Si me hubieran llamado a declarar, pienso. Pero eso es imposible. Quizá, por eso, escribo. Declararía, por ejemplo, que en la noche del sábado al domingo 30 de marzo de 2010 llegué a casa entre las tres y tres y media de la madrugada: el último ómnibus de Retiro a La Plata sale a la una, pero una muchedumbre volvía de no sé qué recital, y viajamos apretados, de pie la mayoría, avanzando a paso de hombre por la autopista y el campo.

Urgida por mi tardanza, la perra se me echó encima tan pronto abrí la puerta. Pero yo aún me demoré en comprobar que en mi ausencia no había pasado nada —mi madre dormía bien, a sus ochenta y nueve años, en su casa de la planta baja, con una respiración regular—, y sólo entonces volví a buscar la perra, le puse la cadena y la saqué a la vereda…

Era una noche despejada, declararía, y no hacía frío. No se veía a nadie en la calle. La única inquietud que puedo haber sentido cuando enfilé hacia la rambla de Circunvalación se habrá debido a los autos, pocos pero prepotentes, que pasan a esa hora, con parlantes a todo lo que da y faros intermitentes iluminando el asfalto. O a las motos que con no sé qué artilugio hacen sonar el caño de escape igual que un tiroteo.

Fue entonces que lo vi, al llegar a la esquina. Un tipo de unos treinta, con gorra de visera virada hacia la nuca, musculosa y arito —casi un disfraz de joven. Miraba hacia el fondo de esa anchísima avenida con ramblas que cerca la ciudad. No le importaba yo, no me miró ni una vez, y es raro que a esa hora no se mire a un extraño. ¿Y a quién podía estar esperando, a esa hora, en ese sitio? ¿Quién podía haberlo expuesto, citándolo a esa hora?

Cruzamos a la rambla: la perra cagó y meó en los sitios de siempre con una exactitud que yo le agradecí y volvimos muy rápido —mi perra recelando de las sombras, y yo fingiendo calma— sin inquietar tampoco ahora, en apariencia, al tipo de gorrita que, encaramado en lo alto de sus pantorrillas estiradas, seguía empeñado en tratar de divisar algo a lo lejos.

Entonces advertí, a sus espaldas, en la vereda de enfrente, un auto con tres hombres dentro y una puerta abierta, como si lo esperaran. Vendrían en caravana, supuse, y algún otro auto se les habría perdido. Pero me acordé de Diego, el vecino de la casa 5, que había decidido dejar de alquilarme mi garaje cuando empezó a trabajar de noche, “y de noche, vos viste lo que hacen ahora: te esperan en las sombras y se meten con vos…”.

Eché a correr fingiendo que la perra al fin conseguía arrastrarme. Traté de girar la llave sin perder un segundo; la perra entró con esa urgencia absurda que infunde la costumbre y, tan pronto como cerré, corrí el pasador enorme que colocó mi padre sobre las tres cerraduras. Entonces respiré, y subí, y quizá olvidé todo, como quien deja la noche en manos de sus dueños. (…)

Había pasado todo el día en casa de una amiga de Boedo que quizá, también ella, podría declarar ahora (la inconcebible minucia de las novelas policiales se instala en mí; y la culpa de saber, de haber sido testigo)… Pero al fin —de esto sí daría fe, esto sí lo recuerdo—, una hora más tarde, digamos: a eso de las cuatro o cuatro y media, empecé a recorrer los cuartos de la casa apagando las luces y cerrando ventanas. El balcón de atrás, el lavadero, la cocina. Y cuando llegué al cuartito que mi padre llamaba “el geriátrico” —un cubículo de vidrio que él mismo se inventó en el balcón del frente para instalar allí su banco de carpintero y su tablero de electricista—; cuando descorrí la cortina para atraer hacia mí el batiente abierto de la ventana, descubrí que allá abajo, a unos tres metros, relucía un patrullero detenido, blanco en la noche, en marcha, con la inscripción Policía Científica y dos policías adentro en actitud de alerta.

Quizá pensé: “El tipo de gorrita”. No recuerdo. Pero estoy seguro de que pensé: “Por suerte, no me han visto. No seré su testigo. Puedo seguir mi vida”.

