Reforma del eterno retorno
Para reformar la justicia hay que partir estudiando, también, las reformas que ya se le aplicaron.
DIBUJO LIBRE
En la Casa de la Libertad, Sucre, el 3 de enero de 2022, el presidente Luis Arce nominó este año como el de “la transformación de la justicia”. Antes, en enero de 2016, el entonces presidente Evo Morales convocaba a una Cumbre, abierta con motivo de la reforma judicial, y que se realizó en julio de aquel año; su resultado se reflejó en nueve conclusiones a ser desarrolladas a través de la Ley 949, que creó una comisión multisectorial para su cumplimiento y seguimiento.
En 2012, a iniciativa del, en ese momento, novel Tribunal Supremo de Justicia e instituciones del Órgano Judicial, tuvo lugar la “Primera Cumbre Judicial del Estado Plurinacional de Bolivia”, cuyas conclusiones, con mayor o menor matiz, no son distintas a las de su sucesora, empero sin ninguna repercusión posterior.
Y es que a lo largo de treinta años, la solución inmediata y exitista sobre la eterna crisis judicial ha sido la realización de una Cumbre, sazonada con fatalismos sobre la presencia de un desgaste tan permanente como difícilmente demostrable, acusaciones de distinto nivel, vilipendio hacia un poder sostén del Estado de derecho y, claro, reformas, empezando de nuevo, una y otra vez.
II. Los últimos años de la década de 2000, el sistema de justicia era entendido como Poder Judicial, atribuyéndole haber funcionado bajo un sistema de castas hereditarias con tendencia a favorecer a una pequeña oligarquía a través del clientelismo y la venalidad. Se decía también que era un sistema de poco o nulo acceso, manejado por operadores arcaicos; sin embargo, a esa fecha el nuevo y verdadero sistema de justicia, tal cual lo conocemos hoy, acababa de cumplir — con mucho— recién 20 años.
Con base en los denominados “Acuerdos de Febrero de 1991”, suscritos por las principales fuerzas políticas de aquel entonces (MNR, ADN, MIR, Condepa y MBL), se acordó reformas tendientes a la modernización del Estado a través de un proceso de institucionalización, basado en la independencia, cualificación técnica y en la meritocracia como vía de acceso. La Reforma Constitucional promulgada en 1995 daría nacimiento a nuevas instituciones en el espectro judicial: el Tribunal Constitucional y el Consejo de la Judicatura; luego sería creado el Instituto de la Judicatura, así como el cambio de procedimiento penal de 1999 daría pie al rediseño del Ministerio Público.
El periodo anteriormente inmediato a la promulgación de la Constitución de 2009, tuvo como característica una postura de quiebre dogmático entre la república liberal y el naciente Estado plurinacional, polarización que, hecha carne en la Asamblea Legislativa, fue guiada por la sensación y conocimiento especulativo sobre los males de la justicia (acceso excluyente, mora, falta de trasparencia, falencias técnicas en sus operadores, etc.) sin que se haya tenido presente la evaluación de los procesos de reforma de los años 90.
III. Bolivia tuvo siempre una administración de justicia poco apegada a la innovación y a la autocrítica; de hecho, el Poder Judicial al nacer la república fue instaurado sobre los mismos juzgados existentes en la Real Audiencia de Charcas, manteniendo tradiciones legales y consuetudinarias de la corona española. Los esfuerzos por dotarse de leyes propias (si bien fueron adoptadas progresivamente en los primeros 50 años de vida republicana), sobre el quehacer judicial y la forma de cómo se entendía y practicaba ese poder, muy poco o casi nada se había hecho. La suerte de la justicia boliviana posee un destino circular; es decir, repetir los mismos escenarios de manera constante, recurrente y lastimosamente incesable a pesar del cambio de actores e incluso a pesar del cambio de momentos históricos y políticos.
El primer quinquenio del gobierno de Evo Morales se caracterizó por un discurso que calificaba al neoliberalismo como el mal de males en Bolivia; parte de sus cuestionamientos se centraron en el Poder Judicial, al que básicamente se le inculpó de hipertrofia en la prestación del servicio, actitudes venales, endiosamiento de autoridades y un dejo de no inclusión a sectores más populares; en suma, se le acusó de convertir el sistema de justicia en una suerte de feudo poco eficiente y altamente corrupto. Se describía algo que por su inherente maledicencia debía morir.
La transición de República al Estado Plurinacional engendró al nuevo Órgano Judicial, estipulando que sus magistrados fueran elegidos por sufragio universal, mecanismo que hasta ese momento no había sido utilizado en ningún otro país, salvando casos aislados y en dimensiones menores como Japón (ratificando designaciones), Suiza y EEUU (para jueces de primera instancia) o Perú (jueces de paz).
Así las cosas, para el periodo 2012- 2015, de la fama originada en la excentricidad de su conformación, el Órgano Judicial había pasado a la triste celebridad. Para finales de 2015, grabaciones de sobornos, operativos policiales desnudando consorcios de abogados, fiscales y jueces, eran no solo recurrentes en la prensa, sino que acrecentaron exponencialmente el perenne descontento social sobre la eficiencia y transparencia de la administración de justicia.
IV. Según la frase atribuida a Bertolt Bretch, una crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer; entonces, si el sistema judicial atraviesa una crisis qué es lo que no acaba de morir y qué exactamente es lo que no acaba de nacer; si la crisis es cierta y real, qué la provocó, cuál sería su remedio, quién es el encargado de administrarlo y principalmente cómo se procederá.
Todo sistema de justicia, más allá de aplicar leyes o el concepto de administrar justicia, es un poder público que hace las veces de gestor del conflicto social cotidiano; es aquel tercero imparcial que evita la violencia entre ciudadanos, por ello, tanto su solidez como la confianza en su funcionamiento rebasa cualquier interés político a corto o mediano plazo, debiendo ser necesariamente una política pública, plural, participativa, planificada, sostenida en el tiempo y en continua evaluación.
En todo caso, antes de iniciar un nuevo proceso de reforma, es necesario evaluar las diferentes —redundancia necesaria— reformas legales implementadas, ya sea en la estructura institucional de los 90, las reformas procesales de inicios de los 2000, la readecuación de funciones a la Constitución de 2009, y la nueva legislación de esta fecha en adelante. Si se prescinde de este instrumento (el éxito o no de las políticas implementadas), no se tomará en cuenta la estructura medular del sistema, que a pesar de todo no sufrió modificaciones cualitativas; simplemente se trasladaron competencias y atribuciones, burocratizando el sistema, y cuyo resultado fue la permanencia de los problemas germinales de la justicia en Bolivia.
Cualquier acción tendente a ese fin debe necesariamente poseer un norte determinado y planificar cuál será el camino para alcanzarlo, basado en la evaluación crítica de los cambios y reformas adoptados en los últimos 30 años; de lo contrario, se corre el alto riesgo de fracasar, abordar una reforma sobre los cimientos de una vieja estructura, pesada, ritualista, en suma, de caer en la espiral cíclica del eterno retorno.
(*)Edwin Aguayo A. es abogado, magistrado del Tribunal Supremo de Justicia.