Postales de John Cage
A 100 años de su nacimiento, una imagen del compositor norteamericano

Nada cuesta imaginar la siguiente escena, porque así ocurrió. La noche del 29 de agosto de 1952 —hace 60 años—, en el Maverick Concert Hall de Woodstock, Nueva York, el pianista David Tudor entró en escena y se sentó frente al piano. El público se tensó en espera de la música. Pero Tudor no hizo nada. Durante cuatro minutos y 33 segundos no hizo absolutamente nada.
Era el estreno de la obra de John Cage titulada 4’33’. El propio Cage recordaría décadas después: “La gente empezó a susurrar cosas y algunos se pararon para irse. Ninguno se rió. Más bien se irritaron cuando se dieron cuenta de que no iba a pasar nada”. En realidad pasó algo: fue un escándalo.
Para muchos, aún hoy, no fue sino una boutade, un gesto provocador típico de las vanguardias artísticas norteamericanas que vivían un nuevo auge en los años de la posguerra, y de las que Cage era precisamente punta de lanza. Pero el hecho es que 4’33’’ y su estreno el verano de 1952 ocupan una página central de la historia de la música contemporánea.
Lo que hizo Cage, para unos, es enseñarnos a escuchar el silencio. Su obra ‘encerró’ cuatro minutos 33 segundos de silencio. La obra era, entonces, la ausencia de la obra: el silencio.
Para otros —incluyendo a Cage— la obra estaba en otro lugar. Lo que en realidad debía escucharse eran los sonidos —únicos, irrepetibles— que se generaron en torno a ese silencio. Se dice que al principio sonó el viento entre las hojas, que más adelante algunas gotas de lluvia comenzaron a caer. Y también se escuchaba el sonido del público: el rumor de su desazón, sus preguntas a sotto voce, las toses que siempre suenan en los conciertos. La música, entonces, estaba fuera de la obra.
Pero hay más. Para otros, lo que Cage hizo con 4’33’ fue echar por tierra el lugar del autor en la obra artística. Ni el talento, ni la sensibilidad, ni la subjetividad de Cage son determinantes para 4’33’’. El autor no hace la obra. La música está ahí, en el mundo. Sólo hay que saber escucharla.
Esa noche de 1952, John Cage hizo las tres cosas y nada fue como antes para la música. El compositor californiano tenía entonces 40 años. Había nacido en Los Ángeles el 5 de septiembre de 1912 —hace 100 años—. Recibió clases de piano desde niño y era un veinteañero cuando mientras Estados Unidos se debatía en la Gran Depresión comenzó a formarse como compositor con Arnold Schöemberg. El creador de la música atonal —una de las grandes revoluciones de la música moderna— había dejado Viena ante el ascenso del nazismo para exiliarse en Norteamérica. De su discípulo Cage decía que más que un compositor era un inventor de genio. Lo que esto signifique.
Sea como fuere, el joven Cage caminaba a grandes pasos. En 1937 ya había escrito un manifiesto titulado El futuro de la música. Allí sostenía que el siglo XX era el siglo de la máquina y que una infinidad de sonidos nuevos habían surgido de la vida urbana y del desarrollo técnico. La música debía responder, entonces, a ese nuevo contexto.
Con esas percepciones no debería sorprender que su panteón estuviese presidido por la figura de Edgar Varése, el músico francés que emigró a los Estados Unidos en los años 20 y que desarrolló, precisamente, una música atenta a las vibraciones de la gran urbe. Pese a su abierta admiración, Cage le reprochaba a Varése su propensión a organizar el sonido. Para él no había nada que ordenar ni armonizar: el ruido debía ser ruido y nada más. En su libro Silencio (1961), Cage dice que los manierismos de Varése “hacen difícil escuchar los sonidos tal como son, pues atraen la atención hacia Varése y su imaginación”.
Esa oposición entre “los sonidos tal como son” y la imaginación y la subjetividad del compositor sería una de las ideas trabajadas con mayor persistencia por Cage. En los años 40 lo llevaría a asumir la indeterminación y el azar como recursos de la composición musical.
A esa búsqueda de la anulación del sujeto en favor de la presencia plena del sonido habría de contribuir también y en gran medida la filosofía del budismo Zen que Cage abrazó con entusiasmo, aunque decir esto es sin duda un oxímoron. Así, en los 50, adoptó un método de composición basado en los mecanismos de lectura azarosa del I Ching. Su Music of Changes para piano es resultado de esos procedimientos.
