesado, su desaparición del escenario es, por lo pronto, más un deseo que una realidad, seamos serios. Al contrario, sospecho que despojado de su obsesión podría ser determinante en el juego que viene. Pero, puede también que decida inmolarse junto a sus abogados, a lo faraón.

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En frente, no parece haber habido tiempo para descorchar el champán, no solo porque ya no hay dólares para importarlo, sino debido al inocultable grado de entropía de la economía que destruye cotidianamente cualquier intento de comunicación positiva de parte del gobierno. A parte de ellos mismos, pocos les creen, quizás porque han logrado combinar lo inimaginable: la UDP con Añez.

Así pues, recuperar la sigla azul parece nimio en medio de semejante sensación de descontrol y pesimismo. Ahí también sorprende la miopía, todo va bien, dicen en la casa grande, mientras en tiktok los están destrozando, los taxistas los odian, las caseritas los desprecian, pagar Netflix es una odisea y las encuestas, las buenas, las por internet y la de Claure, coinciden en que nos acercamos a un nivel de bronca social preocupante y Catacora no resuelve.

Tampoco la variopinta oposición parece en su mejor momento. Ya no hay partidos, sino una decena de facciones en la asamblea. Y los buenos deseos unitarios son como la disponibilidad de gasolina, volátiles y medio mamada. Ya empezaron las puteadas en pantalla compartida, los reproches entre tibios keynesianos y radicales austriacos, suena chistoso pero así es el mundo de X, y las candidaturas se multiplican, cada uno con encuesta y patrocinador bajo el brazo.

Todo lo anterior es una colección de postales de un solo fenómeno: la implosión del sistema de partidos y el fin de la gobernabilidad hegemónica. Lo que viene después de este derrumbe no está aún claro y no debería sorprendernos, la emergencia de lo nuevo suele siempre tardar, depende de muchos factores. Justamente, la querella política futura será sobre esos contenidos.

¿Eso quiere decir que es borrón y cuenta nueva? Tampoco será así, la recomposición que está empezando se hará, en buena medida, con los actuales actores, que seguirán intentando sobrevivir, y quizás con algunos nuevos que nos sorprendan. Con esos bueyes medio lerdos habrá que arar. Pero la crisis y el retorno al orden serán, en el corto plazo, nuestro mantra y habrá oportunidad para la audacia y la disrupción. Aunque las estructuras de representación están en ruinas, persistirán por mucho tiempo las poderosas identidades políticas que se desarrollaron en estos años, quizás con otras formas, estructuras y líderes según la coyuntura. No será tiempo de refundación sino de un inteligente rehilado de coaliciones sociopolíticas que permitan gobernar. El nuevo régimen se construirá desde ahí y solo será viable si es coherente con la fascinante y compleja sociedad que emergió en este siglo.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Desatando los demonios

/ 15 de noviembre de 2024 / 23:41

Estamos entrando en una coyuntura de gran peligro para nuestra democracia y estabilidad. Las decisiones de dos magistrados del Tribunal Constitucional que en pocos días han intervenido sin ningún pudor en el funcionamiento del poder electoral no son inquietantes por sus impactos en la autodestructiva pelea del oficialismo, sino porque ponen en cuestión la institucionalidad y las normas que garantizan que la ciudadanía pueda ejercer sus derechos políticos libremente y sin interferencias.

A lo largo de nuestra historia, hemos solucionado crisis y feroces discrepancias mediante el voto, incluso en circunstancias de gran tensión. Hemos aprendido que para que esos mecanismos funcionen precisamos de una institucionalidad mínima y de candados normativos que impidan que los poderosos, el primero de ellos el gobierno en funciones, metan su mano indebidamente.

Cuando hubo tremendos errores en la gestión de los procesos electorales o el tribunal electoral se reveló débil ante las presiones, como lamentablemente sucedió durante los comicios de 2019, el resultado fue una crisis política y convulsión social que hasta ahora nos sigue dividiendo.

Poniendo en pausa los debates polarizados sobre las responsabilidades en esa debacle, al menos nos debería haber quedado a todos la certeza que no se debe jugar en ningún caso con el voto de las bolivianas y bolivianos.

