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Las flores póstumas de Baudelaire

Un libro reúne por primera vez todos los dibujos y últimos escritos en prosa del poeta francés

/ 28 de octubre de 2012 / 04:00

Acorralado por la penosa enfermedad que cercenó su vida, el poeta maldito por excelencia, el hombre que se elevó sobre la vida y entendió sin esfuerzo “el lenguaje de las flores y de las cosas mudas”, llenó su larga agonía de coléricas notas. “De niño tuve en mi corazón dos sentimientos contradictorios, el horror de la vida y el éxtasis de la vida. Es el sello de un holgazán enfermo de nervios”, escribió Charles Baudelaire (1821-1867) en los Fragmentos póstumos que publica la editorial española Sexto Piso. Un volumen que reúne por primera vez todas las notas en prosa finales y también todos los dibujos del autor de Las flores del mal. La investigación y la recopilación son obra del escritor mexicano Ernesto Kavi.

Tras su muerte en una clínica de París, la madre de Baudelaire recogió uno a uno los papeles de su hijo, pequeñas hojas arrancadas de cuadernos en las que anotaba, en lápiz y a pluma, lo que él mismo llamó “proyectiles”, junto a páginas dedicadas a pensamientos, aforismos, listas y proyectos. Madame Aupick se las entregó a su editor, Auguste Poulet-Malassis, el único que podía encontrar algún sentido en aquel caos.

Malassis los ordenó y es esa la ruta que ahora se ha seguido. Los dibujos, la mayoría en manos de sus amigos, también fueron recogidos por el editor en un cuaderno. Vivieron una azarosa vida. Fueron publicados y reunidos, pero en 1988 salieron a subasta y se volvieron a dispersar.

Los pensamientos de Baudelaire muestran la rabia, cólera y tristeza de un hombre rodeado por la enfermedad y el exilio. Su caligrafía es desordenada. Pero, lejos del tópico del poeta embriagado y mujeriego, surge el hombre preocupado por el futuro. “Para él, el trabajo era una tortura, pero no hacía más que trabajar, le preocupaban su gloria como poeta y el dinero. Las notas son un fiel reflejo de esa batalla interior entre el desorden de su vida y su pensamiento y el orden que quiere imponerse para ser un gran artista”.

El 23 de enero de 1862, el poeta escribe: “En lo moral, como en lo físico, siempre he tenido la sensación de un abismo, no sólo el abismo del sueño, sino el abismo de la acción, de la ensoñación, del recuerdo, del deseo, del arrepentimiento, del remordimiento, de la belleza, del número… He cultivado mi histeria con placer y con terror. Siempre tengo vértigo y hoy he sufrido una singular advertencia, he sentido pasar sobre mí el viento del ala de la imbecilidad”.

Baudelaire reflexiona una y otra vez sobre las tareas del escritor, sobre la inspiración y el tiempo. Anota que el placer desgasta, pero el trabajo fortifica. El coraje del escritor, el destino, la concentración frente a la dispersión. El poeta zarandea sus obsesiones. “Sería dulce, quizá, ser, alternativamente, víctima y verdugo”, apunta. Surge su profundo y estrecho sentido de lo sagrado: “Si la religión desapareciera de este mundo, volveríamos a encontrarla en el corazón del ateo”.

En La Folie Baudelaire (Anagrama), Roberto Calasso ofrece un consejo que bien vale para este libro: “Para quien está rodeado y atormentado por la desolación y el agotamiento es difícil encontrar algo mejor que una página de Baudelaire. Prosa, poesía, poemillas en prosa, cartas, fragmentos: todo sirve”.

