Mauricio Macri, el «ingeniero» abanderado del cambio
Favorito en las encuestas para la segunda vuelta presidencial del domingo, Macri ha roto con la tradición política argentina.
Mauricio Macri, el «ingeniero», como se le conoce en círculos políticos, es un empresario mimado por la oposición que cambió los negocios por el fútbol antes de saltar a la política y que, ahora, ante un inédito balotaje en Argentina, toca las puertas de la Casa Rosada.
Favorito en las encuestas para la segunda vuelta presidencial del domingo, Macri ha roto con la tradición política argentina.
Huye de las etiquetas que le encuadran en la derecha y se define como el candidato del «desarrollismo del siglo XXI» con la bandera del «cambio» y de la «revolución de la alegría». Su color, el amarillo. Y su sueño, dice, una Argentina unida.
Nacido en la ciudad bonaerense de Tandil el 8 de febrero de 1959, estudió ingeniería en la Universidad Católica Argentina antes de hacer carrera en el imperio fundado por su padre, el italiano Franco Macri.
En 1991 sufrió una experiencia que cambió su vida. Fue secuestrado durante dos semanas por un grupo de expolicías.
«Si yo no hubiese sido secuestrado, tal vez mi vida pública no hubiese existido», ha reconocido públicamente.
Cuatro años después saltó al mundo del deporte como presidente del popular Boca Juniors. Durante su gestión, hasta 2008, el club vivió una época dorada: 17 títulos internacionales, todo un récord.
Aprovechó su fortuna en los negocios y el deporte para entrar en política y en 2003 fundó Compromiso para el Cambio con un grupo de jóvenes profesionales -algunos ligados al peronismo- que sería el germen de Propuesta Republicana (Pro).
De la mano de Pro logró, en 2005, una banca de diputado nacional y ganó la alcaldía de Buenos Aires en 2007.
Tras su primer mandato en la capital, coqueteó con la idea de competir por la Casa Rosada, en 2011. Pero, apenas hacía un año de la muerte del expresidente Néstor Kirchner y su esposa y sucesora, Cristina Fernández, gozaba de un mayoritario apoyo popular.
Macri se replegó. Fernández revalidó la Presidencia con un 54 % de votos y el «ingeniero» se consolidó en la ciudad, con un 64 %. Y comenzó a preparar concienzudamente su carrera presidencial.
Consciente de que lideraba una fuerza joven, con cuadros desconocidos y carente de una estructura nacional capaz de llevarle a la victoria, Macri tejió una alianza con el radicalismo, el único partido centenario de Argentina, y buscó socios coyunturales para ganar terreno.
Aunque no partía como favorito, escaló posiciones y convenció a un sector de los argentinos de que, por primera vez en la historia del país, era necesaria una segunda vuelta electoral.
Sorprendió a propios y extraños en la primera convocatoria, el 25 de octubre, quedándose con un 34 % de votos, solo tres puntos por debajo de su rival, el oficialista Daniel Scioli.
Pero su mayor logro fue arrebatarle al peronismo su principal bastión, la provincia de Buenos Aires, el mayor distrito electoral, determinante en una elección presidencial.
Para llegar hasta aquí, se ha construido un perfil de ciudadano medio, con un aspecto desenfadado que le aleja de sus inicios de bigote, traje y corbata, y una campaña novedosa para Argentina, basada en el contacto personal y las redes sociales.
Una arriesgada apuesta, diseñada por su asesor de cabecera, el ecuatoriano Jaime Durán Barba, que ha marcado un nuevo estilo de hacer política en el país.
En los últimos meses, los argentinos le han visto cantar y bailar, con la camisa fuera del pantalón, y relatar anécdotas tan personales como que ha consumido viagra.
No tuvo tampoco empacho en revelar que en la fiesta de la boda con su tercera esposa, Juliana Awada, se disfrazó como Freddie Mercury, el líder de Queen, y estuvo a punto de ahogarse porque se tragó el bigote postizo.
Comentarios de este tipo le han ayudado a «humanizar» su imagen de empresario y político frío y distante.
Como también le ha aportado cercanía el beso que le estampó en la boca Awada sobre el escenario al término del debate entre los presidenciables del pasado domingo ante la mirada atónita de Scioli.
Un beso que se viralizó en las redes sociales y que, quizá, sea lo único que recuerden los argentinos del primer debate presidencial.
Una buena estrategia de comunicación ha relegado a un segundo plano las lagunas en su gestión en Buenos Aires, como el déficit de viviendas, que afecta a cerca de 400.000 personas, o los problemas en la educación y la sanidad pública.
También ha quedado en segundo plano uno de los episodios más oscuros de su carrera. Su procesamiento como partícipe de una asociación ilícita en una causa por espionaje ilegal, en 2009, que sigue en tribunales y que sus colaboradores atribuyen a una operación orquestada.
En su agenda, palabras como «cambio», «alegría» y «confianza» para unir Argentina e impulsar el crecimiento. Pero pocas recetas concretas.
Su equipo adelanta que convocará a todos si llega al Gobierno porque no cree en las «dos trincheras» y Macri apunta nuevas formas: «Como ingeniero que soy, no voy a hacer cadena nacional todas las semanas», ha dicho, consciente de que precisamente el abuso de las cadenas ha sido uno de los factores de desgaste de la presidenta.
Antes de la primera vuelta y de acariciar el sueño presidencial tan de cerca, Macri llegó a decir que si perdía se iría del país.
Hoy, sus colaboradores aseguran que será presidente a partir del próximo 10 de diciembre. Pero, advierten, su liderazgo es la expresión de una nueva época y va más allá de un cargo.