Amor, honor y libertad
La película recrea la vida de Aung San Suu Kyi, opositora a la dictadura de Birmania.
Película-problema a la hora del comentario. Adelanto dos peticiones de principio: no es una gran película, pero es una producción valiosa, afirmaciones en apariencia contradictorias e irreconciliables. Intentaré justificar ambos adelantos. Para terminar de complicarlo todo, la película me parece más fecunda, en tanto materia de reflexión, en virtud de dos efectos al parecer no buscados.
Por una parte, permite pensar en qué medida nos vamos convirtiendo paulatinamente en rehenes de nuestros propios actos y decisiones. Por la otra, es un atestado palmario de la falsedad de ese lugar común según el cual vivimos el tiempo de la información abierta al conocimiento de todo cuanto sucede en cualquier rincón del mundo. Sabiendo, por añadidura, que éste también es el caso de esas hechuras respecto a las cuales resulta engorroso arribar a consensos: la admiras o la odias, sin margen para los matices, como suele acaecer con buena parte de las biografías filmadas, sobre todo cuando el biografiado —la biografiada para el caso— ha sido protagonista de eventos de una complejidad política reacia a las lecturas lineales y expeditivas.
Amor, honor y libertad traduce libremente el título original The Lady de la película dedicada a reconstruir —con cuánta libertad no se sabe— el periplo de la política birmana Aung San Suu Kyi. Su nombre adquirió notoriedad mundial en 1991 al serle concedido el Premio Nobel de la Paz. Recién pudo recoger el galardón de manera personal en junio de 2012, puesto que durante dos décadas pasó la mayor parte del tiempo bajo arresto domiciliario. Fue prisionera de la junta militar que gobernó Birmania a sangre y fuego desde 1948, luego de voltear y asesinar a Aung San, héroe nacional de la independencia y padre de Suu Kyi.
LA DAMA. Graduada en Oxford, donde conoció a su futuro marido, el doctor Michael Aris, en 1988, al tener noticias del grave estado de salud de su madre regresó a Rangún poco después de un masivo levantamiento, saldado por el régimen militar con entre cinco y diez mil muertos. Su presencia generó enorme expectativa entre los rebeldes, junto a los cuales creó la Liga Nacional para la Democracia proponiendo “el segundo combate por la independencia nacional” basada en las enseñanzas de Gandhi y bajo fuerte influencia budista.
En 1990 la Liga ganó las elecciones, pero el régimen desconoció el resultado, arrestó o asesinó a buena parte de los jefes opositores y recluyó a Suu Kyi. La lideresa sobrellevó el encierro dos décadas, negándose a ceder a las presiones de sus captores. Le impidieron a lo largo de años, durante los cuales Aris murió de cáncer, ver a su familia. Recién a finales de 2010 fue puesta en libertad.
De partida, entonces, Amor, honor y libertad contaba con insumos para una de esas epopeyas cinematográficas centradas en la figura de un héroe. Esta materia prima siempre coloca al director frente a decisiones de fondo acerca de la manera de abordar el relato, del tono a imprimirle y de los acentos que necesariamente debe poner sobre uno u otro aspecto de la vida del biografiado.
El realizador francés Luc Besson optó por la corrección política y sentimental simplificando en extremo los antagonismos y cargando las tintas sobre los rasgos opuestos de los contendores de un drama político-existencial, el cual, en virtud de esas elecciones, adquiere el empaque de un melodrama. Malos —malísimos— y buenos —buenísimos— contienden sin que la narración aclare en ningún momento los desacuerdos ideológicos de fondo, ni se sepa cuáles fueron las desavenencias filosóficas, salvo que unos oponen la libertad, así de manera genérica, al régimen dictatorial. Tampoco se advierte pormenor alguno respecto al rol jugado por las potencias que se disputaban su influencia en esa región del sudeste asiático.
El filme detalla, en cambio, el tratamiento de la relación matrimonial de Suu Kyi y Michael Aris, dedicando largos tramos a mostrar la dolorosa separación, utilizada por los carceleros para intentar doblegar la voluntad de la protagonista. Es una manera lícita hasta cierto punto de conmover a la platea predisponiéndola a tomar partido por la víctima.
Aceptaría, sin embargo, de buen grado si alguien apunta que resulta muy sencillo, desde la confortable posición de quien no ha vivido semejante ordalía, ponerse a elucubrar y rebuscar cuestiones político-ideológicas, minimizando, aunque no sea esa en absoluto mi intención, la importancia de asuntos que pudieran parecer más bien elementales: los derechos humanos, por ejemplo. Dicho de otra manera: ¿era preferible un enfoque menos absorto por la “corrección” política, más racionalizado, o ello implicaba establecer una distancia que hubiese obturado la posible identificación de parte importante del público con la admirable consecuencia de esa mujer?
EFECTOS. No son cuestiones sencillas de responder, así sea fácil pontificar contra los golpes de efecto muy bien calculados por Besson, director de filmografía zigzagueante (Nikita, 1990; El quinto elemento, 1997; Juana de Arco, 1999) pero de siempre impecable factura visual y óptimo rendimiento de sus actores.
Y luego está la dificultad para desandar un camino comenzado. ¿En qué medida la perseverancia de Suu Kyi respondía a un proyecto pensado desde el vamos con todos sus claroscuros, o fue, la respuesta imposible de calcular inherente a la “lógica” de los hechos en su mismo desarrollo? Sólo la protagonista conoce la respuesta, y no creo que Besson hubiese querido hacer de ésta la cuestión medular de su recreación de eventos. A mí, en cualquier caso, fue lo que más me atrajo al correr de la trama.
A esta última le falta la información contextual que hubiese morigerado el tratamiento paródico de los duros, aunque tal vez tal ausencia sea atribuible al propio hermetismo del régimen castrense y a la imposibilidad para el director de tener contacto directo con la biografiada. Cuando Suu Kyi obtuvo su libertad, la película estaba casi terminada. Por eso mismo resultaba casi inevitable que la puesta se apoyase en la potente composición de Michelle Yeoh, contrapunteada a la perfección por David Thewlis, dando vida, en el exacto sentido del término, a dos personajes cuya fuerza opaca las falencias y simplificaciones de una película, reitero, imperfecta, pero sin altibajos en su interés.
Ficha técnica
Título original: The Lady. Dirección: Luc Besson. Guion: Rebecca Frayn. Fotografía: Thierry Arbogast. Montaje: Julien Rey. Diseño: Hugues Tissandier. Arte: Gilles Boillot, Dominique Moisan, Stéphane Robuchon y Thierry Zemmour. Maquillaje: Sarah Jane Marks y Stéphane Robert. Efectos: Emilien Breuillier y Joel Pinto. Música: Eric Serra. Producción: Luc Besson, Andy Harries, Didier Hoarau, Jane Robertson, Virginie Silla y Jean Todt. Intérpretes: Michelle Yeoh, David Thewlis, Jonathan Raggett, Jonathan Woodhouse, Susan Wooldridge, Benedict Wong, Flint Bangkok, Guy Barwell, Sahajak Boonthanakit, Donatienne Dupont, Antony Hickling, William Hope, Teerawat Mulvilai, Agga Poechit, Victoria Sanvalli, Nay Myo Thant, Danny Toeng, Dujdao Vadhanapakorn, Frank Walmsley, Marian Yu, Bruce Blain, Paul Brennen, Martin John King y Akira Koieyama. Francia, Inglaterra/ 2011.