Quizá basta para ilustrar las palabras del escritor florentino un fragmento perteneciente a uno de los manuscritos menos conocidos, que catalogado bajo la letra D está custodiado por la Biblioteca Literaria de Jacques Doucet. La lucidez del poeta maldito sólo puede provocar hoy un fatal escalofrío acompañado de un aliento de esperanza: “Síntomas de ruina. Construcciones inmensas. Uno sobre otro, demasiados apartamentos, habitaciones, templos, galerías, escaleras, desembocaduras, belvederes, farolas, fuentes, estatuas. Fisuras, grietas. Humedad que proviene de un contenedor situado cerca del cielo. ¿Cómo advertir a las personas, a las naciones?, advertimos, al oído, a los más inteligentes”.

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Las otras joyas de Roma

La firma de lujo Bulgari lleva décadas captando la esencia de la ciudad.

/ 15 de noviembre de 2017 / 13:01

Las piedras preciosas son adictivas. Existe un buen número de célebres citas sobre su fatal atracción. María Félix, la gran diva mexicana, resumía así su pasión por las joyas: “¡Flores! ¡Odio las flores! Duran un día y hay que agradecerlas toda la vida”. Pese a estar tan ligadas a la piel femenina, el mercado de gemas ha sido históricamente cosa de hombres. Por eso la figura de Lucia Silvestri, directora creativa de la alta joyería de Bulgari desde 2013 y una de las mayores especialistas del mundo en estos milagros de la naturaleza, resulta doblemente atractiva.

Entrar en su despacho de la Via Lungotevere Marzio, en el centro de Roma, es mucho más que poner un pie en un universo blindado. Su trabajo desde hace tres décadas —primero a la sombra de los hermanos Nicola y Paolo Bulgari y luego como jefa del departamento más exigente y exclusivo de la firma italiana— consiste en buscar y comprar las mejores y más hermosas piedras, esas que justifican que un collar, además de ser eterno, cueste hasta 13 millones de euros.

Silvestri divide su tarea entre dos mesas. En una aguarda el típico despliegue de cualquier estudio: papeles, agendas, decenas de recortes de fotos en la pared y otras enmarcadas. Algunos famosos del brazo (Bradley Cooper, George Clooney) y decenas de caras anónimas en lugares que se adivinan opulentos y exóticos. En la otra, según ella misma señala, está “el principio de todo”. Es decir, un botín de rutilantes gemas multicolores cortadas de formas y tamaños diferentes. Tallas de rubíes, esmeraldas, aguamarinas, turmalinas, zafiros y diamantes que se extienden como en una mesa escolar. Ella juega con las piezas, invita a tocarlas, a no tenerles miedo. Vacía una bolsa en su mano, un centenar de piedras adquiridas una a una en Sri Lanka se escurren entre sus dedos. “¿Siente la energía? ¿Su luz?”, pregunta. Con 18 años empezó su carrera en el Departamento de Gemología de la firma italiana; a mediados de los años 80, ya en su veintena, Silvestri era una figura destacada. “Desde el principio tuve un sentimiento muy fuerte hacia las gemas, los hermanos Bulgari lo detectaron y poco a poco me dejaron aprender a su lado. Fue la mejor escuela. Me enseñaron a reconocerlas no solo por su belleza, sino también por su alma y personalidad”.

Mientras la adquisición de diamantes se rige por un estricto protocolo que garantiza su procedencia y calidad, las otras piedras preciosas requieren un trabajo de campo más intuitivo, arriesgado y complejo. Es ahí, asegura la joyera, donde emplea gran parte de su tiempo. Silvestri recuerda la historia de nueve esmeraldas que cambiaron su vida. Las vio por vez primera en Jaipur, en India, y luego en Nueva York. Eran circulares, en forma de tubo, y le sugirió al comerciante cortarlas por la mitad. “Su calidad era increíble. Pero eran muy oscuras. A la luz, sin embargo, tenían un brillo nunca visto. Al año volví a Estados Unidos, el señor hizo lo que yo le había dicho. Cortar piedras es un trabajo muy especializado que nunca hacemos nosotros”, explica. “Aquellas esmeraldas eran una maravilla, pero yo ya me había gastado todo mi presupuesto, así que llamé al señor Paolo Bulgari para pedirle más dinero. Como se imagina, hablamos de millones. Me pasé una semana negociando. Fue muy duro. Cuando volví a Roma, esperamos con inquietud las esmeraldas, que lógicamente nunca viajan con nosotros. El señor Bulgari no paraba de preguntarme, estaba preocupado. El día que llegaron lo recordaré siempre. Abrió la caja, se quedó un rato en silencio, me miró y solo me dijo una palabra: ‘Brava’. Inmediatamente decidió que estaban hechas para un brazalete. No era fácil venderlas ni tampoco saber llevarlas, eran una verdadera obra de arte”. La pulsera finalmente encontró dueña. “Cuesta despedirse de algo así”, admite Silvestri. “Fue una clienta asiática, la vi una noche. Llevaba un esmoquin y el brazalete. Nada más”.