Y sigilosamente terminé de cerrar; y luego me acosté como para hacer ostentación de lo que yo verdaderamente era: un ciudadano más o menos anómalo, que no reprime sus excentricidades, pero que en modo alguno representa un peligro. 

Domingo por la tarde. Cruzo al supermercado cuando dos muchachitas me interceptan, en la vereda de enfrente. Son gordas, van del brazo.

—¿Pasó algo, en tu casa, anoche? —me preguntan, luchando entre el pudor y el deseo de saber, impostando muy mal la compostura luctuosa con que se aborda a una víctima.

Entre sus disculpas entiendo que son las nietas del vecino de enfrente, el marino retirado, las que, como yo, llegaron al barrio a ocupar la planta alta de la casa cuando los viejos ya no pudieron vivir solos.

—No, ¿por qué? —pregunto, ofendido, porque presiento que quieren usarme.

—Vimos un patrullero de la Policía Científica parado frente a tu casa… y pensamos…

—Ah, es cierto —y sólo entonces recuerdo la inscripción sobre la puerta blanca—. Pero no pasó nada —digo, y les vuelvo la espalda, como rechazado por un interés obsceno.

Y el lunes al mediodía, por fin, suena el timbre: algo que nunca pasa. Salgo al balcón, abro el mismo batiente que cerré la noche del sábado sobre aquel patrullero, y veo a la vecina de la casa de al lado…

Sonríe extrañamente, culposa pero imparable, con evidente terror. Que no puede decirme, asegura. Que baje por favor un minuto. Sólo un minuto, ruega. Le digo que me espere. Me echo una robe encima, y mientras tanto imagino de qué me hablará…

—Nos entraron ayer, a la madrugada.

Así dice, “nos entraron”, sin aclarar de quién habla, y como si nunca hubiéramos dejado de hablar sobre ese tema. Y dice que ha venido a ponerme sobre aviso, aunque no noto en ella más que la necesidad de contar. Porque ya su marido se ha ido a trabajar, y se ha quedado sola, aterrada de estar sola, de enloquecer a solas sin sus cuidados psiquiátricos.

Esto es lo que me cuenta, lo que ella habría podido declarar:

—Entraron con Ivancito, tarde en la madrugada —Marcela se sorprende cuando me ve asentir con la cabeza, y yo hago ese gesto sin pensar, recordando vagamente el patrullero, pero no se detiene.

Ivancito es su hijo menor, de unos veintidós años.

—Venía de bailar, en la cuatro por cuatro. Y en cuanto bajó le pusieron un arma en la nuca y lo hicieron entrar a casa y subir. Robert, que tiene insomnio, estaba trabajando en su estudio; y yo, que dormía, me desperté pero no me moví.

Un hijo. Un padre. Una madre, recordé.

—“Desconectá la alarma”, fue lo primero que le dijeron a Ivancito en cuanto entraron. Y por suerte Robert, que sabe manejarlos, los tranquilizó: “No se preocupen, muchachos, que yo siempre tengo algo para ustedes. Siempre guardo algo para estas ocasiones”. “¿Y tu mujer?”, preguntó el jefe. “Dejala, está dormida. Y se pondría nerviosa, y todo sería peor.” Hicieron caso, por complicidad masculina. Pero era toda una célula, una organización: llevaban handies con los que iban diciendo: “Ya estamos terminando”, “Vengan ya”. Un camión vino, cargaron las computadoras. Se llevaron dinero. Y estamos seguros de que van a volver.

Le digo lo que vi, la madrugada del domingo, cuando llegué de Buenos Aires (y no tiemblo por eso: tiemblo porque esa imagen de madre y padre e hijo se reúne con esa otra palabra: organización y compone mucho más nítidamente esa escena olvidada).

Hablo del tipo de gorrita con visera para atrás, del auto que parecía esperarlo, del patrullero.

—¿Cómo un patrullero? —se aterra Marcela—. ¡Si no hicimos la denuncia!

