El miedo a la radiactividad, a los terremotos, a los cortes de luz, a la escasez y, en definitiva, a un mundo distinto del que estaban acostumbrados a vivir, empuja sobre todo a los japoneses que tienen niños pequeños a huir del noreste del país, escenario de la catástrofe que comenzó el viernes 11 de marzo con un terremoto, prosiguió con un devastador tsunami y terminó por desatar una catástrofe nuclear en la central de Fukushima, 240 kilómetros al norte de Tokio. Los shinkansen (tren bala) son el medio más seguro. 

«Los niños están muy inquietos. Desde el viernes no dejan de sonar las alarmas de terremoto (en los móviles y en la televisión) y yo estoy preocupada por la radiación. No podía soportar Tokio», dice Mariko, quien con sus dos hijos, el mayor de cuatro años y el pequeño de nueve meses, ha aceptado la invitación de una amiga que vive en Nara, cerca de Osaka. Para Mariko ha sido fácil: no trabaja, lo dejó durante su primer embarazo, y el hijo mayor aún no va al colegio. El marido se ha quedado en Tokio: «Él no tiene miedo y tampoco tiene vacaciones».

El shinkansen es habitualmente muy silencioso, pero ahora rebosa de niños que parecen animarse unos a otros; las risas, los llantos y hasta los gritos eran impensables hace unos años.