Para conocer la tradición artesanal que recoge cada pieza de alta joyería de Bulgari hay que ir al norte de Roma, al barrio de Aurelia. Allí está el taller de piezas únicas donde se manufacturan entre 300 y 400 al año. Un detalle: cada vez que un trabajador o un visitante entra o sale del lugar, un cepillo repasa la suela de sus zapatos. Un gesto mecánico gracias al que cada año se recuperan 300 gramos de oro. “Aquí realizamos la interpretación técnica de la joya. Resolvemos si es posible hacerla o no”, afirma el encargado, Alessandro Consalvi, que habla de esa “construcción perfecta” que requiere una de estas piezas. En este laboratorio, sentados en fila, los viejos maestros comparten sabiduría con los recién llegados. Todos tienen al menos ocho años de experiencia antes de ser contratados. Son cerca de 30 y cada uno se puede pasar hasta cuatro meses trabajando en un modelo.

Bulgari presume de clientas históricas como Elizabeth Taylor, Monica Vitti, Anna Magnani o Gina Lollobrigida. Actrices que lucían sus propias joyas, como el famoso conjunto de brillantes y esmeraldas que Richard Burton le fue regalando a Taylor entre 1962 y 1967 y que desde su subasta en 2011 pertenece al Bulgari Heritage Collection, un legado que atesora en su archivo 700 maravillas vincu­ladas a la casa. La pieza se expone junto a otros hitos en la primera planta de la tienda reformada de Via Condotti, donde antes estaban el taller y los despachos de los hermanos Bulgari y que ahora ocupa una orgía de broches, anillos, brazaletes y pendientes antiguos. A la entrada del local destaca un collar de amatistas, rubelitas, brillantes y peridotos que evoca una ristra de pepperoncini, guindillas con poderes afrodisiacos símbolo de la gastronomía italiana. Considerado un amuleto de protección, se llama Fiesta de la tradición.

Lucia Silvestri dice que son los colores de Roma los que siempre inspiran a la firma. “Todo está aquí, en estas calles y en lo que veo desde la ventana”, asegura. Luego continúa con el encargo más difícil que ha tenido nunca: “En 2009, una clienta que colecciona jade nos pidió un collar. Le ofrecí varios y ninguno le pareció suficiente. Yo sabía que no éramos los únicos con su encargo. Era un reto. Me pasé dos años buscando una joya única para ella. Un día me llamó un vendedor de Hong Kong (a esas alturas, todos los proveedores sabían que estaba obsesionada con encontrar algo inimitable). Me citó en un garaje, a oscuras, rodeada de al menos 12 hombres, y abrió la caja. Nunca había visto nada tan grande. Le hicimos un cierre de diamantes y hoy día sigue siendo el collar más raro y caro del mercado. En ninguna subasta hemos encontrado nada parecido”.