Pero como el ser humano suele ser también necio e irresponsable, otra vez estamos abriendo la caja de pandora del conflicto electoral por la vía de una judicialización alevosa. No voy a entrar en detalles jurídicos, hay personas más capacitadas para ello, pero la seguidilla de resoluciones recientes de una sala del Tribunal Constitucional vulnera la independencia y normativa del Tribunal Supremo Electoral.

Anulan elecciones ya convocadas, mandando al diablo el principio de preclusión que garantiza que no se pueden revisar decisiones del TSE cuando estas ya fueron resueltas, principio que tiene como objetivo evitar que algún poder interfiera en un proceso a posteriori cuando algo no le pareciera conveniente. De igual modo, están imponiendo decisiones sobre una controversia interna partidaria, cuando esas cuestiones están bajo la tuición exclusiva del poder electoral.

Es decir, un par de jueces suplantan a un poder del Estado sin respetar siquiera las reglas de ese órgano, y lo más impresionante es que el tribunal acaba rindiéndose, pese a haber convocado a un acuerdo partidario en un inicial reflejo de preservación. En medio de ese desmadre, el gobierno, inmerso en una deriva autoritaria preocupante, no solo no respaldó al TSE sino parcería estar alentando esa pérdida de autoridad.

Algunos dirán que exagero pues, por ahora, el principal damnificado de la maniobra es Evo Morales, personaje que no es del agrado de muchos y que parece atrapado en una estrategia fallida y negadora de la realidad. Pero eso no es lo importante, lo decisivo es que nadie nos asegura que las cosas se van a detener en ese punto, no seamos ingenuos. Aunque no esté necesariamente planificado desde hoy, ya se ha demostrado que se puede, la impunidad se está imponiendo, porque no seguir entonces si parece que funciona.

Tampoco es algo del otro mundo. Hace un año, una alianza de un gobierno y un poder judicial corruptos se dedicaron sistemáticamente a manipular una elección para preservar a cualquier costo su poder, al punto de eliminar a dos partidos de la competencia con argumentos falaces y sacar de la contienda al candidato que iba primero en las encuestas cuatro semanas antes de las elecciones. No contentos con eso, cuando el voto de los ciudadanos les frustró sus maniobras, intentaron anular la segunda vuelta, ilegalizar al partido ganador e incluso impedir la toma de mando del presidente electo. Eso pasó en Guatemala y solo de milagro y por la fuerza de la calle y de la comunidad internacional, Bernardo Arévalo pudo asumir la presidencia en ese país.

No estamos ahí, pero podemos desembocar en esos escenarios dañinos si ciertas lógicas siguen fortaleciéndose. Dicen que guerra avisada no mata, pues bien, se las estoy contando, quizás es el momento de despabilarse y hacerse cargo de esos riesgos. Este no es un problema de izquierdas o derechas, es una cuestión que tiene que ver con el derecho de los ciudadanos a vivir en democracia y a elegir en paz y libremente a quien ellos consideren mejor para gobernarlos.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Bloqueados en la oscuridad

/ 2 de noviembre de 2024 / 00:28

Como una maldición recurrente, el país está viviendo un nuevo episodio de confrontación que solo puede solucionarse desde la política. Pensar que hay otras vías funciona apenas para la coyuntura. Parecería que no aprendemos de nuestra larga historia de conflictos sociales, bloqueos campesinos y luchas políticas maximalistas.

El país ha sorteado parecidas coyunturas, después de graves pérdidas, pactando imperfectamente y por tanto entendiendo al otro, no como enemigo sino como un adversario con sus razones y sinrazones. La búsqueda de una victoria rápida y definitiva suele ser imposible, puede ser incluso explosiva, aporta apenas triunfos parciales insostenibles en el mediano plazo y al final tiende a enraizar el conflicto y hacer ingobernable el país.

Y que conste que este no es un llamado ingenuo a la pacificación o al diálogo, aunque éticamente me sitúo desde ese espacio, sino una constatación sobre los límites que nos impone una realidad que puede no gustarnos pero que no se puede ignorar. Es decir, las tácticas basadas en la exacerbación de la represión estatal no suelen funcionar, en primer lugar, porque no hay condiciones para operarlas y hacerlas sostenibles.

