La noche más oscura
¿Minucioso lavado de cara de la CIA? ¿Legitimación de la tortura como método lícito de lucha contra el terrorismo? ¿Película de aventura pretextando un argumento político? ¿Película política so pretexto de narrar la aventura de su protagonista? Cualquiera de estas lecturas está habilitada por el reciente largometraje de Kathryn Bigelow: La noche más oscura.
Todos conocemos dónde comienza la historia desarrollada en el guión de Mark Boal, y dónde termina. En el punto de partida están los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono, suceso que marcó un punto de inflexión en el devenir de la sociedad norteamericana y de su política hacia adentro y hacia afuera. En el interior promovió la adopción de hasta entonces impensables restricciones a las garantías democráticas. En el resto del mundo fue el paraguas para una nueva impostación del papel de sheriff universal autoasumido desde siempre por el Imperio, pero nunca antes con el “aval moral” que sintió, o fingió sentir, haber adquirido a consecuencia de la masacre en el World Trade Center. Al extremo que no han escaseado las especulaciones en torno a la actitud de los organismos de inteligencia norteamericanos que —se dice— conocían de antemano los planes de los terroristas, pero no hicieron nada para impedirlos. De ese modo obtuvieron el aval para justificar las intervenciones programadas en varios puntos del planeta.
Sea como fuera, aquel contencioso “terminó” el 1 de mayo de 2011 cuando en Abbottabad, Pakistán, finalmente un equipo especial norteamericano de operaciones secretas puso fin a la vida del controvertido líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden. Así se marcó el epílogo de la venganza prometida, pero dudosamente el punto final a los asedios de grupos fundamentalistas contra la institucionalidad occidental.
INICIO. Sobre un fondo negro se escuchan fragmentos de los desesperados pedidos de auxilio y lamentos de quienes quedaron atrapados en las Torres, o bien iban a bordo de los aviones poco después incrustados en aquéllas. Así prologa Bigelow La noche más oscura, para saltar de inmediato al arribo de una agente de la CIA desde su cuartel general en Virginia a un centro clandestino de detención en Pakistán, donde sus colegas atormentan con minuciosa precisión técnica a un prisionero.
Para Maya, tal el nombre de la protagonista de la película —inspirada en un personaje real cuya identidad se resguarda todavía en secreto—, es un choque desagradable, del cual, sin embargo, se repone casi de inmediato. Acostumbrada a obedecer órdenes, se hará enseguida sin mayor reparo a la idea de que la tortura es un método legítimo y eficaz para alcanzar el objetivo, en esta circunstancia para dar con el paradero de Osama Bin Laden.
De tal suerte queda también instalada la vieja discusión acerca de los vínculos, no siempre explícitos aunque en esta ocasión indisimulables, entre ideología y cine, o si prefiere respecto a los usos del cine como instrumento de propaganda.
CARRERA. Este debate, al referirse a la obra de Bigelow, no puede dejar de tomar en consideración la robusta pericia narrativa de una realizadora cuyo hacer entronca con la mejor tradición del cine clásico de su país y en particular con la filmografía de algunos de los grandes maestros del cine de acción: Fuller, Peckimpah, Hawks, entre otros. Bigelow es además la primera mujer en ganar el Oscar al mejor director, con un relato de acción por añadidura (Vivir al límite, 2008), desmintiendo así que aquél sea un género reservado en exclusividad para los realizadores masculinos.
Sin dejar de admitir esa habilidad innata de Bigelow y al margen de los reparos que puedan ponerse al enfoque sobre este episodio histórico —que daría la impresión de un desembozado alegato a favor de la consigna de “el fin justifica los medios”—, la narración y la puesta en imagen exhiben problemas ausentes en casi todas las hechuras previas de la responsable de Punto límite (1991) y Días extraños (1995), quizás los títulos más redondos de su filmografía.
Concentrada en el seguimiento a las andanzas de Maya, con la misma neurótica obstinación que Maya despliega para lograr su cometido, acaba entregando un personaje algo falto de matices —no obstante la laboriosa composición de Jessica Chastain—, poco interesante en cualquier análisis para sostener 150 minutos, muchos de ellos sobrantes. De alguna manera se trata de la versión femenina del sargento William James, el lunático desactivador de bombas de En tierra extraña (2009), su largo anterior, con la diferencia que aquél estaba a buen reparo de la chatura, burocrática digamos, de Maya.
Igual que siempre, el estilo de Bigelow se vuelca en un realismo (pocos primeros planos, mucha cámara en mano, corte nervioso) destinado a implicar emocionalmente al espectador en la acción, manteniéndolo empero a la distancia mínima necesaria para impedir la baja radical de sus barreras psicológicas. Ese espacio de reflexión está garantizado en esta película por el rechazo natural a la crudeza con la cual son mostrados, una y otra vez, los tormentos aplicados a los prisioneros en las mazmorras clandestinas administradas por los agentes secretos.
Esa ilustración de los procedimientos “extraoficiales” de obtención de datos, le valió a la directora incluso una petición de informe del Senado norteamericano respecto a sus fuentes de información. Este gesto no dejó de ser una patética muestra de hipocresía de parte de quienes fingían ignorar que tales métodos eran de uso habitual por el ejército de su país. Esta actitud, en cambio, no puede ser endosada a Bigelow aun cuando si sea dable cuestionar su validación procedimental de los suplicios, extremo negado cuando escribió que “representar la tortura no significa aprobarla”. Tal vez no fuera esa su intención, pero la lógica del encadenamiento de causa y efecto en el desarrollo de la trama la desmiente de facto.
ÚNICO. Otra diferencia significativa con su trabajo precedente es la adopción del punto de vista único, la inequívoca toma de partido por uno de los bandos: el de los administrativos de Washington y de los operativos en terreno, sin dar lugar a ninguna posibilidad de acercamiento al punto de vista, o al perfil humano del otro, reducido a un objetivo compacto cuya eliminación necesaria no deja resquicio a duda o pregunta alguna. Tal manera de empaquetar este relato de la administración política del odio arrima el resultado al de tantas películas patrioteras fabricadas por la industria y de las cuales sólo consigue separarse en alguna medida por la puntería formal en el armado del relato, con los óbices ya apuntados. La morosa descripción del operativo final de la caza y ejecución de ese antagonista opaco reitera, con abundancia en los detalles es cierto, la versión ofrecida por la historia oficial y allí también la directora desperdicia la oportunidad de abrir el relato hacia otras implicaciones, limitándose a dejarnos un técnicamente impecable aviso institucional de la CIA, con todos los bemoles que esa manera de abordar el episodio replantea, como decíamos antes, respecto a los empleos del cine como vehículo de una mirada monocromática de realidades bastante más enrevesadas de lo que la película se contenta con mostrar.
Ficha técnica
Título original: Zero Dark Thirty. Dirección: Kathryn Bigelow. Guión: Mark Boal. Fotografía: Greig Fraser. Montaje: William Goldenberg, Dylan Tichenor. Música: Alexandre Desplat. Producción: Kathryn Bigelow, Mark Boal, Matthew Budman. Intérpretes: Jason Clarke, Reda Kateb, Jessica Chastain, Kyle Chandler, Jennifer Ehle, Harold Perrineau, Jeremy Strong, J.J. Kandel, Wahab Sheikh, Alexander Karim, Nabil Elouahabi, Aymen Hamdouchi, Simon Abkarian USA/2012.