Para Silvestri, comprar gemas es una partida de póquer, una película a medio camino entre los casinos de James Bond y los delirios de la Pantera Rosa. “Un mundo duro y machista, pero a mí me encanta, es un teatro”, explica. “Fue muy complicado al principio, nadie quería hablar con una mujer y menos aún si era joven. Me ninguneaban todo el rato. Pero el señor Bulgari me apoyó, se fio de mí, y no tuvieron más remedio que aceptarme. ¿Y sabe? Con el tiempo resulté mucho más dura que todos ellos”.

Espacio. Uno de los dos escritorios de Silvestri, en el que luce algunas de las creaciones que ha supervisado de cerca.

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El otro cuaderno de Sylvia Plath

Un libro descubre el otro talento de la poeta suicida Sylvia Plath: el dibujo

/ 19 de octubre de 2014 / 04:00

A la fascinación mitómana que rodea a la figura de la poeta suicida Sylvia Plath y su cruel reflejo en el marido infiel y poeta laureado Ted Hughes se suma ahora una faceta poco conocida de la autora de Ariel: el dibujo. Los inéditos, conservados hasta su muerte en 1998 por Hughes, fueron sacados a la luz por sus herederos en 2011 y reunidos después en el libro Dibujos, que publica en España Nórdica. Apuntes en tinta o carboncillo que demuestran cómo Plath era también una talentosa artista.

Los dibujos de Plath son bocetos que recogen instantes de su vida cotidiana, esquejes de un mismo brote creativo que ilustraban las páginas de sus cartas, postales o diarios. Unas vacas en Grantchester Meadows, unos barcos pesqueros en Benidorm o los tejados de París, en una carta a su madre la poeta describe arrebatada su felicidad tomando apuntes del paisaje español ante su atento esposo: “Ted quiere que haga más y más…”. La carta, fechada en 1956, durante la luna de miel de la pareja, está acompañada por un retrato de belleza conmovedora: la cabeza de él, su portentoso perfil, idealizado por la mujer que evocó la sombra del padre ausente en Papaíto o El coloso (“Se necesita algo más que un rayo / para crear tanta ruina”).

El suicidio de Plath en 1967 sembró de hostilidad la vida del siempre callado Hughes. “Una persona que muere a los 30 años en pleno desconcierto de una separación, permanece fija en ese desconcierto”, escribió Janet Malcolm en La mujer en silencio. De algún modo, estos dibujos ahondan en esa extrañeza: muestran la calma que precedió a la tormenta.

Frieda Hughes, hija de la pareja, recuerda en el prólogo del libro que su madre estudió arte desde niña y que en secreto ambicionaba que sus poemas se publicaran junto a sus dibujos.

 “Los dibujos de este libro”, continúa, “son la colección que mi padre nos regaló a mi hermano y a mí antes de fallecer… Él me pidió que los guardase todos yo hasta que, cuando tuviéramos tiempo suficiente, pudiéramos organizar una exposición. Pero la vida se interpuso, pasaron los años, y luego, trágicamente, el 16 de marzo de 2009, mi hermano también se suicidó”.

La hija recuerda que Plath a menudo reconocía que era Hughes quien la empujaba a crear, “cuando se bloqueaba o sentía que había perdido el rumbo”. Y cita también a su padre, quien en sus Cartas de cumpleaños —el poemario que Hughes publicó antes de morir, su turbador diálogo con su mujer, la muerte y la culpa, los versos que rompían su aplastante silencio de décadas— incluye Dibujar, poema dedicado a Sylvia y sus bocetos: “Dibujar te serenaba. / Tu infernal pluma / era como un hierro candente. Los objetos / sufrían con su nueva apariencia, torturados / hasta alcanzar la nueva posición. Mientras dibujabas / me sentía relajado, tranquilo (…) Seguías tenazmente dibujando, atrapando detalles / hasta que lograste apresar toda la escena. / Ahí está. Rescataste para siempre / nuestra mañana del olvido”.

