La beatería de la corrección política
Imagen: La Razón
El vocero presidencial, Jorge Richter, en entrevista con La Razón.
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¿Qué hacer frente a voces que optan por las consignas violentas y dinamitan toda posibilidad de un diálogo democrático?
Dibujo libre
¿Hay vida inteligente entre el insulto gratuito y la dictadura del buenismo? El interrogante va en la tapa del libro La corrección Política, un texto que reúne, en un imperdible debate, a Jordan Peterson, Stephen Fry, Michelle Goldberg y Michael E. Dyson todos ellos hablando, pensando y reflexionando, a favor y en contra, sobre lo políticamente correcto.
Es muy simple decirse y autoseñalarse demócrata, pero es tortuoso actuar como tal. De hecho, en la tiranía del significante vacío de democracia y demócrata, todos buscan instalarse y ocupar un espacio dentro de él, incluso aquellos cuyo comportamiento está más en las formas de lo que Enzo Traverso denomina como los posfascismos, conductas que tienen inserto el espíritu de la intolerancia, el desprecio y los resentimientos. Nuestra atención debe estar en esto. Como sociedad, como individuos, es a momentos importante y necesario enfrentarse a ideas que no nos gustan. A discursos que pueden ofender, pero que se deben combatir también con discursos e ideas, no con odio.
El desprecio al diálogo, los consensos, la palabra escuchada, son los cimientos del pensamiento único, el corolario de una beatería de la corrección política y la democracia aparente. Es correcto defender la igualdad, la inclusión social, el respeto por la diversidad, los derechos expandidos, pero todo ello se podrá siempre perfeccionar sin ser aludido de desertor. Sin embargo, cuando la corrección política se entremezcla con la obstinación por la acumulación política y de poder termina creando bandos, cerrando el debate, censurando, buscando definir lo que está bien y aquello que no, señalando a personas e ideas y finalmente, dictaminando lo que debe ser aceptado como la verdad única. Una imposición de cómo es y debe ser el mundo, la sociedad y también el Estado. No hay argumentos, solo una única afirmación. Quien se opone será denostado, infamado, mancillado y por supuesto, estigmatizado.
Intentos moralizadores de moralinos evidentes. Imparables en su intención de distanciar las sociedades entre buenos y malos, ellos y nosotros. La corrección política ha desestructurado el viejo y ofensivo lenguaje hasta convertirlo en lo indeseado de una sociedad. Thomas Cranmer, redactor del Libro de Oración Común de la Iglesia Anglicana decía, sin dejar que la razón le asistiera, “No hay nada creado por la mente del hombre que, con el tiempo, no se haya corrompido parcial o completamente”. Esto nos ocurre como un hecho inaceptable con las palabras inclusión, derechos expandidos, pueblos indígenas, originarios, campesinos, revolución cultural y Estado Plurinacional y de todo lo bueno logrado en estos años; hoy se quieren realizar otras acciones que denigran la democracia y el sentido profundo e histórico del principio de inclusión social.
Las acusaciones injustificadas, las denuncias infundadas, el escarnio público, la creída superioridad, el vocabulario rabiento y maledicente, la hostilidad indisimulada y la intolerancia encolerizada son las infamias deformadas de quienes, imaginadamente situados en lo políticamente correcto, hacen del agravio una conducta frecuente. Si la corrección política encierra el sentido de incorporar lo diverso, pues la diversidad de opinión tiene que ser aceptada como fundamento mayor de una sociedad diversa, plural y tolerante.
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Los esfuerzos por una trabajada ética política pareciesen no tener consecuencias positivas. Para ciertos actores políticos, todo está resuelto, acabado y discutido. La sociedad debe ser como ellos la piensan. El Estado debe seguir su mirada reducida pero entendida como universal y quienes se oponen a ellos están en el lado crítico de la historia, en la derechización y lo políticamente repudiable. Stephen Fry grafica de la siguiente manera todo lo dicho: “La Revolución francesa terminó con el Comité de Seguridad General aprobando una ley. La ley decía que se podía coger un trozo de papel que dijera algo así como el citoyen Du Roque es un enemigo de la Revolución, clavarlo en un poste en la plaza principal y esa persona sería detenida. Es básicamente lo mismo que poner un tuit, exactamente la misma idea”.
Estamos transitando un tiempo que denota una angustiante falta de honestidad y responsabilidad con la palabra utilizada. Alguno, desde el peldaño más alto que imagina en pertenencia absoluta, supone también que puede estigmatizar con ilimitada arbitrariedad a todos aquellos que son disonantes con él, que señalan otros caminos, que trabajan el pensamiento crítico o pensamiento superador. Allí, en el púlpito tecnológico de las redes sociales, se instala como si fuese la palabra mayor, y empieza entonces su labor de infamar a todo a quien pueda contrariarlo.
En la radicalidad a la que conduce la intolerancia y el odio, el extremista siempre estigmatiza a quien lo antagoniza y lo critica. En esa tarea, su discurso es una puesta en escena teatralizada, con risas forzadas, mentiras recurrentes en formato victimizado. “Escena histérica y espectacular, de teatralidad religiosa perfecta en el discurso y en el texto” diría Marcia Tiburi.
Quien dice lo que dice sin responsabilidad alguna, debe ser cuestionado, interpelado discursivamente y nos debe conducir a reflexionar y encontrar alternativas políticas al porqué, desde lo que en un principio era la corrección política requerida, van surgiendo discursos que practican la humillación pública del otro de parte de quienes asumen la función no delegada de inquisidores de la sociedad.
La Bolivia 2025 requiere la construcción de una agenda electoral diferente. Diferente quiere decir sin la presencia de quienes hacen del desprecio su forma imaginada de progreso político. Los extremistas se encuentran en la violencia, allí quedan frente a frente con su irracionalidad absurda. Gritan, insultan, calumnian y violentan la sociedad. La violencia los hace sentir poderosos. Con ellos, es imposible la unidad, el logro de objetivos fundamentales y la búsqueda de propósitos comunes.
(*)Jorge Richter Ramírez es politólogo