La cuestión del orden implica siempre un equilibrio complejo entre el respeto de la legalidad, la legitimidad del Estado y su capacidad para hacerlas respetar. Históricamente, frente al conflicto, el Estado boliviano, y sus gestores temporales, siempre se han cobijado en el primer factor, obviamente, pero han tenido grandes problemas con los otros dos.

En simple, para levantar un bloqueo carretero o reprimir a un levantamiento, aunque sea focalizado, en el que están involucradas comunidades que conocen y viven en su territorio, no basta con que las autoridades se resguarden en la ley o que  cuenten con el apoyo de las élites urbanas que ven el conflicto desde el palco, lo crítico es que construyan un mínimo de legitimidad en los territorios reacios a sus órdenes y sobre todo que tengan un instrumental suficiente para sostener su presencia sin cometer agravios que endurezcan la resistencia y que, al final, hagan improbable el retorno a la normalidad.

El largo ciclo de levantamientos campesinos de 2000-2005 fue el ejemplo vivo de esos escenarios. Banzer, Quiroga y luego Sánchez de Lozada lo experimentaron en carne propia, nunca pudieron estabilizar al país con la fuerza bruta, se fueron agotando políticamente y en el último caso se derrumbaron en el intento. La doctrina, inaugurada por Carlos Mesa, de abstenerse de la intervención estatal violenta fue una respuesta realista a esas imposibilidades.

Posteriormente, la larga estabilidad masista encontró la alquimia de una legitimidad renovada a partir de la promesa de un nuevo estado y mejoras de bienestar, por tanto, no necesito recurrir a la fuerza, aunque se enfrascaba frecuentemente en largas y tortuosas negociaciones para resolver ciertas situaciones. Aun así, en el caso del conflicto del Tipnis, no pudo manejarlas con inteligencia y estuvo a punto de descarrilarse.

Ahora, nuevamente estamos frente a un conflicto difícil con consecuencias peligrosas. Por supuesto, las razones actuales de la insubordinación popular no son las mismas que las de esos años, pero algo hay, no se puede subestimarlas, sino no se explicaría su persistencia y su fuerza en algunas regiones. Es posible que la apuesta del gobierno es que estas no sean tan sólidas, que sean apenas espejismos de la ambición de Evo Morales y, por tanto, que con una demostración de fuerza se disolverán como por arte de magia. Es una apuesta, arriesgada, por cierto, el tiempo dirá si fue correcta.

Hasta ahora, la respuesta gubernamental, azuzada por los cultores del orden a cualquier costo que proliferan en redes sociales, medios y salones, solo ha agregado más leña al fuego, en medio de un estado que muestra sus hilachas por todos lados y con una economía desquiciada.

Si históricamente, el Estado siempre tuvo problemas para encontrar salidas frente a este tipo de eventos, en contextos de mayor estabilidad y con una fuerza estatal más coherente y bien preparada, las dudas se acumulan sobre el desenlace de la aventura. Incluso si tiene algún logro, no sé si mutar a un remedo del régimen de Dina Boluarte es el destino que Arce y sus colaboradores desean.

Pero, esto quizás está marcando un fin de ciclo. En medio de la noche, se estaría reconfigurando el campo político. Basar la autoridad en la represión del pueblo, aunque sus demandas no sean razonables, es un clivaje que luego no se puede cerrar ni olvidar.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Zombis de la polarización

/ 19 de octubre de 2024 / 00:13

La implosión del masismo y la anomía de las oposiciones tradicionales son reveladoras de la aguda crisis de representación que está erosionando la gobernabilidad del país. Sin embargo, como zombis en medio de un mundo devastado, las dirigencias siguen actuando como si nada pasara a su alrededor, devorándose entre sí, suponiendo que son dueñas de las voluntades y sobre todo del voto de los ciudadanos.