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Con todo su dolor, papá Fitzgerald

Se publican las cartas del autor de ‘El gran Gatsby’ a su única hija,  Scottie

/ 19 de mayo de 2013 / 04:00

Como tantos hijos de padres demasiado autodestructivos y complicados, Frances Scott Fitzgerald construyó una invisible red de seguridad entre su famoso progenitor y ella. No era falta de amor, muy al contrario, era simple instinto de supervivencia. La hija de uno de los escritores más grandes y malogrados de la historia de la literatura pecó de frialdad como única tabla de salvación frente a los tormentos de su padre. No se le puede reprochar a la pequeña Scottie, o Scottina, como a veces la apodaba él, la añoranza infantil por una familia más convencional. Tampoco, que fuera una chica egoísta. Ella misma lo reconoce con pesadumbre en el prólogo a Cartas a mi hija: “Comprendí que sólo había una manera de sobrevivir a su tragedia, y era ignorarla”.

El volumen reúne por primera vez en español la correspondencia que Fitzgerald mantuvo con su única descendiente, desde su primer campamento de verano hasta la universidad. Son, sencillamente, piezas tan sabias, delicadas y desnudas, escritas con tanto amor y compresión hacia ella, con tanta esperanza, que resultan desgarradoras. Como apuntó el escritor Malcolm Cowley en una entrevista a The New York Times, cuando Fitzgerald escribe a su hija en Vassar lo hace en el fondo a sí mismo en Princeton, antes de que todo se echara fatalmente a perder y se derrumbara definitivamente. “En la vida, sólo creo en las recompensas por la virtud y en los castigos por no cumplir con tus obligaciones, que sin duda se pagan caros”, le escribió el verano de 1933.

“Cartas a mi hija está traspasado de una urgencia y una magia que lo dotan de entidad independientemente de que uno sea o haya sido lector de la obra de Fitzgerald”, señala Ana S. Pareja, editora del libro.

Frances Scott Fitzgerald, periodista y escritora que falleció en 1986, se decidió a publicar las misivas en 1965. Tenía 44 años, los mismos que su padre al morir. Un poco harta de escuchar las historias que todo el mundo tenía sobre él decidió contar la suya propia y desempolvar las cartas del cajón donde las había arrinconado durante años. “Cuando llegaban a Vassar, me limitaba a examinarlas en busca de cheques y nuevas, y luego las metía en el cajón inferior derecho. Ahora, estoy orgullosa de haberlas conservado. Sabía que eran magníficas, y si las conservé no fue, desde luego, por codicia, porque papá era entonces un oscuro escritor sin blanca y nadie podía imaginarse que El gran Gatsby se traduciría a 27 lenguas. Las guardé de la misma manera que uno guarda Guerra y paz para leerla en otro momento o Florencia para visitarla algún día”.

Los peores años empezaron cuando Frances tenía 11. A su padre, escribe ella, “el mundo se le empezó a venir encima” y comenzó a tomar forma lo que él enunció en su ensayo El Crack up, ese “lento proceso de demolición” del que ya no escapó nunca. Mientras el alcohol y el fracaso empezaban a dar sus devastadores frutos, él le escribía amorosas cartas a su hija donde le regalaba consejos literarios (“si no logras descomponer un poco tu prosa, se quedará en el nivel del periodista mal pagado”); la animaba a leer y escribir (“en un sentido literario, yo no te podré ayudar más allá de un determinado punto”); a construir un estilo (“no te habría escrito esta carta tan larga si no hubiera atisbado, por debajo del sonsonete de tu cuento, algunas huellas de un ritmo auténtico que tiene el sello de Scottina”); a que fuera una mujer atenta, (“el mundo, por lo general, no habita en playas ni en clubes de golf”); a que tuviese disciplina con sus estudios, al mismo tiempo que se mostraba tolerante con que ella prefiriese bailar, salir con chicos o pedirle dinero (“si no te haces a la idea, te convertirás en una de esas chicas que no saben si son millonarias o pobres de solemnidad. No eres ni lo uno ni lo otro”) y, finalmente, a que comprendiera la terrible tormenta que les acechaba. En una carta fechada en 1938, Fitzgerald le habla a su hija sobre su relación con Zelda, sobre el error que fue casarse con ella, sobre el daño que sin darse cuenta le ha causado: “¿Me harás el favor de leerte esta carta una segunda vez? Yo la reescribí dos veces”, le pide.