Empiezo a explicarle, y se pone tan nerviosa que debo empezar de nuevo, y bastan dos o tres frases para que me interrumpa y me pida que por favor le repita todo eso a su marido, exactamente. Que no me preocupe. Que no harán la denuncia. Pero que, eso sí, por favor, no diga nada a nadie más. (…)

Es un psiquiatra famoso, de mala fama entre progres. Aunque a esta altura el dinero que trae a casa debe de ser mucho menos que el que gana su esposa con sus salones de belleza, conserva un aire típico de director de hospicio. Me saluda y me lleva aparte… (…)
Su esforzada despreocupación, su casi alegría, me hacen confiarle entonces la obsesión que ya me ha atrapado desde el fondo de la mente: la similitud entre esto que ha ocurrido y otro episodio de 1976.

—¿Hace treinta y tres años? —se extraña, consternado—. ¿Qué pasó hace treinta y tres años?

Le cuento que aquella noche otra banda asaltó la casa, cuando todavía era de la familia Kuperman. Y sugiero que, a pesar de los avances de los derechos humanos, el “aparato represivo”, o “el crimen organizado”, como quiera llamársele, sigue igual: que eso prueba este asalto.

(Pero no le digo que antes pasaron por mi casa. Ni le cuento lo que sucedió en esos diez minutos que permanecieron entre nosotros y no me he atrevido a revelar jamás a nadie, eso que ahora me hace temblar como una fiebre.)

—De la presidenta para abajo, empezando por ella —dice Chagas, y un rayo en su mirada es como una advertencia: “No me confundas”—, todos son ladrones.

Todos —destaca con un ademán amplio que parece abarcar todo el cuerpo social enfermo—. Así que sólo nos queda defendernos entre nosotros.

En mi casa, mi madre, un poco demasiado erguida, como quien se prepara a recibir un golpe de ola, me increpa:

—¿Qué hablabas con Chagas?

—¡Me recomendó a sus herreros! —improvisé—. ¡Me ofrecía sus servicios!

—Bah —desprecia ella.

Le digo que tenemos que enrejar la cocina, no porque corramos peligro alguno, sino porque el seguro nos lo exige. Ella hace un gesto amargo, como diciendo: qué inútil. Si nos entraran, ¿qué podría reparar el dinero? Y de pronto, yo invento:

—Y nos quedamos hablando de las Kuperman… ¿Te acordás? —y me acerco a su oído dispuesto a recordarle la noche en que ella estuvo sola ante la patota.

Mi madre tiene casi noventa años, olvida muchas cosas.

—¡¿Pero cómo no me voy a acordar…?! —se ofende. Y sé que también habla de su noche.

Subo a mi casa entonces, para que no se preocupe. La necesidad de escribir ya me distrae de cualquier otra cosa. El conocido deseo de escaparme. Pero me quedo como plantado en el geriátrico, ante la misma ventana desde donde vi el patrullero, y contemplo, como quien lee un mensaje, el aspecto del barrio.

“Houses live and die”, recuerdo, mirando las casas bajas cercadas, a lo lejos, por la barrera de edificios: todo un memento mori. No podía imaginarlo entonces, a mis doce, trece años, cuando yo mismo era parte de ese paisaje; no podía imaginar que también un barrio envejece. No hablo de volverse antiguo, pintoresco: digo viejo, sucio, decadente, porque los dueños de las casas han muerto y las viudas como mi madre tienen casi noventa y no se animan a dejar entrar obreros…

Y sin embargo, me digo, algo más poderoso que las casas sobrevive. Pero, ¿qué? ¿Simplemente una banda de asaltantes, de mafiosos, de asesinos? ¿O un mecanismo secreto, un código oculto bajo la fachada de las leyes conocidas? ¿Un lenguaje mudo que las reglas del lenguaje, malamente, intentan reproducir, o arteramente ocultan? Acaso un modo de vincularse que permite a unos ser víctimas y a otros victimarios sin que nadie tenga siquiera necesidad de expresarlo.

Pero yo estoy a tiempo de entenderlo, me digo, si escribo.

Porque nunca he sentido aquella noche más cercana; más cercano su horror.

 Nicolás Peña Díaz Romero