Al final, más allá de sus grotescas vicisitudes, la pelea masista encuentra su sentido en una única creencia, que es compartida por los grupos dirigenciales de ambas facciones: el que se quede con la sigla es dueño de casi todo el espacio de la izquierda nacional popular. Por tanto, no importa cómo se haga, de lo que se trata es de eliminar al adversario coyuntural, para quedarse solito y obtener el voto del 40% que le ha sido leal a esa fuerza por casi dos décadas.

Al otro lado de la acera, los razonamientos tampoco son más sofisticados. Todos le tienen un amor desbordado a la polarización anti-masista, es decir a la convicción que, llegado el momento, un otro 40% de ciudadanos podría incluso votar por Drácula si estuviera en la boleta contra un masista. De ahí, el melodramático llamado a la “unidad”, deporte favorito de las elites opositoras y de sus adláteres mediáticos, las cuales a punta de encuestas intentan unir a moros y cristianos porque “si no, no se gana”.

Convengamos que ambas narrativas tienen algo de cierto, la coyuntura 2018-2020 fue el momento en el cual más sentido tuvieron ambas interpretaciones, con impactos en los resultados electorales y las movilizaciones callejeras. Fueron los años dorados de la polarización, pititas contra masistas, eso era el país, en eso también coinciden las historias oficiales de ambos bandos. Era fácil elegir el “mal menor” sin pensar en sus consecuencias, basta ver la gestión de Iván Arias para entender lo dañino de esas lógicas.

Sería, por tanto, irrealista no darle a la polarización en torno al masismo su importancia para comprender las dinámicas políticas y electorales. De hecho, soy de los que consideran que en estos decenios han cristalizado en el país dos poderosas identidades políticas, una masista nacional popular, y otra de carácter más negativo y de resistencia, una suerte de antimasismo sociológico, pero no por ello menos intenso y relevante.

El problema es que ambas lógicas funcionan más o menos con intensidad para algo más del 20% de ciudadanos en uno y otro lado, mientras el resto de la población se sitúa en un continuo de sentimientos, posicionamientos y expectativas políticas mucho más complejos que la bipolaridad radicalizada. Aún más, la gente, incluso aquellos pertenecientes a grupos vulnerables o con menor escolaridad, no deja de actuar según sus intereses concretos y sus ideales y visiones de mundo. No son marionetas sin cerebro y sin espíritu, como creen las elites partidarias.

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Por eso, es falso pensar que el elector masista votará por cualquier personaje con una bandera azul blanca sin importar las barbaridades y traiciones que haya cometido. Las mayorías de ese partido fueron posibles por momentos históricos donde convergieron un poderoso proyecto político, que respondía a sus expectativas y una dirigencia con capacidad para representarlos y efectivizar sus mandatos. Esa fue la alquimia, de una gran racionalidad y con un vínculo emotivo real con los líderes de esa aventura. Aspectos que brillan por su ausencia a la vista de la soberbia de las actuales dirigencias oficialistas que se están disputando.

Parecido en las oposiciones, cuando sus dirigentes erraron apostando a la radicalidad y solo al rechazo al MAS, se quedaron con su tercio y nada más, fueron minoría durante quince años. Cuando casi empatan no fue tanto por su intenso pititismo, sino por el cansancio de algo más del 10% de electores masistas a los que la continuidad de Morales no les parecía buena idea. Por eso, Evo obtuvo menos del 50% en 2019, pese a que el 60% estaba satisfecho con su gobierno.

Ahora bien, en una Bolivia al borde de la crisis económica y después de un quinquenio de incertidumbre, frente a un gobierno masista inoperante, dirigencias zombificadas y la experiencia no muy alejada de una contrarrevolución derechista corrupta e ineficiente, con un recuerdo aún fuerte de los buenos tiempos, el espacio de la indecisión y de la volatilidad se está constituyendo en el núcleo central y mayoritario del electorado. Es ahí donde se ganará la elección, no en los extremos porque estos se están reduciendo.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Dando palos de ciego

/ 18 de noviembre de 2023 / 07:05

Uno de los grandes misterios de la humanidad es por qué se prefiere, con frecuencia, complicar cosas que suelen ser simples. El psicodrama legislativo de esta semana es un ejemplo de esa fatalidad: evento desagradable que no solo era previsible sino además evitable. Después de mil vueltas, hemos retornado al mismo punto de partida y a algunos avispados recién se les ocurre descubrir que su resolución se resume a dos palabras: diálogo y negociación.