Scottie fue el personaje de uno de los mejores y más trágicos relatos de su padre, Regreso a Babilonia. Un exalcohólico regresa a París por su hija abandonada, su redención pasa por recuperarla, pero ella es ese horizonte de salvación que de manera inexorable se le escapa. “Algún día volvería; no podían condenarlo a estar pagando sus deudas eternamente. Pero quería a su hija, y al margen de eso ninguna otra cosa le importaba”, se lee al final del cuento.

En su carta más conocida, Fitzgerald le enumera a su hija (entonces aún en edad escolar) una serie de cosas de las que debe preocuparse y de las que no. “Preocúpate del coraje, de la higiene, de la eficacia, de la equitación… No te preocupes por la opinión de los demás, por las muñecas, por el pasado, por el futuro, por hacerte mayor, porque alguien te supere, por el triunfo, por el fracaso, por los mosquitos, por las moscas, por los insectos en general, por los padres, por los chicos, por las desilusiones, por los placeres, por las satisfacciones…”.

Quizá por eso baste para terminar con hacer caso a la propia Scottie, que cierra su hermoso prólogo también con una recomendación: “Escuchen ahora atentamente a mi padre. Porque da buenos consejos y estoy segura de que, si no hubiera sido mi padre, a quien tanto amé como odié, ahora sería la mujer más cultivada, atractiva, exitosa e inmaculada sobre la faz de la Tierra”.

“Queridísima Scottie

8 de agosto de 1933.

“Tesoro: Me importa muchísimo que cumplas con tus obligaciones. ¿Querrás enviarme un poco más de documentación sobre tus clases de francés? Me alegra que estés feliz, aunque nunca he creído demasiado en la felicidad. Tampoco he creído nunca en la tristeza. Son cosas que ves sobre un escenario o en la pantalla o en las páginas impresas; nunca te ocurren realmente en la vida.

En la vida, sólo creo en las recompensas por la virtud (según el talento que uno tenga) y en los castigos por no cumplir con tus obligaciones, que sin duda se pagan caros. Si tienen el libro en la biblioteca del campamento, ¿le pedirás a la señora Tyson que te deje echar un vistazo a un soneto de Shakespeare donde se lee el verso “El lirio que se pudre, huele peor que la maleza”?

Pienso en ti, y siempre de buen grado, pero si vuelves a llamarme “Papaíto”, sacaré a pasear el Gato Blanco y le daré una zurra en el trasero, fuerte, seis veces por cada vez que seas impertinente. ¿Te hará reaccionar?  Con todo mi amor, Papi

25 de enero de 1940

Habiéndose interrumpido al parecer la comunicación por tu parte, concluyo que estás enamorada. Recuerda: hay una enfermedad terrible que sorprende a las chicas populares a los 19 o 20 años llamada bancarrota emocional. Espero que no le estés allanando el terreno. Esta semana me has hecho ganar un dinero porque vendí Regreso a Babilonia, donde eres un personaje, para que hagan una película (la suma recibida no es digna del magnífico cuento —ni tampoco de ti ni de mí—Sin embargo, la acepto). Con todo mi amor, como siempre. Papi”

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Las flores póstumas de Baudelaire

Un libro reúne por primera vez todos los dibujos y últimos escritos en prosa del poeta francés

/ 18 de noviembre de 2012 / 04:00

Acorralado por la penosa enfermedad que cercenó su vida, el poeta maldito por excelencia, el hombre que se elevó sobre la vida y entendió sin esfuerzo “el lenguaje de las flores y de las cosas mudas”, llenó su larga agonía de coléricas notas. “De niño tuve en mi corazón dos sentimientos contradictorios, el horror de la vida y el éxtasis de la vida. Es el sello de un holgazán enfermo de nervios”, escribió Charles Baudelaire (1821-1867) en los Fragmentos póstumos que publica la editorial española Sexto Piso. Un volumen que reúne por primera vez todas las notas en prosa finales y también todos los dibujos del autor de Las flores del mal. La investigación y la recopilación son obra del escritor mexicano Ernesto Kavi.

