Finalista a fuerza de equilibrio
Un premio al cuadro que mejor supo atacar y defender. Por eso está donde está.
Otra vez —y ya van…— la pelota quieta definitoria. Para meter a unos, y sacar a otros, de la final de la Copa del Mundo. Ni más ni menos.
Cuando dentro de poco corresponda efectuar el balance de lo que Rusia 2018 dejó será un aspecto de imprescindible consideración. Porque marcó absoluta tendencia. Desequilibró demasiados partidos y, señalado está, algunos de inmensa importancia.
Es, ciertamente, un recurso que está a disposición de todos. Depende su eficacia no solo de la sorpresa y sapiencia, sino también del bosquejo y trabajo repetitivo en los entrenamientos. Se subordina, asimismo, al eventual descuido, a la desconcentración.
Ayer, en San Petersburgo, todos esos componentes concentraron la jugada más trascendente del cotejo, en el amanecer del complemento.
Lanzamiento de esquina de Griezmann, rodeo distractivo de Mbappé sobre Courtouis, anticipo aéreo de Umtiti a Fellaini en el primer vertical y gol como consecuencia.
Un premio al cuadro que mejor supo atacar y defender. Extraordinario en ambos matices y, además, parejo a lo largo de todo el torneo. Por eso está donde está.
Bélgica, que arrancó mejor, sufrió una gran merma. La de Romelu Lukaku, controlado al centímetro por Varane y Umtiti. El centrodelantero gravitó muy poco. Su primer atributo es lastimar en el corazón del área y la pareja de centrales galos lo anuló. Entonces, el esfuerzo de Eden Hazard no alcanzó. Al margen, Kevin De Bruyne combinó buenas y malas. También estuvo debajo de lo esperado Axel Witsel.
Enfrente, N’Golo Kanté encarnó el rol de patrón en el quite delante de su defensa. Frenó reiteradamente el tejido creativo del elenco rojo y el acompañamiento de Paul Pogba generó una válvula de salida —rápida, un sello de los de Deschamps— para la que Kylian Mbappé y Olivier Giroud nunca dejaron de ser potenciales receptores.
Observamos un encuentro vertiginoso. Y súper táctico. Pensado detalle a detalle. De área a área, lo que desde luego no implicó desaceleración en el mediocampo, zona de tránsito fluido, pero, esencialmente, de pensamiento rápido, de mentes sagaces en la comprensión de una dinámica solo permisiva de pausas estrictamente necesarias.
Y descollaron —imposible ignorarlo— dos porteros de incuestionable solvencia. Cuando Bélgica era superior, Hugo Lloris lo evitó frente a un zapatazo de Toby Alderweireld. Más tarde Thibaut Courtois interpuso una de sus piernas al disparo de Benjamin Pavard. Intervenciones sensacionales.
Francia se revela como un armazón inundado de talento. Basta que traspase su presencia a campo contrario y eso queda de manifiesto, pese a darse el lujo de un atacante central (Giroud) peleado con la resolución, lo que en cualquier otro seleccionado constituiría una carencia imposible de sostener. A lo anotado se añade el despliegue físico generoso, identidad de todos. No hay en este sentido puntos bajos ni flojera posible. Sus relevos funcionan a raíz de ello.
Con todo el riesgo que supone —porque esto no es boxeo y la acumulación de valía la deshace la suprema cotización del tanto— este cronista piensa que los “Diablos Rojos” merecieron cuanto menos extender la lucha hasta la prórroga. La mínima diferencia tiene que ver precisamente con dos expresiones de capacidad, obviando lógicas diferencias, dignas de una semifinal y, hasta muy probablemente, de la última contienda.
“Les Bleus” pusieron pie en la final y los motivos son múltiples. Nadie como ellos aplicó tan certeramente en este Mundial el arte de contragolpear.
No es solo la atrevida desfachatez y juventud de Mbappé, portaestandarte, de todos modos, de un conglomerado al que cuesta detectarle fisuras.
De ahí que en afán ofensivo daña. Y cuando corresponde replegarse consigue una dureza sin resquebrajamientos. “Un equipo sin equilibrio no es un equipo”: la tesis de José Mourinho calza a la perfección.