Hace unas semanas, todas las facciones partidarias en la Asamblea Legislativa se acusaban de las más rocambolescas traiciones y alianzas a propósito de la elección de sus directivas. Por su parte, algunos estrategas gubernamentales daban a entender que el control oficialista de esos espacios les garantizaba algún tipo de estabilidad en el trabajo legislativo. Dimes y diretes francamente confusos para la mayoría de los ciudadanos.

Como dice un viejo refrán, al final la única verdad es la realidad: el fraccionamiento de las fuerzas presentes en el Órgano Legislativo es un dato que no va a cambiar, no hay mayorías desde el año pasado y habrá que vivir con eso. Nos estamos estrenando en lo que los cientistas políticos llaman un “gobierno dividido”.

Los 62 votos a favor de la reformulación del Presupuesto General del Estado no son tampoco un descubrimiento, son los 46-47 diputados y 7 senadores del “ala arcista” más una decena de disidentes opositores “paraoficialistas”. Contabilidad que estaba clara hace varios meses. Fuerza significativa pero minoritaria en una Asamblea conformada por 130 diputados y 36 senadores.

Por tanto, muchas cosas no cambiaron en el escenario político con el falso afán que generaron las barrocas negociaciones por directivas. Más que un problema de gran estrategia, a esta altura del partido parece una pelea con la aritmética la que aqueja a los operadores oficialistas. Sin importar la composición de la directiva, no hay mayoría automática.

Si eso es así, entonces era obvio que no se iba a conseguir fácilmente los votos para esa norma sin una negociación y gestión política previa. Obviamente, en esos casos es válido presionar a los legisladores movilizando a los sectores supuestamente afectados, incluso acusarlos de insensibilidad o revelar datos sobre lo dañino de su indecisión, pero, por otra parte, se tiene que necesariamente conversar y negociar con los que tienen la llave del cofre.

Y digámoslo, negociar implica ceder, no se puede pretender imponer algo por muy bueno que sea en tales contextos. Alguien me dirá que eso no es quizás muy eficiente o justo para toda la comunidad, pero es lo posible en una democracia pluralista. Siempre lo posible que se puede aprobar será mejor que lo perfecto que no tiene consenso.

Mientras más rápido todos los actores políticos asuman ese nuevo estado de situación y actúen en consecuencia, el país ira encontrando una vía para resolver algunos de sus problemas en estos tiempos turbulentos. Si insisten en pedir peras al olmo y obviar los cambios en la correlación de fuerzas, el desorden se irá instalando. 

Aunque mal de muchos sea un consuelo de tontos, la gestión de un “gobierno dividido” no debería ser entendido como una anormalidad democrática. Justamente, en estos días, el gobierno de Biden en Estados Unidos está ante un bloqueo similar. 

Hay pues urgencia por un cambio de estrategia en todos los involucrados. El Gobierno tiene que entender que no basta con victimizarse, quejarse y ver conspiraciones por todo lado, tiene que tomar el toro por las astas, negociar, ver que es realista proponer, convencer y mantener un mínimo de contacto y conversación con todas las fracciones parlamentarias. Cierto, es más difícil que cuando metías la ley al Legislativo y se aprobaba en 24 horas, pero ya no hay más vuelta atrás. Es eso o nada.

De igual modo, ser opositor en las cámaras es hoy interesante porque tienes más poder y puedes obligar al Gobierno a explicarse y negociar si quiere avanzar en sus propuestas. Pero también aumenta su responsabilidad y los expone a la opinión pública: no basta con oponerse porque sí, hay que explicar las razones y eventualmente encontrar opciones de negociación y transacción con el Gobierno porque el país tiene que seguir funcionando. En suma, aunque tortuoso, quizás este nuevo momento augura una transición a un sistema político y país más pluralista, en caso contrario, todos perderemos.

Armando Ortuño es investigador social

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