Tras su muerte en una clínica de París, la madre de Baudelaire recogió uno a uno los papeles de su hijo, pequeñas hojas arrancadas de cuadernos en las que anotaba, en lápiz y a pluma, lo que él mismo llamó “proyectiles”, junto a páginas dedicadas a pensamientos, aforismos, listas y proyectos. Madame Aupick se las entregó a su editor, Auguste Poulet-Malassis, el único que podía encontrar algún sentido en aquel caos.

Malassis los ordenó y es esa la ruta que ahora se ha seguido. Los dibujos, la mayoría en manos de sus amigos, también fueron recogidos por el editor en un cuaderno. Vivieron una azarosa vida. Fueron publicados y reunidos, pero en 1988 salieron a subasta y se volvieron a dispersar.
Los pensamientos de Baudelaire muestran la rabia, cólera y tristeza de un hombre rodeado por la enfermedad y el exilio. Su caligrafía es desordenada. Pero, lejos del tópico del poeta embriagado y mujeriego, surge el hombre preocupado por el futuro. “Para él, el trabajo era una tortura, pero no hacía más que trabajar, le preocupaban su gloria como poeta y el dinero. Las notas son un fiel reflejo de esa batalla interior entre el desorden de su vida y su pensamiento y el orden que quiere imponerse para ser un gran artista”.

El 23 de enero de 1862, el poeta escribe: “En lo moral, como en lo físico, siempre he tenido la sensación de un abismo, no sólo el abismo del sueño, sino el abismo de la acción, de la ensoñación, del recuerdo, del deseo, del arrepentimiento, del remordimiento, de la belleza, del número… He cultivado mi histeria con placer y con terror. Siempre tengo vértigo y hoy he sufrido una singular advertencia, he sentido pasar sobre mí el viento del ala de la imbecilidad”.

Baudelaire reflexiona una y otra vez sobre las tareas del escritor, sobre la inspiración y el tiempo. Anota que el placer desgasta, pero el trabajo fortifica. El coraje del escritor, el destino, la concentración frente a la dispersión. El poeta zarandea sus obsesiones. “Sería dulce, quizá, ser, alternativamente, víctima y verdugo”, apunta. Surge su profundo y estrecho sentido de lo sagrado: “Si la religión desapareciera de este mundo, volveríamos a encontrarla en el corazón del ateo”.

En La Folie Baudelaire (Anagrama), Roberto Calasso ofrece un consejo que bien vale para este libro: “Para quien está rodeado y atormentado por la desolación y el agotamiento es difícil encontrar algo mejor que una página de Baudelaire. Prosa, poesía, poemillas en prosa, cartas, fragmentos: todo sirve”.

Quizá basta para ilustrar las palabras del escritor florentino un fragmento perteneciente a uno de los manuscritos menos conocidos, que catalogado bajo la letra D está custodiado por la Biblioteca Literaria de Jacques Doucet. La lucidez del poeta maldito sólo puede provocar hoy un fatal escalofrío acompañado de un aliento de esperanza: “Síntomas de ruina. Construcciones inmensas. Uno sobre otro, demasiados apartamentos, habitaciones, templos, galerías, escaleras, desembocaduras, belvederes, farolas, fuentes, estatuas. Fisuras, grietas. Humedad que proviene de un contenedor situado cerca del cielo. ¿Cómo advertir a las personas, a las naciones?, advertimos, al oído, a los más inteligentes”.

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