También habría que decir que Cage amaba la música de Erik Satie aunque parece tan lejana a la suya. Pero el dadaísta Satie —que con sus minúsculas piezas para piano subvirtió el París de los años 20— tenía mucho que enseñar. Los reaccionarios lo acusaron de que sus obras no tenían forma. Por toda respuesta, Satie compuso sus Obras en forma de pera. Es posible que ese humor y, más allá, la idea de una música liberada de todo propósito, incluso formal, fuese lo que resultaba cautivante para Cage.
En 1943, Cage conoció en Nueva York a Marcel Duchamp. Para entonces, el veterano dadaísta llevaba por lo menos 20 años haciendo del silencio y la inacción su única práctica artística. La noción de borrar toda distinción entre el arte y la vida que el artista francés había defendido en su momento no podía sino fascinar al músico californiano. También la idea del ready-made: objetos cotidianos que se convierten en obras de arte porque se los mira o se los escucha como tales.
Con esa constelación de ideas, en el contexto atento a la innovación y la experimentación de los años 50 y 60, Cage compuso obras para piano y conjuntos de cámara, para instrumentos inventados —como el piano preparado—, para aparatos técnicos, como receptores de radio, e incluso, en su última época, se propuso grabar el sonido de los paisajes.
Murió en 1992. La influencia de sus ideas sobre la música —acaso más que sus propias composiciones— no tiene fronteras y continúa vigente a 100 años de su nacimiento.
‘Un zapato viejo quedaría precioso…’
Fragmentos de ‘A Year from Monday’, libro de John Cage
Una tarde, cuando aún vivía en Grand Street y Monroe, vino a visitarme Isamu Noguchi. En la habitación no había nada (ni muebles ni cuadros). El piso estaba cubierto de pared a pared con alfombras de yute. Las ventanas no tenían cortinas. Isamu Noguchi dijo: “Un zapato viejo quedaría precioso en esta habitación”.
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Una vez, varios de nosotros íbamos en auto a Boston y nos detuvimos en un parador para almorzar. Había una mesa libre junto a una ventana en ángulo, desde donde todos podíamos contemplar la laguna. La gente nadaba, se zambullía, hacía preparativos antes de meterse al agua. En el interior del parador había una rocola. Alguien le echó una moneda. Noté que la música que salía acompañaba a los nadadores, aunque ellos no la escucharan.
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Allá en Greensboro, Carolina del Norte, David Tudor y yo ofrecimos un interesante programa. Tocamos cinco piezas tres veces cada una: el Klavierstück XI de Karl Stockhausen, el Dúo para pianistas de Christian Wolff, Intermission # 6 de Morton Feldman, Cuatro sistemas de Earle Brown, y mis Variaciones, todas piezas compuestas de diversas maneras y que tienen en común que su interpretación es indeterminada. Cada función es única y tan interesante para los compositores e intérpretes como para el público. Todos, de hecho, se convierten en oyentes. Le expliqué todo esto a la audiencia antes de empezar con el programa musical. Señalé que uno está acostumbrado a pensar en las piezas musicales como objetos que podían ser comprendidos y en consecuencia evaluados, pero que en ese caso la situación era muy otra. Estas piezas, dije, no son objetos sino procesos, esencialmente, sin propósito. Por supuesto que a continuación tuve que explicar el propósito de hacer algo sin propósito. Dije que los sonidos eran sólo sonidos. Y haciendo uso del plural editorial, dije que si no eran sólo sonidos, ya haríamos algo para solucionarlo en la próxima composición. Dije que como los sonidos eran sonidos, al escucharlos las personas tenían la posibilidad de ser personas, centradas en el interior de sí mismas, donde realmente están, y no artificialmente distantes como acostumbran estar, tratando de descifrar qué quiso decir un artista por medio de los sonidos. Finalmente, dije que el propósito de una música sin propósito se consumaría si la gente aprendiera a escuchar. Que cuando escuchen tal vez descubran que prefieren los sonidos de la vida diaria a los que estaban por escuchar en el programa musical. Y que si era así, por mí estaba bien.
Después una chica de la universidad vino a verme al backstage y me dijo que había pasado algo maravilloso. “¿Qué?”, le pregunté. Me dijo: “Una de las profesoras titulares de música está pensando por primera vez en su vida”.
Más tarde, durante la cena (había sido un concierto vespertino), el director del Departamento de Música me comentó que al salir de la sala de conciertos se le acercaron tres de sus alumnos. “Venga, acérquese”, dijeron. “¿Qué pasa?”, pregunté. Y una de las chicas dijo: “Escuche”.
Traducción de Jaime Arranbide